lunes, 9 de diciembre de 2013

Trasnoche plumífera: amanecer en la ciudad de plastilina



Amanece y Juan Pluma, mestizo por convicción, busca denodadamente su mirada. Ésa que le prestó a su hermana noche o apostó en alguna caravana anónima, pero que siempre recupera con el despunte solar y le permite recomponer su entidad. Como si fuera un hígado prometeico. Porque de noche, Juan Pluma convida su mirada, la entrega en ofrenda a sus hermanos de ocasión, transmuta sus ojos en celuloide y se entrega como un film a la visión y audición ajenas. Es que la música de Juan Pluma y los Cinema se escucha pero también se ve. Y precisamente algo de eso –de cinema– hay en el elepé que se avecina.

La banda surgida a mediados de la década pasada, con su nombre mezcla rara de penúltimo gaucho pop y primer compadrito rocker, acaba de publicar su segundo simple previo al lanzamiento de su segundo disco, Trasnoche, previsto para inicios de 2014. Y en estos dos temas se preanuncia algo de esa mezcolanza. Una especie de migración del campo a la ciudad; o mejor, del parque en flor citadino al callejón oscuro y aguardentoso. Porque el paisaje que retratan sus canciones (incluso las del primer disco, con tonos más folkis) siempre es urbano.

No por nada el lado “A” de este simple se llama “Ciudad de plastilina”. Viejo tema de Agustín Valero, en esta versión las guitarras interplanetarias proponen una especie de regreso del espacio de Major Tom (protagonista del Space Oddity de Bowie), junto a un grupo de mujeres venusinas, a una ciudad aterrada por saberse frágil y moldeable por las “experiencias infinitas” de la música. El estribillo extático clama eso de que “todo se transforma en celuloide” y logra un menjunje entre géneros tal, que permite bailarlo al son de la música disco mientras se agita la cabeza crestosa a lo punk.

El segundo tema, “Amanecer”, tiene unos punteos de guitarra con delay que remedan el eco de los pasos en una calle empedrada, de regreso madrugado, y revientan en un arranque rockero hacia el final. Es así que un tango con ribetes piazzolescos empieza a ventilar un in crescendo que termina en un nuevo clamor. El de “Ciudad de plastilina” reclamaba que la miren; el de “Amanecer” reclama la mirada perdida. “Soy casi un intento de holograma / que se esfuma en la mañana / esperando que la noche / me devuelva la mirada”, dice ese estribillo que describe y resume la trasnoche cinematográfica, donde la exhibición y el voyeurismo alcanzan una nueva hibridación. Y el celuloide requiere de la mirada para no difuminarse en un holograma hacia la invisibilidad.

Las dos canciones de este simple exploran una polirritmia que caracteriza a la banda. Su música es una especie de inflador que con cadencias sinuosas, a veces sutiles y otras decididamente vertiginosas, insuflan de aire a las letras, que se echan a volar como barriletes de colores estrambóticos, en flameos impredecibles.

Pero Juan Pluma tiene los pies sobre la tierra y camina con el paso explorador del flâneur. Sólo que, en vez de encontrar su asilo en la multitud, lo hace en la compañía de sus hermanos de caravana porteña (los hermanos celuloide). Porque Buenos Aires es la capital del siglo XXI.

La banda integrada por Agustín Valero (composición, voz y guitarra), Damián Lois (composición, voz, bajo y flauta traversa), Laura Cutufia (voz y coros), Martín Hernández (batería) y el maridaje plumífero entre Facundo Ruiz (letras y recitados) e Irene Sola (letras y sombras), también expresa su espectacularidad en el hecho de que cada uno de ellos es frontman (y frontwoman) de la música y la poesía escenificadas.

Juan Pluma y los Cinema es una banda autobiográfica que rememora otros nombres propios fallidos, viejas bandas, espacios urbanos de tránsito y esparcimiento, amistades fugaces y otras anquilosadas. El ser ubicuo de Juan Pluma encarna la levedad de su apellido glam en imágenes que desfilan por una pantalla sin abandonar su lugar en la butaca. Como si buscara diversificar su imagen en un espejo roto.

Lo mismo pasa con el clamor generoso con el que invitan a sus oyentes a compartir su caravana nocturna. Convidan experiencias alucinógenas porque las saben dignas de ser vividas. “Suban a la luna de Boedo”. “Miren la ciudad de plastilina”. Pero, como ya se dijo, la mirada prestada siempre vuelve a su dominio, enriquecida por infinitas experiencias. La urbe asombra al recién llegado de la noche, al porteño que se despabila bañado de una luz sucia, y percibe su entorno con nuevos sentidos y un temblor eléctrico en el cuerpo.

lunes, 28 de octubre de 2013

Primavera con arrojo



La primavera encontró Arrojas. Y como la abeja que trasiega el polen y desparrama sus restos en un reguero fertilizante, el Sur levantó vuelo y dejó una estela de versos florales que se trenzaron en lazo guirnaldesco. En un barrilete barroco que lo arrastró por una noche de equinoccio a los barrios del centro de la ciudad, el ciclo itinerante se tomó su itinerancia en serio. El sur de visita en el centro. O el centro colmado de sur. Un ombligo urbano extrapolado más allá de sus confines.
La anfitriona fue la Casa del Bicentenario, centro cultural nacido al calor de los festejos por el Bicentenario de la Revolución de Mayo y que fue la generosa casona que recibió al ciclo, arrojado desde las calles meridionales. A medida que llegaba el público, el desfile de imágenes e impulsos perceptivos comenzaban a generar esa sinestesia que caracteriza al Arrojas. La pregnancia primaveral ahumó los impermeables de quienes llegaban a pesar de la lluvia y se agrupaban para ver los fragmentos de la película “Wing of life”, que dieron inicio al encuentro con una serie de imágenes de la naturaleza en su plenitud ralentizada. Detrás de los espectadores, Margarita miraba fascinada, mientras papá Washington Cucurto y mamá María Gómez armaban la mesa de libros de Eloísa Cartonera, con Ricardo Piña y Alejandro Miranda, como en cada estación.
Luego, en sintonía con el clima jipón, las organizadoras del ciclo, Marta Sacco y Zulma Ducca, invitaron a entonar el tema “Para não dizer que não falei das flores”, de Geraldo Vandré, tras repartir copia de letra en español y portugués. Con alusiones a la “revolución de los claveles” y otras yerbas coloridas, los presentes se fueron caminando y cantando para acomodarse en las sillas, frente a un escenario que coronó el clima flower power. Una instalación con pintura y telas que retrataba a la madre natura, creada por Alejandra Fenochio, fue el fondo sobre el cual las figuras poéticas comenzaron a desfilar por el escenario, en un juego de luces y sombras, de solsticios y nubarrones que tan sólo llovieron, pero lejos estuvieron de detener la primavera. Entre las susurradoras del Liceo 1 y participantes del Festival de Poesía en la Escuela, Florencia y Lucía, que precalentaron la cancha con versos libres y aleatorios para oídos exclusivos, la platea se dispuso a ver la consagración de la primavera.
En el primer bloque de poetas anfitriones (pero esta vez de visitantes), leyó versos internos, como en otras ocasiones, Carlos Moretti, coordinador del Frente de Artistas del Borda.
Al rato, Ducca tomó el micrófono para leer un fragmento de Poema no te rompas, una selección de poemas de mujeres mapuches, selknam y yámanas, a cargo de Cristian Aliaga. De esa manera, dio pie para la presentación del propio Aliaga, poeta residente del sur y más allá, en esa ciudad patagónica con nombres de aviador y de sillón, Comodoro Rivadavia. El poeta leyó textos de su último libro, una antología editada por Eloísa Cartonera, La suciedad del color blanco, que fueron saltando como ovejas de lana nublada los límites insomnes de púas redentoras.
A continuación, con música del acordeón de Laura Boscariol que sirvió de fondo a la lectura de un fragmento de “La vida tranquila”, de Marguerite Duras, se dio inicio al bloque de poetas invitados de otros puntos cardinales.
La encargada de inaugurarlo fue Alejandra Correa, nacida en Minas (Uruguay) y residente del barrio de Villa Crespo, que sacó a relucir poemas cargados de infancia reverdecida en recuerdos sacralizados de un Oriente, a veces uruguayo, a veces japonés.
A su turno, la posta lectora la tomó una reincidente del ciclo, Liliana Lukin, quien ya había participado en el encuentro inaugural. La poeta recorrió distintos mojones de su extensa obra, plantando en cada una de esas estaciones una semilla de retórica versátil, dispuesta a crecer verso.
Mientras las palmas sonaban aplausos y daban sombra desde el cénit cocotero, tomó las riendas el salteño Leopoldo Teuco Castilla, que con su voz atronadora, similar a la de su padre Manuel, se puso a tono con cantos y loas a la selva.
Después de un corte en el que todos acudieron al bufette a cargo de Lidia López, de la Cooperativa Esperanza de La Boca, con empanadas y la mejor sopa paraguaya –cuya recaudación contribuirá a la inauguración de una radio comunitaria–, Myrna Frieg taconeó flamenco y contagió al público de volados arrebolados y flores encarnadas. Las sillas se desvanecieron ante la firmeza de esos tallos humanos que bailoteaban por tangos y bulerías.
Para dar cierre al encuentro, Sacco presentó al grupo Al ver verás, integrado por los jóvenes Martina Fraguela (retroproyección y pintura), Maxi Di Monte (percusión), Diego Gentile (composición musical) y Daniel Selén (composición visual), nacidos y criados en La Boca, quines hicieron de la música imágenes y viceversa. Una vez más, la sinestesia confundió los sentidos con poesía gráfica arrojada al muro de la Casa del Bicentenario.
Tras los agradecimientos a colaboradores y presentes, la música transformó a la Casa en un espacio dedicado al bailongo, donde los cuerpos se zarandearon en ritual frenético agradeciendo –también– el renacimiento de los frutos de Doña Pacha.

domingo, 7 de julio de 2013

Espirales de humo



Fotos: Johan Ramos
El tiempo gira en espirales que completan ciclos, pero también superan con su caudaloso presente vivencial a lo ya visto, al recuerdo corporal de una estación que se repite con sus rituales pero salta en calidad. El latido de la tierra resonó en un nuevo año: el golpe en el cuero repercutió la madera e hizo vibrar el entorno de rieles que anunciaban la llegada de un invierno sin maquinista. El fuego crujiente de hierbas secas que expresaban deseos y buenos augurios mutó en el humo que comenzó a ascender al helado cielo estrellado.

Y como un gesto de arrojo que nadie podía prever, volvió Arrojas Poesía al Sur. El ciclo autogestivo que había apagado temporalmente sus fueguitos en la última primavera, regresó de las cenizas a El Malevaje de La Boca, tal como el invierno pasado. A pesar del frío óseo, las lentejas y el vino ahumaron el ambiente que palpitaba el inicio del encuentro.

Luego del chico, piano y repique de la cuerda de tambores África Ruge, a cargo del maestro Juan Candamia, los sonidos del continente leonino perfilaron los oídos como una brújula hacia el escenario de luces tenues, donde Zulma Ducca y Laura Boscariol arriesgaron notas y melodías magnéticas.  

Marta Sacco, organizadora del ciclo junto a Ducca, presentó el encuentro y a continuación tuvo comienzo la mesa de poetas anfitriones, con la participación de Carlos Moretti, del Frente de Artistas del Borda (que junto a los talleres de escritura de los hospitales de Barracas y la editorial Eloísa Cartonera ya forman parte del elenco estable del ciclo), que leyó poemas de internos y reivindicó los talleres protegidos recientemente truncados por el gobierno porteño; Wálter Hidalgo, joven poeta ganador del Premio Sudaca Border 2013 de Eloísa Cartonera, que le editará su libro Soy un villero, del cual leyó pinceladas de impresiones callejeras; y Mariángeles Taroni, residente del Valle de Punilla en Córdoba, que contó las peripecias de vivir en un rancho en la montaña, en diálogo permanente con la naturaleza, sus alimañas, sabores y ruidos. A continuación, Ducca y Boscariol entonaron “Que sea el río”, con letra de Taroni.

Más tarde, la poeta y traductora Amalia Sato dio inicio al capítulo oriental con la presentación del teatro japonés de láminas conocido como kamishibai. La directora de la revista Tokonoma leyó un texto de Damián Blas Vives que relata un mito japonés en el que aparece la diosa del Sol, Amaterasu, mientras Nicolás Prior presentaba las ilustraciones de su autoría, descorriendo una y otra lámina en simultáneo a la historia. Luego Sato leyó un par de poemas más que dieron pie al siguiente segmento. Pero todavía faltaba un avistaje hacia (Asia) el horizonte del levante, que abrazara al sol en un nuevo ritual.




En la mesa de poetas invitados desde otros puntos cardinales primó el cercano Oriente. La poeta montevideana Ana Lafferranderie rescató el eco de los tambores de los rescoldos que quedaban junto a la vía, allá afuera, como viejas voces del Uruguay más africano. Y en esa lectura, la humareda se espiralaba y entrelazaba un poco más. "Se puede estar en la memoria, ser antiguo. Reconocer las palabras en su curso. Y todo lo que vino será una saga, cada cosa el giro de un ovillo. Esta voz que desborda volverá a otros para hablar de sí".

Luego llegó el turno de la maestra de poetas María del Carmen Colombo, nacida y criada en La Boca, que leyó tres poemas de la tercera edición de su libro La familia china, en contrapunto con Ducca y Boscariol, que musicalizaron tres de sus textos. "Son chinas las tres chicas, pintadas por el fino pincel de un copista oriental. Ojos como rendijas miran la escena de la madre, lavando el kimono en el piletón del patio. Las miradas finitas rayan las ojeras de la madre, imitación de la sombra de un árbool exótico. Le dibujan persianas cerradas para protegerla de un sol de siesta, insoportable". Desde el Malevaje, terreno de compadritos de arrabal que oficia de límite con el Barrio Chino de La Boca, brotaron como humo (como cálido vapor de la boca) voces e ideogramas en lunfardo que abrigaron a los presentes.

Entre ellos, el artista plástico Alfredo Portillos, que vive en el barrio boquense, y que, tal como dijo Sacco, "acompañó el fueguito que primero calentó parches y después transformó en cenizas lo no querido y, en el mismo acto, iluminó los deseos de los participantes de este ritual urbano, Inti Raymi porteño en las vías de Garibaldi, a metros de Caminito".
El bloque final estuvo a cargo de la música y compositora salteña Sandra Aguirre, nominada a los Premios Gardel 2013 por su disco Flores como mejor álbum de folclore alternativo. Emponchada del rojo y negro tradicional de su provincia, la comadre de Sara Mamani –quien también estuvo presente– representó al norte arrojando su voz al sur, acompañada de guitarra, pezuñas y la Rosa de los Vientos, para dar fin al encuentro con las últimas chispas y tizones de calor.

El micrófono abierto apenas dio espacio para la música de Julieta Cal. Pero el frío y la noche profunda obligaron al grueso de los presentes a enfundarse para una retirada satisfecha, bordeando las vías de un ocasional Expreso de Oriente. Arrojas Poesía al Sur bajó la persiana para hibernar con la despensa llena de material sensible para alimentar cuerpo y alma. El espiral completó una nueva vuelta para seguir su rumbo nuboso de deseo ascendente. Lo demás es ceniza siempre dispuesta a renacer.