miércoles, 28 de diciembre de 2011

Riachuelos de lluvia con Sol

La clown ofrece apagar la sed de poesía: Julia Magistratti, Fernando Caniza, 
Claudia Masin y Miguel Martínez Naón

El día más largo del año cerró su telón de nubes y veló la claridad del estío-hastío antes del atardecer. El alerta meteorológico amenazaba con piedras cenitales, una vez más, desde las voces alarmistas que profesan el pánico. Precisamente diez años después de aquella tempestad social y política, de aquellas piedras que movieron los cimientos de un modelo destinado al anegamiento. Pero la tormenta infló el buche y aguantó un poco. Y una nueva cosecha de poesía se aprestó; la que trazó el último cuadrante del ciclo 2011. Arrojas Poesía al Sur cerró el año con su versión veraniega en el espacio Los Pibes, organización social y política que realiza un importante trabajo barrial desde hace más de quince años a escasos metros de la Boca del Riachuelo.

La ambientación del espacio, una instalación a cargo de Alejandra Fenochio, invitaba al relax de las imaginarias playas de ese Riachuelo cercano, entre reposeras, sombrillas, frutas, libros y flores que rebalsaron el espectro cromático de un arco iris al que la tormenta todavía no le daba pista. En otro costado del salón, la muestra Salven a las Sirenas, de Jacqueline Tagger, visibilizaba la problemática de la contaminación en el riacho boquense. Y más allá, entre la wiphala que rememoraba el Qapaq Raimi incaico, la gran Fiesta del Sol, y a pesar de las nubes, una estructura de hierro de Carlo Pelella simbolizaba el solsticio del verano. La obra de estos tres anfitriones estaba enmarcada por los murales de otro artista del barrio, Omar Gasparini, los cuales pregnan de una mayor identidad boquense a Los Pibes.

Marta Sacco y Zulma Ducca, organizadoras del ciclo, abrieron el encuentro. La primera leyó un fragmento de la novela Océano mar de Alessandro Baricco. Luego presentaron el primer bloque de lectura en las voces de La Boca y Barracas: Carlos Macagno y Hernán Scorofiz, que coordinan el taller de escritura El Oasis del servicio 17 del Hospital Borda, junto a Ramón Córdoba, uno de los talleristas; la poeta y actriz Marianela Riera, vecina de La Boca que leyó fragmentos acuáticos de su libro Al borde de la noche; y Ricardo Piña, de la cooperativa editorial Eloísa Cartonera, con extractos de un libro de viajes de Diana Bellessi. Mientras tanto, Romina Incarbone oficiaba de clown repartiendo coloridos refrescos a los y las poetas.

Un breve intervalo dio lugar para unas empanadas elaboradas por el Área de Política Alimentaria de Los Pibes, sede del ciclo itinerante en esta ocasión, y espacio donde también funciona la Radio Popular FM Riachuelo. Además, se habilitó el mercadito de libros de Eloísa y Curandera, postales, remeras serigrafiadas y revistas Tokonoma, Ricardito y Al oído.

A su turno, el llamador avisó el inicio de la función de kamishibai, teatro de papel de origen japonés a cargo de Diego Maxi Posadas y María Eva Blotta. La atención se concentró sobre ese mini-escenario de madera por el que se deslizan las imágenes pintadas en papel, arte callejero que nació en el primer cuarto de siglo XX, antes del bombardeo televisivo y atómico. La historia narraba el leve revoloteo de un panadero en su viaje de desprendimiento, mientras la brisa que entraba por las ventanas anunciaba la lluvia incontenible.

En el siguiente bloque, la poeta Claudia Masin leyó el prólogo de su libro de poemas El verano, con una cadencia pausada como el sudor que extrajo retazos de una memoria chaqueña de lapacho, calor de sol terrenal y silencio. Entre el público, el clima redundaba: la saliva se espesó como mercurio y la piel se cubrió de rocío salado. Afuera, la batuta de la orquesta de agua comenzaba a repiquetear el atril. A continuación, Masin invitó al escenario a tres poetas con quienes comparte un espacio de compromiso con la poesía y la política. Fernando Caniza, con No hay tiempo de más, imaginó un apocalipsis versificado en una ventriloquia de canal de noticias; Miguel Martínez Naón leyó un poema en homenaje a "El Nariz", militante desaparecido por la última dictadura, mientras la tormenta tronaba y la lluvia se desataba en una respuesta rabiosa de la historia; y Julia Magistratti seleccionó una serie de poemas de su libro El hueso de la sombra, donde la infancia vuelve para ser huella del presente que revuelve pasado, sombra en el hueso. Por último, Claudia Masin leyó Resistencia, poema dedicado a su ciudad natal y a la acción que significa y resquebraja el molde de la palabra toponímica.

Para cerrar, Zulma Ducca, en voz y guitarra, y María Laura Boscariol, en acordeón y coros, terminaron de darle cuerpo litoraleño al ciclo con El cosechero, de Ramón Ayala, y Esa musiquita, de Teresa Parodi. Apenas quedó tiempo para un breve micrófono abierto en el que Facundo Ruiz, participante en el primer encuentro, recitó poemas viejos y nuevos; y el dúo Valero-Beccaría tocó unos temas norteños dedicados al Ekeko, dios de la abundancia.

El ciclo estacional Arrojas Poesía al Sur, que tomó su nombre del poeta popular de Barracas Jorge Arrojas (1938-2010), comenzó con el otoño y cerró el año con una cosecha suculenta de poesía. A la salida, sobre la calle Suárez y bajo la lluvia estival, un nuevo y pequeño riacho pluvial con lecho de adoquines discurría y sedimentaba las semillas poéticas que germinarán el año que viene. Y así, entre riachuelos correntosos, y como todo ciclo, Arrojas Poesía al Sur reverdecerá una vez más.

lunes, 12 de diciembre de 2011

La porno-pobreza negada




Las dos veces que estuve de cuerpo presente cual hostia en Copacabana, pasé por la inevitable catedral de estilo morisco, tan desproporcionada en relación al tamaño del pueblo del confín boliviano. En ambas ocasiones, en el patio exagerado que antecede a la entrada de la catedral propiamente dicha, pude ver una hilera de cuerpitos achaparrados, mendicantes marchitas de negro, que marcaban el camino hacia la nave principal. Pero en la foto panorámica de Google Earth no aparecen. Por más que giro a un lado y otro, apenas se ven dos vendedoras enfrentadas bajo el portal. Tamaña omisión me convence sobre lo pornográfica que resulta la pobreza, como ya lo sugirieron los cineastas del círculo de Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y Luis Ospina, en su cortometraje Agarrando pueblo. Allí, los caleños parodian a dos documentalistas ávidos de imágenes de la miseria, hambrientos de exhibir jarritos de loza con tres monedas que tintinean como maracas. En la misma línea, ya debe haber quien quiera encontrar a las cholitas en la foto de la catedral y mediante algún vericueto tecno dejarle unos pesos con tan sólo un click de su mouse.

Salvo que todo haya cambiado realmente de unos años a esta parte. “Hemos transformado a Bolivia de un Estado colonial mendigo a un Estado plurinacional digno", dijo Evo Morales, precisamente, hace pocos días en Cochabamba durante la apertura del Primer Encuentro Plurinacional. Tal vez ésta es una foto demasiado fiel (o lamebotas) de ese diagnóstico. O tal vez excede los números de la política y fue retocada con la técnica del Pepe Stalin para que el paisaje sea más pintoresco. De un extremo al otro, de la cruda y vitral sobreexhibición al borramiento que habilita una miseria soft tranquilizadora y turística, la pobreza se banaliza.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Frontera masacre




Estoy posado sobre la frontera. La única terrestre de las antillas que flotan como boyas sobre el Caribe. Haití y República Dominicana. Una frontera en una isla es un forma de aislarse un poco más. Y desde la distancia cenital no se alcanza a advertir que su trazado es un tajo de machete, reguero de sangre y disputas históricas. Recuerdo la reciente independencia de Timor Oriental de Indonesia, campeona en establecer fronteras insulares si le sumamos a Timor la trinacional Borneo y Papúa, tan parecida a La Española haitiana y dominicana en su espejado. Porque ahí estoy, y ahí vuelvo.

Dos pueblitos: Ouanaminthe y Dajabón. Del lado oriental, el damero español, la cuadrícula ordenada. Del occidental, un abigarramiento de ínfimos e infinitos techos, como salpicaduras de Pollock. Los campos también se diferencian. Prolijos, diría una maestra de primer grado, establecidos en chacras y haciendas, del lado dominicano; desperdigados, indefinidos y embebidos de copas de árboles, del lado haitiano.

Ouanaminthe y Dajabón. En 1937 da jabón cruzar la frontera pero no queda otra. Los trabajadores haitianos migrantes, los afrodominicanos, los rayanos, están huyendo, entre la espada y la frontera. Entre la bayoneta y el Río Masacre. Otra vez lecho de huesos, tumba correntosa, toponimia determinante.

Sténio Vincent, el presidente haitiano de descendencia española y tez clara, dio la espalda a la frontera, miró al recientemente retirado invasor norteamericano y acató la orden de preservar la paz con el vecino. Mientras tanto, Rafael Leónidas Trujillo, el dictador que se blanqueaba la piel de herencia afro con polvos, también buscaba blanquear la población de su país: su polvo fue la pólvora; y su Corte, el machete. Y no olvidemos la palabra. Quien no pudiera pronunciar las vibrantes erre y jota de perejil era evidentemente haitiano, por su créole afrancesado, y pasado a kout kouto. La Masacre de Perejil fue el risueño nombre con el que de ahí en adelante se recuerda ese genocidio. El de Trujillo, que fue generalísimo antes que Franco y habló de solucionar el problema haitiano antes de la solución final nazi. Las fronteras son difusas pero pueden marcar el límite entre vida y muerte. Frontera puede significar masacre.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Quién me presta una escalera, para subir a Puerto Madero

De pronto, me sentí parte de la clase alta. No me estaba comprando un jet ski ni me codeaba con modelos en un boliche top. Me estaba deteniendo un prefecto. Perfecto, pensé sonriente. Sonriente también en mis pensamientos.

El ascenso social estaba al alcance del guante de cualquier ladrón de poca monta como yo, aunque se lograra a costa de una porción de libertad. ¿Y eso cómo se corta? No sé, pero la porción que cedí pronto se transformó en, digamos, la mitad o un poco más de una torta de milhojas, así bien secota y plagada de pliegues milenarios.

Luego de un vaso de agua que me aclaró la cabeza y me lavó la sed de la celda, me empezó a rondar una duda: cuál es el requisito para resultar sospechoso a los ojos de alguien, un prefecto si vamos al caso, una persona educada para creerse institución, que con el chiste de conseguir trabajo a como dé se calza una gorra, un uniforme y un fierro y tiene la capacidad de señalar a dedo a alguien que no le gusta y joderle la vida. Todo había sucedido gracias a la existencia de límites, fronteras jurisdiccionales que no se ven pero que, aparentemente, esos secuaces de la letra respetan a rajatabla. Claro, respetan las fronteras de poder; después, cuando lo tienen a uno fuera de la vista de la plebe, de la plebectula, pueden hacer lo que se les cante.

De todas formas yo había buscado levantar sospechas.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Apuntes para el Cambio

Se presentó la revista digital de Economía Política Apuntes para el Cambio, impulsada por jóvenes compañeros y compañeras de este humilde reducto virtual, y desde la que buscan generar un espacio de debate que no se diluya en el mero eco del claustro. Se puede acceder desde acá, leerla on-line o descargarla en pdf. Invitamos a leerla, hojearla u ojearla.
¡Salud y albricias!

Apuntes para el Camio - Revista Digital de Economía Política

Clic Aquí para ingresar a la Revista


Edición de lanzamiento

Apuntes para el Cambio surge a partir de la inquietud de un grupo de investigadores por analizar la etapa actual desde una perspectiva crítica que permita caracterizar el patrón de acumulación de la economía argentina, así como sus principales limitantes estructurales. Se trata de estimular y profundizar el debate, al que se pretende contribuir con el planteamiento, para la discusión, de posibles líneas de acción política que tiendan a impulsar un proceso de desarrollo económico autónomo, dinamizador de un crecimiento inclusivo y sustentable en el largo plazo. Este proceso no puede estar desvinculado de una significativa mejora de las condiciones de vida de los trabajadores y, más ampliamente, de los sectores populares, como modo de revertir la inequitativa estructura distributiva heredada tras casi tres décadas de hegemonía neoliberal.

Hoy resulta indispensable sostener los importantes
avances logrados desde la salida de la convertibilidad,
momento de quiebre a partir del cual se ha alcanzado
un importante y sostenido crecimiento económico
trastocando algunas de las tendencias regresivas impuestas
durante el período 1976-2001 tanto a nivel macroeconómico
y del mercado de trabajo, como en términos de políticas
públicas y sociales. Este es tan sólo el punto de partida; es
necesario avanzar hacia un proceso de transformación
estructural de la realidad socio-económica argentina y de
sus condicionantes históricos. Este es el sentido sobre el
que creemos hay que caminar. No es posible conformarse
con una estructura económica desarticulada, con
persistentes niveles de informalidad y precarización laboral
o con una distribución del ingreso altamente regresiva.

Esta revista es un proyecto colectivo que intentará reflexionar
en ese sentido, desde miradas diversas, no siempre convergentes,
que permitirán enriquecer el debate fortaleciendo una mirada
crítica, siempre necesaria a la hora de ampliar horizontes.
Nuestros aportes intentarán ponerse al servicio de un proceso
de cambio que creemos sólo puede profundizarse desde el interés
y la acción política de los trabajadores en confluencia estratégica
con otros sectores sociales consustanciados con el desarrollo nacional.

Para acceder a la Revista haga clic aquí



APUNTES PARA EL CAMBIO
Revista digital de Economía Política
Año 1 - Número 1
Buenos Aires - Octubre / Noviembre de 2011
www.apuntesparaelcambio.com.ar
revista@apuntesparaelcambio.com.ar

jueves, 3 de noviembre de 2011

Libertad a los taxis




¿Un taxi libre le debe su condición a la Revolución Francesa?, me preguntó Cossio. Qué sé yo, Sandra, no creo. ¿Qué opinará la media de tacheros que suelen escuchar Radio 10 y manejar cuatro o cinco frases por lo general xenófobas?, continuó Sandra Cossio. Ni idea, la verdad. Sandra Esther Cossio estaba dispuesta a averiguarlo. Levantó el brazo ante el primer negro y amarillo con el cartel rojo brillante y el coche se detuvo. Dócil, me susurró Sandra Esther Cossio de Ñorquinco antes de abrir la puerta y subir. Me quedé pensando en los colores con los que reconocemos a los taxis. Negro. Amarillo. Rojo. ¿Una especie de expiación para mantener alejados a negros, amarillos y rojos? Sandra Esther Cossio de Ñorquinco, alias Velita –por los mocos que de chica se le resbalaban de la nariz–, siempre tenía una inquietud contagiosa.

martes, 11 de octubre de 2011

Cosechas primavera al Sur

Un palito salió de su plato como por capricho, rodó por la mesa y cayó desde el segundo piso del bar hacia el escenario que, abajo, se preparaba para un nuevo ciclo estacional de Arrojas Poesía al Sur. El snack remedaba una semilla latente lista para florecer de poesía y música en La Boca. Porque todo verso que se arroja cobra voluntad propia y se hace itinerante. Y quien arroja poesía, puede cosechar primavera.

La versión florida del ciclo tuvo lugar en el bar y espacio cultural Al Escenario, frente a la placita Matheu, que iluminaba a varios grupitos de jóvenes que también festejaban la flor de su edad. Esa esquina de Irala y Lamadrid que en otras épocas albergó el Almacén de Sabina. Dentro del bar, Laura Boscariol invitaba tecleando en su acordeón "Bajo el cielo de Paris", canzonettas italianas y temas de Bregovic, en un contrapunto con los gritos estudiantiles extraviados en la calle que agitaban la incipiente noche igual y clara de equinoccio.
 
Abrieron la actividad Zulma Ducca en voz y Laura Boscariol en guitarra interpretando el tango valseado "Flor de lino". Luego, Marta Sacco, organizadora del ciclo autogestivo junto a Ducca, dio escenario a la mesa de poetas de La Boca-Barracas. Primero fue el turno de Bernardo Torrez Morales, Sofía Camacho, Valentina Bruschtein y Felipe Noel Araya, estudiantes de primaria que integran el Taller de Poesía de la Biblioteca "Alfonsina Storni", el cual funciona en la Escuela Provincia de La Rioja del barrio boquense, y coordina Silvia Castro. La propia poeta patagónica recitó luego unos breves poemas performáticos en compañía de una caja pandoresca que le daba letra. En el mismo grupo, leyeron Carolina Díaz, tallerista de Cooperanza, un colectivo de autogestión que funciona en el Hospital Borda; Daniel Gradar, co-fundador del taller de APOA (Asociación de Poetas Argentinos) y del taller del Hospital Moyano que funciona desde 2007 y del cual tomó el material que presentó: voces de mujeres internas del Moyano grabadas que emergieron en una fugaz y simbólica libertad; y Julián González, poeta y trabajador de la Cooperativa Editorial Eloísa Cartonera, que recitó versos de Luis Luchi editados por ese colectivo boquense.

Luego de una breve lectura alegórica de las primaveras y sus significados variables según latitudes, meridianos y temporalidades, Zulma Ducca presentó la mesa de poetas llegadas desde otros barrios de la ciudad a "la comisura de La Boca", según suele decir Sacco. Victoria Schcolnik, de Palermo, editora de la revista Ventizca y co-fundadora de la Editorial Curandera, leyó una serie de poemas donde los sentidos parecen fundirse en una sinestesia cálida que nivela lo natural con lo amoroso. A su turno, Susana Villalba, poeta y dramaturga, creadora de espacios como Babilonia y La Casa de la Poesía, leyó poemas de su libro de culto Matar un animal que, precisamente, acaba de reeditar Curandera (tensión de miradas, armas y felinos), y resaltó la perturbadora impresión de que, a pesar de no haber estado presentes, los poetas del Borda y el Moyano pudieron al menos hacer un recitado mediado.

La última escena estuvo a cargo de Lala García, recientemente llegada del Festival de Tango Queer de Paris, que cerró cantando algunos temas de arrabal compuestos por mujeres.

La velada llegaba a su fin y una nueva estación comenzaba a celebrarse. Los tres niveles del bar empezaron a ser transitados por el público presente, mientras observaban las obras expuestas de Sophia Veber, que junto con Paco, al mando de las luces, son los dueños del bar. Pero antes, el ciclo cerró con una cantata a coro de "La jardinera", el tema de Violeta Parra que sirvió de fotosíntesis. Un canto a los brotes, los retoños y las flores que crecen desde el pie. Y un homenaje a los estudiantes que son "jardín de las alegrías", como ahora les toca a los del otro lado de la cordillera. Las nieblas del Riachuelo invadieron la noche y el escenario. El palito se ramificó más allá del bar, buscando un extremo y otra estación. El telón se cerró.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Pienso, luego vino (etiquetando etiquetas)


Maurice Merlot-Ponty
"Este merlot tiene cuerpo propio"


Michel Torino Foucault
"La estructura del vino, como la del poder, no existe"


Walter Benjamin Nieto Senetiner
"Mmh, tomar tinto con fruición aurática me dejó una resaca..."

lunes, 29 de agosto de 2011

Peldaños


(Peldaños quiteños diseñados por Escher: para subir con transportador)


[De dos en dos los peldaños, el cuerpo flota grávido de espuma, como en una nave espacial.]

Yo me había negado a las reformas en la reunión de consorcio. No por llevar la contra así porque sí, ¿vio? Pero bueno, a las viejas como yo en el edificio no nos tienen muy en cuenta desde que se mudaron tantas parejitas con nenes chicos. Además, siempre subí hasta el primer piso por ascensor. Si arreglaban las escaleras, yo chocha, total… Imagínese que a esta altura de la vida las várices me revientan y sólo subía o bajaba las escaleras si se rompía el ascensor.

¿Cuándo comenzaron las obras?

Y, debe hacer un mes más o menos, y empezaron justo por el tramo de la planta baja al primero.

[Al principio, el fin era recomenzar el ascenso para volver, que era el verdadero fin (fin sin principio: nunca se percibe en el cuerpo la presión de escalar metros sobre el nivel del mar invisible y lejano; ni siquiera la presión de sumergirse en las entrañas de la tierra).] 

Cuando vino el arquiteto [sic] me pareció un muchacho regio, bien parecido, así como usté [sic], rubión, creo que alemán o austríaco, pero no decía ni jota. 

Le agradezco el cumplido, señora, pero, ¿cómo se dio cuenta de que era extranjero si no dijo una palabra? 

Y, vio que una se da cuenta de los turistas enseguidita. Así con la nariz gorda y roja de las copas que se tomaría. No sé porqué siempre me cayeron simpaticones los señores dados a la bebida. Esos que se les suben los colores a medida que bajan las botellas, ¿vio? 

[Subir arriba se transformó en una contingencia: ya no más pleonasmos. ¿Subir abajo?]

Mientras duró la obra ni me asomé a ver cómo iban los arreglos… Bueno, je, un poquito en realidad, vio de que a veces[sic] la curiosidad pica… No se vaya a creer que soy chusma, eh. 

Por favor. 

Nomás que un día empecé a escuchar ruidos extraños, como de una televisión que se prende y… luces. Sí, ruido de luces, ¿nunca escuchó luces?

(...)

Y de repente, de un día para el otro se hizo un silencio de tumba. Así varios días que estuvimos sin saber qué pasaba. Hasta que a la semana con la Telma, mi vecina del primero, nos asomamos a la escalera caracol para ver cómo había quedado.

¿Y qué pudieron ver?

Nada de nada. Estaba oscuro aunque fuera pleno mediodía, por el todopoderoso se la juro. Ahí fue cuando la Telma bajó para curiosear un poco: la vi doblar despacito con una mano tanteando y después de que se la tragó la curva no volvió a aparecer nunca más. 

[Nunca se piensa en la posibilidad de apoyarse en el lado vertical del peldaño, siempre en la base horizontal; hasta que el vértice se hace horizonte, y no se sabe dónde se pisa, ni si efectivamente se pisa.] 

Dígame, señora, ¿qué la llevó a evitar la escalera? 

Bueno, m’hijo [sic], el instinto femenino que le dicen; pero en realidad, no: fue miedo. Eso que soy curiosa, eh. Pero chusma nunca, no me malentienda. Igual, por favor, eso no lo ponga.

Pierda cuidado. ¿Del arquitecto volvió a saber algo?

No, también se lo tragó la tierra. O la escalera. Así como a los vecinos que se quisieron aventurar para saber qué pasaba. A todos los que se le animaron les hice de testigo, los vi doblar por la escalera caracol, siempre mirándome de costado antes de perderse…

[La voluntad está postergada. El espacio diluye sus puntos de referencia y no hay de dónde aferrarse ni a dónde ir ni a dónde llegar. Ni dónde estar.]

Después probamos todo: yo arriba, al borde de las escaleras para despedir al voluntario valiente que bajaba, y otra persona en la planta baja, al pie de las escaleras, esperando de que llegara [sic]. Pero eso nunca pasaba. A partir de ahí vinieron la televisión, la policía y la gente del gobierno. Bueno, y usté [sic]

¿La policía le contó algo sobre los resultados de la investigación?

Nada de nada. Sé que metieron cámaras con máquinas o cosas raras y apenas daban la vueltita a la escalera se apagaban o se rompían. Almitas de dios, ¡qué maldición!

[En el descenso y ascenso simultáneo es imposible saber si se está del lado de arriba o debajo de las escaleras, como en un espejo.]

Y dígame, ¿qué es lo que piensa usted sobre "el misterio de la escalera del arquitecto"?

Yo creo que el alemán ése hizo un pacto con el diablo, le vendió el alma a cambio de algo. Tal vez todos los que quisieron usar las escaleras terminaron allá abajo, en el infierno mismo. Encima que ahora las tapiaron… Si llega a haber camino de regreso… me da miedo de escuchar [sic] cualquier día de estos a alguien, a la Telma golpear las maderas del otro lado. Vaya a saber cómo vuelve. Si la que vuelve es ella. O alguna otra cosa… No sé, yo igual hubiera seguido usando el ascensor. Si usaría las escaleras [sic] ya estaría en la mismísima miércoles. Ay… por favor, no ponga eso que no me gusta ser malhablada.

Quédese tranquila, que todo lo que usted diga en el diario va a aparecer escrito como si lo hubiera escrito yo, todo prolijamente remendado. 

[...] 

¿En serio? No diga macanas, m’hijo, no me va a decir… Al contrario: usté va a hacer lo que yo le diga. Si ahora es como si yo le dibujara la mano con la que usté escribe lo que yo le estoy diciendo… Ah, sí, querido, es que desde que apareció el arquiteto ése en este edificio las cosas cambiaron, se quebró algo. ¿Nunca escuchó eso de que las apariencias engañan? Bué, ahí tiene. No lo voy a tomar a mal, eh, pero no se me suba al pedestal así como así, porque afuera usté puede ser periodista, pero acá, al pie de estas escaleras, lo parece. Mire que me cae bien, eh, hasta creo que es un buen partido para mi sobrina y todo. Pero no se crea que me va a decir cómo tengo que hablar. Y si usté escribe, bien, yo apenas sé mi firma. Pero no se confíe en que me va a cambiar las cosas que le cuento solamente por escribir algo a su manera. Y si no, pruebe de bajar las escaleras, yo le abro la madera de la tapia. Déale nomás, va a ver que usté piensa que baja las escaleras y que llega a la planta baja. Tal vez le viene bien para bajar los zumos. ¿Le pasa algo de que no habla…? No se me asuste, ya se me va a ir acostumbrando. Déale nomás, vaya tranquilito, que tiene una cara de difunto que no le vuá contar. 

[La razón queda de lado. No hay guía posible. Sólo condena. Condena a vagar con el rumbo que dispone el entorno. Un laberinto escalonado sin salida posible.]




martes, 9 de agosto de 2011

Pescado Podrido

Documental sobre la situación de las y los trabajadores fileteros en Mar del Plata. Un conflicto de larga data y con muy poca difusión que retrata la persistencia del trabajo informal y a destajo en una industria en decadencia. La otra cara de la In-Feliz.

viernes, 15 de julio de 2011

Colombofobia



Los arrullos me despertaron. Luego de varios días sin gorjeos de palomas en mi ventana, ahora los volvía a sentir con energías renovadas, con una sonoridad más potente que la de un reloj despertador. Nada de poéticas alondras; sólo la triste y sucia realidad de las ratas con alas.

Me levanté tambaleando sobre la resaca que me llevaba en corriente hacia el mar abierto. Con brazadas llegué a la puerta de la habitación y el susurro palomar me guió como una boya imaginaria y rítmica a lo largo del pasillo. Cuando giré y contemplé el living, la vi. La paloma estaba sobre la mesa, pataleando entre los papeles y el caos de objetos. Había entrado por el hueco de la persiana, que había dejado semiabierta para que circulara el aire. Reprimí el vómito. La noche anterior había comido unas empanadas de pollo de origen incierto. En realidad eran de la rotisería china que quedaba a mitad de cuadra de la casa del Chori. Lo que era incierto era el contenido. Ya me había llegado el mito urbano del desafortunado que, comiendo una empanada de pollo, se clavó un huesito exótico en el paladar, lo que derivó en la posterior inspección al local que arrojó el resultado de veintitrés ratitas colgando dentro de la heladera. Pero más que pollo o rata, tal vez lo que había comido era paloma. Lo cual me explicaba causalmente dos cosas. Una, que la ignorancia es el mejor antídoto contra las fobias. Y otra, que este bicho que ahora me miraba en tensión alerta, parado sobre una patita de tres dedos de vieja rugosa, venía a vengarse. Decidí ir a volcar todo al baño, dedos mediante; limpiar el estómago y luego resolver el tema alado.

Volví al living, a mi puesto de vigilancia para actualizar coordenadas del ave roedora. Seguía impávida, nuevamente atenta a mi posición con su patita remedando el estilo flamenco, con ese aspecto de carne picada moldeada. Me cagué en Sarmiento en voz alta. El bicho pareció reaccionar y, repentinamente, agitó las alas con un ruido espantoso que me hizo retroceder, mientras me cubría la cara con los brazos en alto. Pero la colombina fue en dirección contraria, hacia la cocina. No le daba para intentar volver a salir por el hueco de la persiana; no, si el dicho que las menta no nació porque sí. Respiré profundo y me acerqué cautelosamente, para intentar abrir la puerta del balcón de la cocina e invitar a la palomita azulgris con tonos verdes a que se retirara.

Fue cuando vi, luego de restregarme unas últimas lagañas, que en una de las patas infames había atado un rollito de papel. Lo que me faltaba, una paloma mensajera. ¿Pero quién me la mandaba? El asco me desbordaba, no iba a ser fácil agarrar al pajarraco para desatarle el rollo. Con el sigilo necesario para que no remontara vuelo de nuevo, abrí la alacena debajo de la pileta y saqué los guantes de látex naranjas. Me los puse a los tumbos y, blanqueando la mente, cacé al bicho del lomo y le arranqué el papel con violencia. Evité mirarla de lleno, pero sentía la fuerza del aleteo germinal que nacía del interior de ese cuerpito frágil, recluido en la palma agarrotada de mi mano. Le di dos vueltas a la llave de la puerta del balcón, la abrí y solté como pedo con regalo a doña palometa hacia los aires. Antes hizo una escala en la baranda del balcón, y rengueando un poco de la pata mensajera, se picoteó un piojo, se sacudió las plumas y despegó sin despedirse.

Corrí de nuevo al inodoro, y esta vez lancé sin la ayuda de mis dedos. La taza blanca patagónica fue la tela porcelanosa perfecta para una serie de trazos abstractos de bilis. Nada de restos de pollo, rata o paloma, que le hubieran dado un acabado más figurativo. Sin recomponerme del todo, mareado como hámster en calesita, regresé a la cocina y con el guante que no me había sacado tomé el rollito que se había caído a la bacha. El nudo ya estaba deshecho, tiré el hilo sobre el mármol de la mesada y desplegué ansioso el papel húmedo. La tinta removida por las gotas de agua decían: llamame urgente 4002-3621.

domingo, 3 de julio de 2011

El ritual del fueguito

Carlos Aldazábal, Marcelo Carnero y Paula Jiménez

Los fueguitos comenzaron a encenderse como una corona de pecas en la oscuridad de Los Laureles. Una nueva jornada del ciclo estacional Arrojas Poesía al Sur, dedicado al poeta barraquense Jorge Arrojas, comenzaba con el invierno. Y los fueguitos, como en el texto de Galeano, colmaban el bar luego de la ofrenda obligada al otro fueguito (arrojas-hierbas-a-la-llama), el del Inti Raymi, que bailoteaba de frío en la vereda, al balanceo del brasero de hierro forjado por Carlos Pellella. La fiesta del Sol también puede encontrar su lugar de celebración en la noche invernal.

Al abrigo de la penumbra, el acordeón de María Laura Boscariol y un texto de Susana Villalva por Zulma Ducca inauguraron el encuentro. En la primera tanda de lectura, Ángel Belmond leyó poesías propias y de compañeros del Taller Cooperanza (del Hospital Borda); y Miriam Merlo, de la Cooperativa Editorial Eloísa Cartonera -que por ahora no escribe poesía pero pinta las características tapas y arma los libros-, leyó poemas de Espíritu de los peones de Cristian Aliaga, argentino que vive en la Patagonia y fue editado por Eloísa. Por su parte, Zulma Torres leyó poemas de Jorge Arrojas.

A continuación, Sara Mamani enhebró imaginariamente el fueguito que crujía detrás del ventanal con su voz salteña y quebradeña y lo trajo al interior del bar. Y en ese entorno de imágenes norteñas en pleno sur, la cantautora se acompañó de charango para regalar un huayno por aquí, una copla por allá y hasta algún aire de joropo venezolano, que gran parte del público siguió a coro, entre los fanales y las copas de vino.

La segunda tanda de lectura reunió a tres jóvenes poetas que leyeron versos urbanos y contundentes, al calor de un tendal de luces (fueguitos, foquitos) y tres velas ardientes. El salteño Carlos Aldazábal, co-fundador junto a Emiliano Bustos de la editorial de poesía Suri Porfiado, leyó primero y, contagiado por su coprovinciana cantante, se despachó con una coplita. Luego fue el turno del boquense Marcelo Carnero, integrante de la editorial Curandera, quien extrajo de su obra una serie de versos descarnados que le agregaron misterio al juego de luces y sombras de la mesa. Cerró la poeta, periodista y psicóloga Paula Jiménez, integrante del Frente de Artistas de la comunidad LGTB, con una serie de experiencias de viajes, postales movedizas de vivencias nómadas.

Otras imágenes difusas y monocromáticas se dejaban mirar al otro lado del bar, como pequeñas vitrinas al invierno inmóvil de la ciudad. Se trataba de la muestra de fotografía estenopeica, realizada con cámaras artesanales y residuales, a cargo de Natacha Ebers, artista del barrio de La Boca.

Para terminar, Marta Sacco, organizadora del ciclo junto a Doris Bennan y Zulma Ducca, leyó el mentado cuento breve de Galeano, "El mundo". Pero el mar de fueguitos continuó ardiendo hasta pasada la medianoche, gracias a los que suelen musicar las noches de Barracas con tangos y chacareras, como el cantor Omar Casas y el guitarrista Jorge "Garantía" Cavallier; y la lectura de otros poetas que tuvieron el micrófono abierto, como Victoria Schcolnik, Alberto Blanco y el recitador del barrio Roberto Flores.

De fondo, sobre el puente ferroviario pasaba el último tren desde Constitución, con sus ventanas vacías y azules, fueguitos helados que esperarán la próxima estación para derretirse en una promesa de sol.


Video: Juan Diego Romairone. Música: "Infancia", del Chango Spasiuk

viernes, 3 de junio de 2011

Hermenéutica de The King of Limbs, de Radiohead



Enredado entre brazos y ramas, que es lo mismo (carne y madera, sangre y savia), el rey de las extremidades abraza y abrasa, que es lo mismo (calor humano, calor vegetal). El espacio cálido dentro del cual nos cobija el monarca espectral está envuelto por una cortina de teclas, ritmos electrónicos y sutilísimas guitarras que sirven de filtros adormecedores. The king of limbs fue lanzado con el comienzo de la primavera europea, a propósito de su mensaje plagado de primigenia naturaleza, que no por nada inicia con un tema llamado Bloom (Florecimiento), un tecladito ramificado que emerge en fade-in desde el silencio y la oscuridad.

Diez años después de Amnesiac, los árboles vuelven a ser protagonistas de la estética del disco. Sobre la cara de la tapa donde va el CD, un bosque deshojado y tenebroso nos mira. Estos árboles vuelven sobre lo anatómico, aunque ya sin los rostros terroríficos en su corteza como en el 2001. Ahora los ojos observan desde fuera de los troncos, apenas sugeridos, descentrados y perdidos en el fondo fantasmal.



La cajita del CD es austera y no tiene libro, pero en una cara interna hay ocho ilustraciones que, a la manera de Backspacer de Pearl Jam, parecen aludir a los ocho temas del disco, con títulos plagados de latinismos, germanismos y nordismos. Este afán clasificatorio recuerda (y refiere explícitamente) a los primeros biólogos iluministas. Los dibujos se alejan de lo urbano y lo tecnológico que caracterizaron la estética en otros elepés. La mitología nórdica del inicio y el fin del mundo son el marco de un disco onírico, sobre el que se tejieron especulaciones acerca de su continuidad. Aquí una propuesta (tal vez forzada) de correspondencia entre canciones y títulos de ilustraciones:

1- Root of roots: la raíz de las raíces es el exacto comienzo de todo, el big bang natural que representa el primer tema, Bloom (Florecimiento). La ilustración es pura arborescencia, un canto reterritorializado a Deleuze y Guattari.

2- Ragnorok: alude al apocalipsis de la mitología nórdica, el ocaso de los dioses encarnado en una guerra entre algunos de ellos, como Thor, Odín y elenco. No parece tener mucho que ver con Mr. Magpie, que evoca la superstición inglesa sobre las urracas (magpies), a las cuales había que saludar para espantar la mala suerte. Pero según la tradición, estando Jesús en su cruz, todos los pájaros fueron a despedirlo menos la urraca, y de ahí su estigma (por incivilizada, digamos). Tal vez en eso haya un atisbo del ocaso de los dioses. De uno de ellos, al menos.

3- Urpflanze: según Goethe, es el ser vegetal que alcanzará la más bella proporción y servirá de modelo morfológico para los demás seres vivientes. Little by little, uno de los mejores temas del disco, podría llegar a encastrar en esta idea. El último pequeño que sale de la caja, como dice la letra, a imagen y semejanza de la urpflanze. Sobre todo si tenemos en cuenta las paternidades recientes de algunos integrantes de la banda, y la bienvenida al mundo explícita que hay en los créditos del CD (This one's for new Henry, Zohar and all our little ones. Hello guys).

4- The king of limbs: este dibujo, especie de boceto de la tapa en el que se ve al supuesto rey de las extremidades (bichejo con brazos entre arácnidos y arbóreos), corresponde al tema Feral (salvaje o silvestre), que es semi-instrumental. La voz de Yorke es apenas un susurro esquizofrénico de hojas secas balanceándose por una brisa gélida, por momentos; y, por otros, es un brote modulado con un sonido grave y tétrico, que aporta un ambiente mezcla de Flash Gordon y Acción Mutante.

5- Axis mundi: el término representa al eje del mundo, un punto de conexión entre el cielo y la tierra, un vaso comunicante entre reinos inferiores y superiores, el famoso ombligo del mundo. En el dibujo se ven esos puntos representados en un cielo planetario por raíces, que también son estrellas y neuronas. Tal vez pueda relacionarse con Lotus flower, la flor de loto, la amapola de la que deriva el láudano, el opio, la morfina, la heroína. ¿Tal vez un modo de viajar a ese confín del horizonte?

6- Codex: parece evidente que refiere al tema del mismo nombre. Una alusión al gran libro de las clasificaciones, al códice romano de tablas de madera, a la palabra latina que hacía referencia al tronco de los árboles. Árboles y libros. El dibujo deja ver un árbol con su raíz y las ramas como brazos, otra vez. La canción más linda del disco, tal vez por triste, tal vez por el viento de los fliscornos, que ondea el ambiente acuático del piano y su letra suicida.

7- Yggdrasil: siguiendo con las palabras nórdicas (¿homenaje a Sigur Rós?), este vocablo impronunciable es el nombre de un árbol de la mitología escandinava, el árbol de la vida que sucede al Ragnarok, al apocalipsis de los dioses. Sus ramas unen los nueve mundos y está amenazado por un dragón y un ejército de gusanos. En muchas de las letras aparece esa imagen del animal alado (ave, urraca, dragón) que agarra, suelta y sobrevuela al narrador. La ilustración, un espectro o ser volador que ensombrece unas plantitas fungosas, corresponde a Give up the ghost, otro de los buenos temas que merece el podio. ¿Un fantasma recorre el mundo? Lo más probable es que sea el eco de un fantasma: un pasado natural perdido pero aparentemente reversible en esa rendición ante el ser de sábana.

8- Arbor philosophica: este nombre del latín mencionaba al árbol del que había nacido la piedra filosofal, elemento o sustancia capaz de transmitir virtudes y poderes mágicos. Acá sí se complica la referencia con Separator, último tema del disco que dio que pensar sobre su condición de separador para una segunda parte que nunca llegó. En todo caso, la letra es el marco que da cierre al sueño que fue el disco; y en la ilustración, las raíces son neuronas y los renacuajos espermatozoidales surgen del árbol (¿a imagen y semejanza?), liberados de su propio sueño, para hacerse reyes del mundo natural. Se cerraría, de esta forma, una gran metáfora acerca del origen de la dominación humana sobre la naturaleza.

Quizás el disco no llegue al olimpo que ocuparon otros de Radiohead pero, a su manera, inaugura una nueva década en la que habrá que esperar qué nos trae la música de nuevo.

Hablando con dos integrantes de Juan Pluma y los Cinema, la poetisa platense Irene Sola y el buda porteño Agustín Valero, sugirieron que los últimos cuatro temas pueden escucharse en primer lugar y luego ir a los cuatro temas iniciales. De hecho en contratapa, ambos sub-conjuntos de cuatro temas están separados por la palabra Radiohead invertida. Y sí, estos dos sub-conjuntos tienen características particulares. Los primeros cuatro temas rezuman ritmos desenfrenados y electrónicos, que al principio pueden parecer inauditos a la manera de Kid A, pero con el tiempo el oído va aflojándose. Y los últimos cuatro, más fáciles de percibir en una primera escucha, tienen un formato más cercano a la canción, algo más melódicas y con algunos toques acústicos. Todas derivas posibles para una escucha arborescente.

lunes, 9 de mayo de 2011

El escritor errante


Cuentos, Roberto Bolaño. Anagrama, 2010.

La reedición de los cuentos de Bolaño, uno de los escritores contemporáneos más celebrados, nos acerca a sus mejores relatos que, en ocasiones, prefiguran lo que serán sus grandes novelas. Con mucho de autobiográfico y una elaborada construcción de personajes, el autor retoma los temas que le dan sustancia a gran parte de su narrativa: la obsesión por los concursos literarios, los escritores errantes, el nomadismo, los regímenes autoritarios y el desierto como metáfora de un oráculo, como lugar a donde desertar, como enigma y espejismo sobre el cual nos reflejamos para encontrarnos con más preguntas.

En los libros incluidos, Llamadas telefónicas, Putas asesinas y El gaucho insufrible (este último póstumo y más disperso que los otros), el escritor chileno-mexicano fallecido en 2003 delinea un universo propio, un entramado de historias y memorias que a veces se rozan y otras se erigen como pequeñas novelas, como en “El gusano”, “Últimos atardeceres en la tierra” y “El policía de las ratas”, que homenajea a un relato de Kafka. La antología suma, además, un breve dodecálogo sobre el arte de escribir un cuento.

*Publicado en revista Veintitrés, Año 13, N° 659. 17/2/2011.

lunes, 25 de abril de 2011

2 de febrero de 2002

El micro se acababa de detener en el camino, rodeado de oscuridad por donde se lo viera. Sus dos faros amarillentos estaban envueltos en una penumbra que podía ser la noche o el fondo oceánico. Pero hasta que no me despabilé del sueño reciente no pude recordar que en realidad estábamos muy por encima del nivel del mar. Muy alto.

Dentro del ómnibus, tan sólo podía percibirse un rejunte de olores dulzones y ácidos, una combinación entre transpiración, coca y cebolla morada que me borró de un plumazo la modorra. De lo que sucedía afuera del ómnibus nada se olía ni se veía ni se oía; apenas se podía sentir en el cuerpo el frío nocturno, la altura y un cierto ahogo.

Necesitaba destejer alguna certeza entre las tramas de silencio y negrura que nos rodeaban. Me acerqué al enigma de la ventanilla, cegada por una lámina de escarcha en su exterior, y con la mano enguantada la desempañé para ver. El motor del micro se encendió de repente y los haces de luz del coche alumbraron algunas rocas sobre la ruta, ahora sí como un faro propio que anuncia los peñascos insalvables. Me derrumbé en el asiento nuevamente. El ómnibus retrocedió apenas y dio media vuelta. Aceleró, pero antes un piedrazo se estrelló en el techo, tan anónimo como la noche que nos rodeaba.

***

Amanecimos en Challapata, a orillas del lago Poopó, supuesto albergue de la Atlántida, hasta donde el micro había tenido que retroceder. Un pueblito ubicado al sur de Oruro que suele ser parada de ómnibus para comprar algo de comer y aprovechar la letrina del comedor, o bien algún descampado impúdico donde el barro cocido de las paredes de las casas se diluye en la pacha que lo vio nacer. De hecho, allí habíamos hecho la última parada la noche anterior.

La luz amanecida que se asomaba en el altiplano alumbraba el marrón adobe uniforme del pueblo, aún dormido y estático como una fotografía, apenas ribeteada por el viento que agitaba una mata de pasto seco o una bolsa enredada en un arbusto. El día que despuntaba pareció envalentonar al coche para volver a enfrentar el obstáculo madrugador que se encontraba más adelante. Los pasajeros también empezaron a presionar al chofer para que retomara su camino y evitara más retrasos. Las coordenadas, los nombres, la situación geográfica y nosotros mismos perdimos el anonimato a la luz gris refractada por las nubes que encapotaban el cielo cercano. El micro retomó el viaje hacia el este. A 36 kilómetros de Challapata, internándonos por los cerros y luego de una curva que giraba hacia la derecha, justo donde la Ruta N° 1 corrige su trazo accidentado hacia el sur potosino, nos topamos nuevamente con el bloqueo que había interrumpido nuestro viaje por la madrugada. La ruta estaba flanqueada por dos serranías bajas y áridas a ambos costados, desde donde se veía un puñado de personas en actitud vigía. Éramos los primeros en llegar, sin invitación, al mitin.

Aguardé durante un rato en mi asiento mientras comenzaba a formarse una larga fila de coches y camiones a ambos lados del bloqueo. El caserío de adobe que había en el lado izquierdo de la ruta pertenecía al ayllu Qaqachaca, y llevaba un nombre inmejorable para las circunstancias: Crucero. Los indígenas se paseaban con sus vestimentas coloridas, sus altos chulos, sus aguayos y sus chaquetas de hilo tejido. Raúl, un pasajero del micro que venía de visitar a su familia de Oruro, fue el primer adelantado que trajo alguna noticia sobre lo que sucedía en el bloqueo.

–Ahí están los comunarios, piden por la tierra, por los papeles; pues les sacan la coca. Y por el diputado que echaron –contó a quienes quisieran escuchar.

Raúl comentó que la protesta era una reacción frente a la destitución del Congreso días antes del único diputado que representaba los intereses cocaleros, un tal Evo Morales; y contra la política de Coca Cero que sostenía el gobierno boliviano presidido por Jorge "Tuto" Quiroga. Según el orureño, el gobierno avanzaba sobre territorio comunitario a pedido de Estados Unidos, y los bolivianos que escuchaban a su alrededor lo acreditaron asintiendo en silencio, aunque con un visible fastidio. Ese bloqueo, como seguramente otros tantos que se desarrollaban en ese momento, era la consecuencia de un largo conflicto en torno a la hoja de coca y sus supuestas implicancias con el narcotráfico, que había llegado a su punto más álgido con la prohibición del cultivo y su comercialización a través de un decreto.

Recordé entonces que durante el mes de enero de 2002, la resistencia a esa medida había provocado varios choques entre soldados y cocaleros en la zona del Chapare, ante el intento de ocupación militar de los campos de cultivo en la zona central del país. Apenas había pasado poco más de un mes de los levantamientos en Buenos Aires que habían terminado con la presidencia de De la Rúa, pero la ebullición popular no era exclusiva de la Argentina. Del diciembre porteño, volví al flashback sobre mi enero de vacaciones en Bolivia y me vi leyendo la tapa de un diario en Uyuni que informaba, en dos recuadros de igual relevancia, la muerte de dos militares en choques con campesinos cocaleros, por un lado, y la muerte del sociólogo francés Pierre Bourdieu, por el otro. Una curiosa combinación que hablaba de mundos lejanísimos entre sí y de leyes tanáticas abismalmente diferentes. Lo cierto es que lo que consternaba a los medios masivos, y se había difundido a los comentarios callejeros durante ese mes, era la furia de los combates que habían provocado la muerte de cuatro soldados en lo que iba del conflicto hasta ese día. Claro que nunca llegó a contabilizarse con exactitud la cantidad de campesinos masacrados. La tensión por aquellos hechos frescos en la memoria parecía flotar sobre aquel paraje inhóspito donde de repente se mezclaban las máscaras de turistas, viajantes e indígenas. El Carnaval de Oruro no parecía que fuera a servir de tregua.

Bajé entonces del micro con la intención de acercarme a los manifestantes para conocer sus demandas por testimonios de primera mano. Mientras me dirigía hacia el bloqueo vi un tipo correr por la falda de un cerro paralelo a la ruta esparciendo un polvo oscuro en su camino. La pólvora siempre fue la herramienta de trabajo de los mineros de Oruro que, a lo largo de sus históricas luchas, también fue utilizada como instrumento de defensa. Antes de llegar a un grupo de indígenas que conversaba quise entrar en confianza con un comunario que pasaba caminando junto a los coches mirando hacia el interior a través de las ventanillas. Le pregunté sobre el reclamo que los reunía: pero sólo hablaba quechua y me mostró el machete. Volví al micro.

***

Hacía casi dos días que estaba sentado en un micro. La idea de volverme desde Cusco hasta Buenos Aires por tierra era la más barata, pero también la más desgastante y larga. Saliendo el jueves por la noche desde la capital incaica, había calculado tres días y medio de viaje, llegando el lunes a la mañana al trajín laboral porteño. Y aunque en ese contexto ya casi ni tenían importancia, las cuentas se me iban deshaciendo.

Aún no se sabía si había negociantes entre los pasajeros de los micros y los conductores de los coches que se habían acumulado en esas horas a uno y otro lado del piquete. Según comentó otro pasajero del micro que había salido de La Paz hacia Villazón, el sábado había sido el día elegido para bloquear la ruta porque evitaban cualquier tipo de represión.

–El ejército está de franco ahorita sábado, nos vamos a tener que quedar acá nomás hasta el lunes –susurró entre seseos resignados.

Cuando el hambre arreciaba, pasado el mediodía, bajé del micro nuevamente a comprar bananas de un camión que estaba varado con un acoplado desvencijado cargado de fruta: seis a un bolivianito. Una ganga que era la única comida del día, porque las pocas casas de Crucero que podían llegar a vender alimentos y bebidas habían cerrado sus puertas en solidaridad con el corte. Sin ir más lejos, los hartos racimos de plátanos volaron como un suspiro. Cinco bananas de tedio no fueron lo mejor en vistas de mi reciente intoxicación. De hecho, unos kilómetros antes de Challapata había tenido que poner el asiento a 90° porque si lo reclinaba me cagaba encima. La sexta banana la abandoné sobre el portaequipaje, encima de los asientos.

En el largo viaje que llevaba me había hecho amigo de Mariano, Rosario y Homero, que también rondaban los 20 años y volvían solos luego de sus respectivos viajes grupales por la ruta juvenil y manuchaísta de Bolivia y Perú. Teníamos que hacer pasar el tiempo porque no había indicios de que el bloqueo fuera a liberarse en el corto plazo. A pesar del poco sueño que llevaba me resultaba difícil dormir. Y el insomnio aburría. El resto de mis compañeros ocasionales estaba en la misma, así que matamos el tiempo como pudimos. Envido, quiero, veintiocho, son buenas, truco, no quiero, un diálogo soporífero y monótono que atentaba contra el momento lúdico de las cartas. No puedo ni mentir, dijo Mariano, precedido de un largo bostezo que coronó cabeceando el respaldo del asiento.

Por su parte, Rosario, estudiante de periodismo, estaba pendiente de saber si los negociantes de los que se hablaba eran tales. Nadie los había visto, y menos aún tratando con los manifestantes. Guiada por su olfato pre-profesional, fue a chequear ese rumor sobre negociaciones que se había extendido desde el principio del parate. Pero volvió con otros rumores que desmentían los anteriores y que también eran difíciles de confirmar. No se veían pasajeros en el piquete y parecía imposible acercarse a los comunarios o dialogar con ellos. Sumergida en su asiento, especie de confesionario improvisado, comenzó a hablar sin que nadie se lo pidiese de su relación con un batero de una banda de rock argentina de renombre. Una linda chica que exponía en vidriera sus desamores frente a tres espectadores varones hambrientos y hastiados.

–El tema es que anduve con un flaco en el viaje –dijo de repente con un tono falsamente preocupado, observando por la ventanilla el horizonte en suspenso, como su última oración. Crucé una mirada cómplice con Homero: los dos parecíamos estar pensando en preparar la misma carnada. Y sin embargo, la libido también estaba atemperada como en un vaso on the rocks. Aunque se estuviera por acabar el mundo, el espacio para el deseo estaba suspendido, todas las iniciativas para tornar un posible apocalipsis más colorido se agrisaban en la apatía, el cansancio y la tensa incertidumbre.

***

La espera continuaba. El telón de fondo altiplano en el que nos encontrábamos parecía servir de soporte a un cuadro de Brueghel. Un fresco intercultural de hormigas entremezclándose sin rumbo, buscando un rincón detrás de alguna piedra para responder a los llamados biológicos, corriendo chismes sobre lo que se discutía en el piquete, bailando involuntarios caporales al son de algún cartucho de dinamita que, en la pequeña quebrada por donde pasa la ruta, resonaba en un curioso eco musical.

El día se debatía entre nubes grises y el bostezo de un sol blanco. Yo en cambio me debatía entre la simpatía que me generaba la protesta y la imposibilidad de charlar siquiera con los protagonistas, más el malestar que arrastraba y, claro, el aburrimiento que la situación generaba. Continuar la lectura del libro que llevaba me resultaba más intrascendente que experimentar el embole de no poder intervenir frente a lo que pasaba detrás de la ventanilla. Para colmo, el frescor del altiplano se hacía sentir y como los choferes no querían abrir los baúles portaequipajes no podía sacar la campera que había dejado en la mochila.

Mientras Mariano y Rosario consiguieron apuntalar una siesta, me quedé charlando con Homero de la carrera de Música de La Plata que estaba cursando, de toda la música que íbamos a escuchar a nuestro regreso y de la alegría indefinida que sería sentarse a tocar la guitarra después de un mes sin ella. Y también de su nombre simpático que salpimentaba un poco esa odisea, no en un mar, pero sí en un país mediterráneo. Eso sí, evitamos el tema de los platos humeantes de comida para no alentar más crujidos estomacales. En un momento, dejó de lado su risa fácil y me miró serio.

–¿Sabés una cosa? –me dijo de repente, preanunciando algo no muy bueno. –En la Isla del Sol, en una zona arqueológica, encontré tirada una llamita de piedra tallada; y me mandé la cagada de agarrarla.

Esperó alguna reacción en mí, pero como me quedé impávido continuó:

–Cuando le conté al dueño del hostel donde paraba, el tipo se sacó. Me dijo que la devolviera a donde la había encontrado, que arrastraba alguna cosa así medio espiritual que me podía perseguir, ¿entendés?

–¿Y la devolviste? –le pregunté mientras mechaba mentalmente su relato místico con alguna maldición que nos hacía padecer esa demora en la ruta.

–Sí, la devolví, pero como estaba lejos del lugar donde la había encontrado, la dejé en la cima de un cerro de ahí cerca, entre las piedras.

En eso, una chica llegó al micro con la noticia –o bien un nuevo chisme que sumaba a esa ensalada de rumores y versiones de variado tipo– de que los indígenas habían endurecido el bloqueo porque un turista les había sacado una foto y los había desencajado. Hasta que no les den el rollo no desbloquean, informó, mientras todos se desesperaban por ir a buscar esa bendita cámara. Yo pensé en la maldita llama de piedra de Homero y tuve un sugestivo pero mínimo escalofrío. Casi una lastimosa autoinflexión emotiva. Agregado al divertido significado místico que podía llegar a encerrar el hecho de que estábamos en el día 2 del mes 2 del 2002. Me sacó de mis devaneos mágicos y escapistas el llanto de un flaco que resultó ser integrante del GEO de Jujuy, preocupado porque no llegaba a tiempo a su trabajo en San Salvador. A pesar de su histrionismo no recibió mayores compadecimientos. Por mi parte, yo debía llegar el lunes al laburo y ya no iba a ser posible. De todas formas, mucho no me importaba eso, sino el vértigo de estar a 4 mil metros de altura en una planicie seca. Y querer bajar de alguna manera.

***

Cerca de las cinco de la tarde bajamos del micro con mis tres amigos de viaje con la decisión de cruzar el piquete. Detrás de nuestro bus había alrededor de quince coches más, que preferían esperar una resolución in situ antes que regresar a hacer base en Challapata. Del otro lado del piquete y en el contracarril había menos micros, pero había que agotar las pocas posibilidades que teníamos de seguir viaje.

Luego de atravesar las primeras rocas, había otro grupo de piedras dispuesto de manera circular para la asamblea permanente que sostenían los integrantes del ayllu. Cuando atravesamos el bloqueo, los indígenas interrumpieron su discusión y nos dedicaron unas miradas silenciosas. Las llamas que pastaban a un costado de la ruta también levantaron sus ojos hacia nosotros. Volví a recordar la llamita de piedra homérica, pero seguir pensando en que toda esa situación era a causa de la desobediencia de algún oráculo no sólo era una postura egocéntrica, sino que desmerecía la lucha y la puesta en juego de los cuerpos en la protesta de esa comunidad kolla. Parecía que éramos los primeros en atrevernos a trazar una tangente en el círculo impenetrable de la asamblea. Una vez del otro lado, consultamos con cuatro o cinco choferes la posibilidad de que pegaran la vuelta e hiciéramos intercambio de pasajeros: que los que iban hacia el norte cruzaran a nuestros micros para volver hacia Challapata y que nosotros hiciéramos lo inverso. Pero resultaba ser una operación muy compleja. Ningún chofer nos contestó, o a lo sumo recibimos una negativa muda con la cabeza. Volvimos a nuestro micro con las manos vacías. Enseguida distintos grupos de personas comenzaron a cruzar el corte con las mismas intenciones.

A poco de haber regresado de la incursión del otro lado del bloqueo, comenzaron a verse movimientos de los comunarios. Iban dando gritos de un lado para el otro mientras se calzaban unos cascos de madera pulida, curvos y con la parte posterior alargada. A los que están cruzando el corte les robaron todo, nos dijo un uruguayo que viajaba con su novia. Y dicen que están abriendo los portaequipajes de los micros, concluyó. Miré ilusionado por la ventanilla el paisaje automotor dispuesto sobre la ruta, pero no pude ver nada de lo que los rumores afirmaban. Mi campera seguiría durmiendo en el baúl del bus.

Mientras tanto, la agitación seguía. Uno de las organizaciones que apoyaba el corte había tenido una disputa con el grueso de los manifestantes y se escaparon detrás de varias detonaciones de dinamita hacia el este. En la parte delantera del coche, un grupo de bolivianos charlaba junto a la puerta sin perder ningún detalle de lo que pasaba afuera. Allí estaba Raúl, que llevaba la voz cantante.

–Este ayllu nunca fue conquistado –dijo con expresión de seriedad hacia los turistas curiosos. –De hecho esos cascos de madera que tienen puestos son copias de los cascos de metal que llevaban los españoles. Y en el Tinku se emborrachan y se matan a las trompadas –sentenció con una severidad que pretendía ocultar o compartir el miedo que sentía.

 –Y por qué no volvemos a Challapata –consultó entre palabras y hojas de coca uno del mismo grupo al chofer del micro.

–Cortaron el paso de regreso también –le respondió sin perder la calma su compatriota, también chajtando unas hojas. La comunión de la coca, origen velado del bloqueo, estaba presente en el escenario del conflicto como un indiferente y tímido susurro de autoafirmación.

A medida que el sol intermitente se escondía detrás de los cerros y la noche se avecinaba, se oían más frases cargadas de preocupación. La acumulación de tensión llegaba a su tope. Bajé una última vez, sacando mis brazos de las mangas del buzo para abrazarme por dentro y mitigar algo de frío, y miré a través del piquete. La ruta se enderezaba en la altiplanicie y la perspectiva dejaba ver una leve pendiente ascendente hacia el horizonte sur, en el que los cerros se dispersaban. La meseta de Vilcapugio, por donde un Belgrano afiebrado de paludismo había tenido que huir de los cañonazos realistas en 1813, se desplegaba anunciando una nueva batalla.

***

El ejército llegó con las últimas luces del atardecer, del lado izquierdo del micro. El primer indicio de su arribo fue el repliegue de los vigías que dominaban los cerros. Ya no se veían personas rondando los coches afuera. La famosa calma previa al ciclón, comentó profético Homero, pero no me daba ni para sonreír. A través de un altavoz, los milicos instaron a los indígenas a que liberaran la ruta. Miré por la ventanilla hacia atrás, donde el camino caracoleaba. La hilera de soldados a pie y camiones militares emergió por detrás de la curva hacia Challapata y sentí una mezcla de contradictorio alivio. No hubiera querido jamás esperar que los milicos vinieran a resolver un conflicto en el que me veía afectado. ¿Iba a tener que agradecerles? Y, peor aún, ¿agradecerles una probable represión? No había indicios de que fuera a existir un diálogo con los qaqachaca. Además, por todo lo que se había contado durante el día era mejor que ni aparecieran. Eso daba para quilombo en serio.

Una turista corrió la cortina de la ventanilla y tomó una foto del contingente militar que se acercaba al bloqueo y a los coches, en un rapto de éxtasis que parecía querer menos atesorar una imagen de ese momento que violar la prescripción fotográfica que había sentenciado la asamblea indígena. Enseguida apareció un soldado que se adelantó a su grupo alertado por el flash y golpeó el vidrio:

–No tomen fotografías –gritó. Y de paso pidió que corriéramos las cortinas, con las consecuentes reprimendas de los pasajeros hacia la fotógrafa incontinente.

–Ya ve lo que pasa, niña –dijo para sí, casi imperceptiblemente, una chola que viajaba en el asiento detrás del mío, ataviada con un saco y un sombrero negros.

–Quédense quietecitos los gringos que el bloqueo controlado está –comentó la otra mujer que se sentaba a su lado, entre bolsas de aguayo con mercadería para vender en la frontera.

–Ya era hora que llegaran, pues –dijo apoltronándose en el asiento a su mujer un coterráneo de los soldados y de los indígenas.

–Esto no va a terminar bien –me comentó Rosario, mientras Mariano, que se había ido a los asientos de adelante del coche giró para mirarnos con un gesto que tampoco auguraba buenas expectativas. Volví a recordar los enfrentamientos de enero y la saña con la que los capitostes del gobierno y del ejército habían informado que iban a perseguir a los responsables de las muertes de los soldados.

Dentro del micro, los militares parecían los salvadores de la situación para algunos de los viajeros. Pero para otros inspiraba una mayor desconfianza que la que habían manifestado sobre los indígenas. ¿A qué precio iban a liberar la ruta?

Pocos minutos después cayó el primer cartucho de gas, justo al lado de mi ventanilla, para dispersar a los bloqueadores. Los mismos gases que hacía poco más de un mes había aspirado por primera vez en la Plaza de Mayo (piquete y cacerola...), el mismo picor en la garganta, sólo que ahora no me sentía partícipe de nada. Una especie de déjà vu que repetía el aspecto formal, pero donde la geografía y los protagonistas eran distintos. Yo tan sólo era un triste y eventual espectador de una represión rural en el medio del Alto Perú, lejos de las diagonales porteñas y los bancos incendiados. Sentí la otredad a flor de piel.

–¡Miren eso! –dijo con sorpresa Homero, señalando hacia la derecha del micro. Los qaqachaca se habían subido a la cima del cerro, a unos cincuenta metros de altura. Allí se formaron en una hilera de cara a la ruta y al ejército, a lo largo de la plataforma montañosa. Los colores de las vestimentas salpicaron la postal enmarcada por la ventanilla del micro, digna de una película de Sanjinés; rojos y fucsias y azules y turquesas y amarillos y verdes absorbían los últimos rayos ocres del sol y le daban un tinte nuevo al paisaje, que contrastaba con el fondo del cielo encapotado. Del otro lado del micro, tras las cortinas de las ventanillas se difundía la cortina de gas lacrimógeno. Hubo un breve momento de tregua y reposicionamiento hasta que los indígenas, desde el cerro, empezaron a proferir sus gritos de guerra y a armar sus hondas, coronados con esos cascos de madera parecidos a los españoles. El cuadro me generó ese nivel de extrañamiento que puede provocar la experiencia de una situación ficticia, como un sueño o una película; esa sensación volátil vino cargada de algo más tangible, una resaca de temor que los hechos de diciembre en Argentina no habían alcanzado. Acá no íbamos a presenciar una protesta de globalifóbicos o de ahorristas afectados por el corralito. Y nadie iba a poder registrarlo.

Luego de los gases, desde la izquierda del micro se oyeron los primeros balazos de goma. Y enseguida una lluvia de piedras respondió desde el otro lado. Muchas impactaron contra el coche, que servía de barricada para el ejército. Inmediatamente, todos los pasajeros tuvimos que tirarnos desde los asientos al pasillo, cubriéndonos las cabezas con lo que hubiera a mano.

Una explosión de dinamita más cercana que las que habían musicalizado el día agitó un poco más los ánimos. La pólvora de los mineros, lejos de horadar las vetas metálicas en las entrañas de una montaña, atronaba la meseta a cielo abierto, buscando volar algún casco o al menos amedrentar a los militares.

Pero no hubo nada de eso. Desde mi ubicación en el pasillo, aplastado por la cholita que había estado sentada detrás de mí y se había arrojado desesperada en el lugar más cercano y protegido que encontró, escuché que los disparos eran más secos y silbantes. De la goma al plomo no hubo escalas. Y ahí se escucharon más gritos, tanto fuera como dentro del micro. Mi pierna estaba trabada por el cuerpo pulposo de la mujer, así que me resigné a permanecer quieto, con la cara sobre la alfombra de goma mugrienta, surtida de franjas paralelas que marcaban la piel. Alcancé a ver a Homero en la misma situación, ciego frente al piso, entreverado en una maraña de brazos, piernas, troncos y cabezas que parecían especial y mecánicamente dispuestas para una orgía. Intenté no desesperarme, relajé mi cuerpo y puse la mente en blanco, tan sólo aguzando el oído para escuchar los pormenores de una batalla desigual que se plasmaba en el celuloide de mi imaginación. Otra vez, como la noche anterior en la que habíamos llegado al bloqueo, debía guiarme por la confusión de los sentidos.

Imaginé a los indígenas parapetándose entre las piedras del cerro, esquivando las balas; los militares dividiéndose, unos subiendo a los tiros al cerro y otros metiéndose entre las casas; las mujeres corriendo con sus guaguas a cuestas; los militares entrando a las casas de adobe que ni puertas para patear tenían; los qaqachaca arrojando las últimas piedras, un diálogo bélico de repente trunco; los qaqachaca en el piso, inmovilizados bajo la punta del fusil; los llantos de los niños; una decena de indígenas caídos en la tierra seca, la pacha sagrada humedecida por una imprevista ofrenda de sangre. Los disparos. Los gritos. O tal vez todo fuera muy distinto, y menos lamentable. Y así las imágenes de mi mente me permitían ver otros finales: una retirada de los qaqachaca, un traslado del escenario de la batalla a una zona más apartada donde acordaban una paz improbable, la dispersión y el regreso de los militares para liberar la ruta y volver a sus casas de adobe, tal vez de ladrillo, en el pueblo o la ciudad.

Un rato después de la balacera, la confusión sonora se fue acallando en la oscuridad de la noche recién llegada. La negrura se tornaba cómplice de la forzada discreción militar. Las voces de guerra se habían retirado por detrás del cerro de la derecha, y apenas se escuchaban algunas órdenes castrenses abajo en el caserío. Poco a poco el pasaje fue incorporándose. Permanecí parado un momento, expectante, esperando una señal. Recién ahí sentí las palpitaciones retumbando dentro de mi pecho, cuando un milico de rasgos indígenas subió al micro y pidió que los ayudáramos a sacar las piedras del camino. ¿Tendría ascendencia de algún pueblo originario de esa región? Seguramente ni le importaba. Como la mayoría, volví a mi asiento y allí me quedé estaqueado y alerta. A esa altura quería seguir viaje, pero tampoco me iba a prestar a ser colaboracionista. El soldado se quedó observándonos uno a uno y descendió del ómnibus. Dos hombres se miraron entre sí y bajaron detrás de él. Cuando uno de los tipos que fue a despejar la ruta volvió, accedimos a una nueva cuota de rumores que circulaba afuera.

–Parece que hubo muertos –le dijo al chofer desempolvando su campera de cuero. Por detrás de la ventanilla apenas se alcanzaban a ver algunas sombras corriendo entre las casas de Crucero. Y el contorno de los cerros recortando el cielo violáceo.

Luego de veinte horas de bloqueo, el ómnibus atravesó ese mojón desacoplado, cruzándose con la fila de coches que venían por el otro carril. Esperé ansioso y pesimista a que se detuviera nuevamente, que otro piedrazo nos hiciera retroceder. No podía ser que estuviéramos en camino nuevamente, así de repente. Resultaba extraño haber pasado de un estático y largo involucramiento visual a una precipitación de los hechos que me arrancaba de un escenario en el que nada había podido hacer y en el que, por lo tanto, no podía haber quiebre alguno. Tenía que convencerme de que la vocación de heroísmo diferida era una estupidez. No se trataba de estar o no a la altura de las circunstancias para justificar esa parsimonia ante lo sucedido, sino de lo accidental e involuntario de la situación y de que no había sido más que un eventual viajero bloqueado. Además, tampoco me iba a estar haciendo el guapo en territorio ajeno. Pero me costaba desentenderme tan fácilmente: había sido un testigo pasajero y fugaz de algo que no sabía todavía bien de qué se trataba. Dentro del micro reinaba el silencio y la penumbra. Ya no veía a mis amigos, pero los podía reconocer atravesando ese mismo silencio testigo de quien vio y escuchó cosas, aún demasiado frescas para reconstruirse. Intenté relajar mi cuerpo de las tensiones que lo habían enervado imperceptibles y volví a sentir frío y hambre. Todavía quedaba un largo viaje por delante. Pero por detrás también quedaba algo, una necesidad de saber, una falta, una impotencia, un dolor. La luz de la cabina del chofer se apagó y, acelerando sobre la recta de asfalto, el coche se metió en un banco de niebla mientras yo caía rendido a las brumas del sueño.

***

Renacer de Bolivia, de Buenos Aires (marzo de 2004): “Sangre en Killakas Asanajaqis. Recuerdan un episodio histórico que marca el camino de retorno al poder (…) La lucha por la tierra y el territorio, fue la causa de la movilización del 2 de febrero de 2002, la nación Jatu Killakas Asanajaqis, conjuntamente con sus autoridades originarias y sus bases, iniciaron acciones en el sur del departamento de Oruro, bloqueando la carretera Oruro – Potosí en la comunidad de Crucero. Por entonces el presidente del gobierno boliviano Jorge Quiroga Ramírez, ordenó que los organismo represivos de la Policía Nacional y el Ejército, se unieran para la contraofensiva que culminó en la “Masacre de Crucero”, aproximadamente entre 70 y 100 efectivos dispararon armas de fuego contra las reivindicaciones del pueblo originario, cuyo resultado fue el fallecimiento del líder Facundo Barcaya y los [diez] heridos (…) hoy considerados héroes de la Nación Jatun Killaka Asanajaqis. Este hecho ha marcado un hito en la historia de los pueblos originarios y como consecuencia de ello las autoridades originarias de JAKISA en coordinación con el Ministerio de Asuntos Indígenas y Pueblos Originarios con el objetivo de recordar la fecha de la masacre como una fecha histórica Indígena, el 2 de Febrero del presente año en la Comunidad de Crucero (a 30 km. de Challapata, carretera Oruro-Potosí) se realizó el segundo homenaje al héroe caído, Facundo Barcaya, y a los heridos de la “Masacre de Crucero” del 2 de Febrero de 2002 y entrega de monumento (…)”.