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viernes, 1 de abril de 2011

Puerta de Ayacucho (de sofistas y rockeros)


¿Qué fue primero, la puerta o el muro?

Mirá, tengo entendido que los Doors son previos a The Wall.

Se quedaron sin ladrillos.

Moraleja moralista: con una banda y un disco te hacés una casa.

Uno de los dos espacios que divide una puerta tendría que estar techado, si no entrás afuera.

Toda banda tiene su techo. Se muere Morrison, se va Waters.

Toc toc, riiiing.

Waiting for the worms.

Una señorita ultrajada que sepa abrir la puerta para ir al baldío.

No hace falta una puerta en un muro; basta con asomarse por arriba, como el pelado de Sumo.

¿Una puerta puede ser más alta que un muro?

Is there anybody out there?

Si el muro divide una frontera, seguro: lo complejo es atravesarla.

Si estás entre la espada y la pared, la puerta es el escape.

La puerta es una metáfora, boludo; una metáfora de sí misma.

Claro, una sobra, un exceso.

Un ex-seso

martes, 13 de julio de 2010

Nomadismos internos

¿A dónde va un indio que no ensille, que no salte en pelos?
¿Al toldo vecino que dista cuadras? Irá a caballo.
¿Al arroyo, a la laguna, al jagüel, que están cerca
de su misma morada? Irá a caballo.
Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles

¿Dónde van los ayacuchenses cuando salen de sus casas? ¿A la farmacia, a la panadería, a la San Miguel, a dar la vuelta del perro? No importa dónde, pero sí importa cómo. Porque donde se vaya, sea a una punta del pueblo o sea al kiosco de la esquina, se saca el auto en la mayoría de las ocasiones. Claro, siempre y cuando se cuente con coche o con chata. Porque si no, existe la bici. La movilidad motora sirve para pispear quién anda por los barcitos y saludar a algún transeúnte aventurado o hasta a quien no se conoce más que de vista, tal vez sólo de cruzarse una y otra vez en la calle. Además, no vaya a ser cosa de hacer de las anchas veredas una peatonal Florida cualquiera. ¡Nooo, zi…!

Cuando cae el sol, entre la merienda y la cena, los autos salen en manada; un rebaño que repite el ritual sin sacrificio del éxtasis móvil y motor. Y quizás ésta sea la característica más propiamente urbana del pueblo. Las horas pico de la vuelta del perro, en las que los habitantes pueblan las calles en busca de sociales casuales y efímeras, tornan al tráfico de las cuadras céntricas, donde se encuentran la mayoría de los bares, en un pulular de lento rodar de coches y embotellamientos de miradas y chismes.

Ese puñado de confiterías que hacen la escenografía de fondo del paseo tienen larga historia y sirven de posta transitoria para los pobladores, según las generaciones y los horarios. La Buen Gusto es la más antigua, en la esquina de Irigoyen y Sáenz Peña. En épocas de aguantar el mostrador marmolado con una buena caña, bajo los tubos de luz blanca y la atención de mozos de fábula, supo cobijar un entrepiso con billares para enpolvar tacos. Pero luego de permanecer cerrada durante la década menemista reabrió con una lavada de cara posmoderna. Su renovado espacio de luces amarillas y cálidas sirven para las previas bolicheras de la juventud, o para el copetín pre o post cena de quienes prefieren el sedentarismo.

Gulliver es la otra confitería clásica, generalmente para un público más maduro, aunque variable, en la esquina de Irigoyen y 25 de Mayo. Permanece abierto durante la casi totalidad del día, aunque sólo haya un parroquiano acodado y encara(ma)do sobre la barra, tejiendo un garabato de baba turbia sobre la madera, al lado de su quinto scotch vacío. Es también el bar del copetín mañanero de los muchachos, antes del almuerzo, momento de jolgorio machote en el cual muy difícilmente pueda verse una mujer atravesando la puerta vaivén.

Las mesas que están en la vereda de La Buen Gusto y de Gulliver sirven de tribuna y vidriera hacia la calle (el famoso voyeurismo exhibicionista). La vuelta del perro, como decíamos, actualmente se hace sobre cuatro o dos ruedas. Y es necesario mantener el perfil hacia los paseantes para no perder ningún detalle ni la posibilidad de regalarle un adiós al muchacho o la muchacha prefijada. La automovilización del levante permite ese acercamiento fugaz que, en el caso de que no sea recíproco, se convertirá en indigna retirada con un leve apoyo del pie en el acelerador. Pero si hay un mínimo gesto complaciente de respuesta del otro lado de la ventanilla (para el cual habrá que contar con una importante capacidad de atención), no queda otra que volver a dar otra vuelta. Y así.

Pero más allá del tanteo persona a persona desde los coches hacia el exterior, también existe un momento para estacionar y entremezclarse en un espacio que sea más o menos del palo y donde haya más o menos gente acompañando el momento. Para lo cual, los autos realizan un estudiado y minucioso peritaje bartolo para estacionar en el lugar más propicio. De esta manera, se puede arribar hasta la esquina reservada para los teen, los veinteañeros y los treintañeros que se le animan a la caravana (y hasta cuarentones [a propósito, ¿no es despectivo que a partir de los cuarenta el sufijo sea tones y no añeros?]). Históricamente conocido como La Vieja Esquina, en 25 de Mayo y San Martín, después llevó los nombres de La Jirafa, Huija y, actualmente, el más atemperado El Pueblito. Ya no es el barcito-boliche que supo ser, donde tocaban bandas y se armaba el cachengue rumbero hasta eso de las cinco o seis de la matina, hora en que era necesario aprontarse para el dancing propiamente dicho. Porque la noche queda más corta que patada de chancho, y muchas veces termina a la hora de poner el lechón en el asador.

El autobar-tour ayacuchense concluye en un boliche reservado para el pueblito cumbiero, sobre la calle Irigoyen, a mitad de cuadra entre 25 de Mayo y Sáenz Peña: es el ex Las Tinajas y actual restó Tiro Loco, que, según el mito, cada tanto regala sucesos de -precisamente- tiros, líos y cosa golda. Y, sobre todo, de autóctonos facones. La estética mexicana termina de darle un aire sonorense o chihuahueño al lugar. Las supuestas trifulcas a veces generan cierto recelo entre algún que otro vecino del bar, como pudo escucharse recientemente en la fila de un kiosco. Y las clausuras no se limitan al pub mexicano-ayacuchense, sino que las sufren todos los boliches por igual, sobre todo por hechos menores. Tal vez imaginando una improbable y prejuiciosa alegoría con un bar de Ciudad Juárez donde suenan narcocorridos, acusen a Tiro Loco de albergar a los transas del pueblo y aledaños; aunque en ese hipotético caso también terminarían haciendo la vista golda. Si total nos conocemos todos.

martes, 20 de abril de 2010

La frikeada del Ternero


El último 9 de abril, Zulma Lobato debió haberse presentado por la noche en un fogón de la Fiesta del Ternero, en Ayacucho. Pero sucesos acaecidos en la porteña Ciudad Gótica ese mismo día privaron al pueblo congregado de su tan ansiada presencia.

Fogón de la Fiesta del Ternero, Ayacucho - Exterior - Noche

Un grupete de jóvenes espera impaciente en la puerta del suburbano fogón "El loro y el ratón" a que el anuncio del pasacalle se haga carne en el asador.

Renato: Che, Zulma se está haciendo rogar, no vine desde Madariaga para esperar tres horas su show.

Ernesto: Sí, yo también le dije adiós a Las Armas por este fin de semana para ver a la Lobato, mi abuelo siempre me habló de ella. Actuó en las de Olmedo y Porcel y le decían "cintura de avispa". Si todavía la mantiene estos 60 km. van a haber valido la pena.

Teo: Más las diez cuadras que tuvimos que caminar desde la Solanet hasta acá, cada vez corren la fiesta más lejos del centro.

Miguel: Sí, bato, con lo que me gustaba mear los portales de las casas, calculo que trajeron la fiestonga para el borde del campo por eso. Se pierden del servicio de riego. Y después se quejan de la sequía.

Venancio: Igual me parece un poco... transfóbico esto de haber corrido la fiesta fuera del perímetro del pueblo, de la Solanet a la avenida Italia... justo cuando viene Zulma, ¿lo pensaron, chicos? Eso deja entrever indicios de discriminación contra las personas trans por parte del municipio. ¿Y por qué no la invitaron al palco del desfile con el intendente? ¿Y por qué no la eligen Reina del Ternero honoraria?

Ruben (irónico): Acá hay gato encerrado.

Venancio (indignado): ¡Qué machistransfóbico!

Miguel: Uh, bato, pintó Borges. Haceme el favor y volvete a la facultad con tus intelectualidades de broli. Andá, semioticólogo de postal. Miren, ahí se está juntando gente frente la casa ésa. ¡Debe estar Zulma in Love adentro! ¡Eeeh, Zulma!

El grupo de veinte personas permanece durante quince minutos mirando absorta el frente de la casa, donde no parece haber movimiento alguno.

Ernesto: Che, me preocupo, ¿les habrá pasado algo en el camino? Todo el pueblo está pendiente de este momento. Después de León Gieco, Divididos y la Bersuit creo que es la visita más ilustre de los últimos años. ¡Con lo que me gustaría ver un espectáculo de revista!

Ruben: ¡Seguís con eso! La Nélida Lobato ya pasó a mejor vida. Esta es Zulma, y todavía tenemos la suerte de poderla disfrutar. (Rascándose la cabeza) ¿A propósito, qué es bien lo que hace?

El tiempo pasa y las copas también. Luego de algunas horas amanece. El escenario es un cementerio de botellas sobre el que nuestros amigos se mueven con dificultad.

Teo (hipando a troche y moche): Shé, qué fiashco (hic) lo de Nélida Lobé, ¿Lobé era?

Renato (pensativo): Lobato in love... lo bato a baño maría... ¡je! Digo, a baño zulma.

Miguel (levantando su dedo índice mientras mea el portal de una casa): A baño nélida, bato. Lo baño a bato... (Tocando el timbre de la casa sin interrumpir el riego) ¡Señora! ¡¿Me deja pasar al baño?!

Ernesto (despertando de un sueño turbio): ¡Aujuuuum! Ey... shhhhigos, agá en el sueño be dijjjjeron que hubo bardo en Buenos Aires con la gobpañía y suspendieron el viajjjjje. Creo que hubo murra entre Juan Garlos Thorry y el cineasta Kieslowsky y el mago Mandrake. Y creo que en el sueño también estaba el hermano de Gustavito López, ése que jugaba al fútbol, y algún artista del catch más.

Mientras tanto, en Ciudad Gótica...



jueves, 29 de octubre de 2009

Ese hombre

Las báquicas de la Fiesta del Ternero en Ayacucho no se limitan únicamente al vino. Desde cerveza hasta caña, las bebidas alcohólicas se consumen tal vez más que la carne, sin límite de edad ni de horario. Es que la carne te deja más atorado que chimango en la pella, explican algunos entendidos en frases hechas.

A primera hora del día pueden verse los restos de la noche anterior: mugre, botellas vacías y rotas, personas durmiendo tendidas sobre las mesas de los puestos de la Solanet, al aire libre. A esa hora sembrada de cadáveres por el éxtasis nocturno, las familias comienzan a pasear por los fogones, en busca del almuerzo carnívoro, sea para llevar o para comer en la misma peña, escuchando algún payador, algún émulo de Horacio Guarany, o bien la música símil karaoke de Lucho y su Teclado.

Pero por la noche, la nafta alcohólica levanta los cuerpos de las mesas y la avenida principal vuelve a ser un desfile de hormigas sedientas, un carnaval de insectos sin reglas ni comparsas. El ciclo se repite y los jóvenes vuelven a marcar el territorio.

Tal vez fue por eso que una de esas noches madrugadas, en 2007, mientras bailaba al ritmo de alguna cumbia bajo el efecto de los efluvios etílicos, me llamó la atención un viejito que se balanceaba alegre entre la multitud adolescente. Casi a las cinco de la mañana, el contraste era evidentemente llamativo. Pero fue otra cosa lo que me dejó absorto y sin poder quitarle la mirada de encima. Su cara me sonaba, pelo blanco en los costados de la cabeza calva, ojos claros, de contextura gruesa y cerca de los ochenta años. Era Jorge Julio López. Aunque, en realidad, no podía ser él, claro. Intenté convencerme de que yo no estaba en mis cabales. Lo miré fijo durante un minuto más, hasta que la adrenalina me dejó completamente sobrio. Mis ojos no me engañaban. Era la imagen que había empezado a circular del testigo de la causa contra el represor Miguel Etchecolatz, que había vuelto a desaparecer hacía siete meses. Esta vez, parecía que definitivamente.

Como no confiaba de mi sola impresión, tomé del brazo a un amigo, el que estaba más cerca, y le compartí mi alarma. Lamenté que lo mirara y se quedara congelado como yo. Poco a poco, hicimos correr el rumor entre los conocidos que estaban por ahí. Había que ir a preguntarle algo. ¿Y si estaba perdido? ¿Y si le había agarrado algún tipo de amnesia y se había marchado a vagabundear por ahí?

Decidí hablarle. Me acerqué tan lenta y alevosamente, en el medio del baile humano, que antes de llegar a donde estaba, el viejo detuvo su danza entre las chicas, me miró de reojo y se le borró la sonrisa. Me sentía flotando como una cámara haciendo zoom hacia el misterio de un rostro. Intenté captar su último esbozo de alegría e imprimírselo a mi cara para caerle simpático. No sabía qué decirle.

-¿Todo bien?
-Sí.
-¿De dónde es?
-De acá, de Lobería.

También pudo haber sido Madariaga, Las Flores o Rauch, ya ni importa. El fervor nocturno me ayudó a contrarrestar la tensión. Pero no sabía cómo sacarle sus datos para saber quién era de la manera menos inquisidora. Algunos amigos me miraban de cerca expectantes. Yo seguía sonriente, alternando la mirada entre ellos y el viejo. Un gusto, me presenté, y le dije mi nombre. Igualmente, contestó sin más. No podía sacarle nada si no era explícitamente. Tuve que sostener mi cara de empleado de Mc Donalds para la pregunta de rigor, cómo era su nombre, que brotó arrebatado como el gorjeo de una canilla:

-Asdrúbal.

Respiré aliviado y hasta dejé de verlo parecido al identikit, aunque más por querer convencerme de que el tipo no era quien yo pensaba. Por último le pregunté si andaba solo y me dijo que sí, que venía siempre a la fiesta. El diálogo ya había quedado trunco. El viejo estaría pensando que me lo quería levantar. Antes de poder despedirlo y volver a mi estado anterior, me tironearon del brazo.

-Che, lo acaban de atropellar al Cuchu. Se le partió la dentadura.

En el revuelo de los amigos que fueron a ver qué había pasado y cómo estaba el Cuchu, me quedé mirando a ese hombre. Ya no sonreía ni bailaba. Estaba parado solo, recibiendo las primeras luces del día con sus ojos húmedos y atardecidos.

sábado, 6 de junio de 2009

Ayacucho, tierra de muertos

Una típica ruta tendida sobre la pampa, la 29, a falta de vías en buen estado, es la única forma de llegar a Ayacucho. Uno de los partidos más grandes de la provincia de Buenos Aires, y de los menos densos, preanuncia la entrada a sus pequeños y escasos pueblos con los carteles arrancados de las que fueron sus estaciones de tren. Al costado del asfalto surgen perpendiculares los caminos que se internan en la inmensa pampa con la señalética ferroviaria: Udaquiola, Langueyú, Solanet, y el tren-micro los deja atrás como falsas estaciones olvidadas. Luego, la rotonda con Ayacucho en grandes letras blancas, cuyo nombre, al borde de lo que fue el límite mapuche, homenajea a la batalla en una lejana ciudad peruana con nombre quechua: tierra de muertos. El último bastión realista de Sudamérica. Los nombres son referencias de referencias, metáforas casi infinitas que en la perspectiva nietzscheana nos hacen olvidar el origen, la matriz significativa. Pero la toponimia nos regala estas paradojas.

Los 15 mil habitantes del pueblo sólo pueden salir de ahí con la chata o con el monopolio que ostenta la empresa de ómnibus Río Paraná. La estación de tren de Ayacucho está museificada para la foto, con su tanque de agua centenario coronándola. Desde 1998, y después de veinte años, los trenes habían vuelto a balancearse dificultosamente por los rieles. Pero el idilio volvió a sumergirse hace tres años en el sueño de los durmientes, ausentes de las vías.



Partusa carnal

La sede de la Fiesta Nacional del Ternero y Día de la Yerra, tiene como fundador a un tal Zoilo Miguens, bien gauchazo, paizanazo, bah, hazendado, noooo zi (casi un personaje de ficción que cualquier relación que tenga con el de la Rural, el real, es pura e irónica coincidencia). Es de suponer que la mayoría de los ayacuchenses está con el "campo", porque allí se está en el "campo". Pero aun así las internas relucen, como en la edición '08 de la Fiesta, en la que los ruralistas hicieron un boicot a la celebración con consignas como "Nada que festejar". Hacendados que se apropian -como sus antepasados de las tierras- de frases simbólicas que los pueblos originarios levantaron contra el ensalzamiento de los 12 de octubre.

En la edición '09 De Ángeli desfila junto a las aspirantes a princesas y reina del ternero, saludando con la técnica mimética "franela sobre vidrio imaginario". A su lado en el palco, el abonado a fiestas y cárteles De Narváez. Una fiesta "politizada", podrían decir (pero claro, en este caso no) los medios. Globos negros luctuosos flotan sobre el pueblo el día del desfile: este cronista se pregunta si muchos terneros habrán sido sacrificados para alimentar a los paseantes y a una tierra ávida de muertos. Pero en los fogones y en las peñas el tufillo de una politización anti se confunde con el aroma a asado y las respuestas quedan clarificadas.


Las aspirantes a reina han decrecido en número, aunque no en calidad (casi como la carne de los fogones). Lo que antes podía ser un símbolo de prestigio o belleza pasó de moda entre la muchachada. Los jóvenes se alejan del pueblo una vez terminada la secundaria, muchos para no volver más que para alguna visita navideña.

El comentario por sobre la información

El único diario ayacuchense es La Verdad, una muestra viva del periodismo gráfico de la primera mitad de siglo XX. Su amplia sección de Sociedad es imperdible. Entre otras perlitas, se puede destacar un aviso publicado en octubre pasado: "Busco compañera de viaje para tour por Brasil. Gastos pagos. o2293..." Un aplauso para el/la solicitante.

Pero la información en el pueblo está centralizada por el ámbito familiar, y se concentra en los almuerzos y cenas. Las comidas son el momento de encuentro a partir del cual los ayacuchenses se cuentan rumores, chimentos, novedades y noticias ajenas. Casorios, engaños, nacimientos, muertes, accidentes y golpes de suerte se exponen sobre la mesa como secretos ajenos dignos de compartirse.

El habla ayacuchense urbano, o bien pueblerino, tiene, además de palabras muy propias (nativas, si nos pusiéramos en un rol estrictamente antropológico a lo Malinowski), una particular tonada con acento agudo en la última sílaba; la cual armónicamente sería una 4ta. con respecto a la anteúltima (la tónica), con lo que le imprime a la frase un tono interrogativo. Qué gauchito [lindo, copado, copante]. Qué linda canopla [cartuchera]. Alcanzame el cintex [cinta adhesiva]. La oralidad ayacuchense es digna de un pentagrama. Más si se tiene en cuenta la escuela de música que el pueblo alberga, de la que han salido excelentes exponentes.


Ayacucho y sus fronteras

"Yo llevé un moro de número, / sobresaliente el matucho, / con él gané en Ayacucho / más plata que agua bendita, / siempre el gaucho necesita / un pingo pa' fiarle un pucho".

Ayacucho tiene el alias "Ciudad de las Rosas", por su plaza central con algún que otro rosal (alias pretensioso en sus dos vocablos). En torno a la plaza, como en la mayoría de los pueblos, domina el panorama una iglesia descomunal y desproporcionada, la municipalidad y los bancos. Pero Ayacucho se regodea en el historial que lo ubica como el único lugar que menciona el Martín Fierro (José Hernández fue amigazo de don Zoilo Miguens y se cuenta que éste le facilitó dinero para la primera edición); y como la cuna de los caballos Gato y Mancha, aquellos que cruzaron todo el continente hasta llegar a New York en los años veinte. También el gran Osvaldo Soriano lo menciona en La hora sin sombra, en el recorrido bonaerense de un típico personaje solitario e itinerante suyo.

La hora de la siesta (la hora sin sombra) transforma a Ayacucho en una auténtica tierra de muertos. Con suerte uno puede toparse con el loco del pueblo. El cri cri de grillos mudos de sol es estridente; hasta la ausencia del loro es patente. Da gusto bajar a alguna de sus anchas calles, características del pueblo, mirar a ambos lados y en una esquina elegir uno de los cuatro vientos hacia el cual alejarse, como en el Martín Fierro. Y aunque pueda resultar necesario cambiarse el nombre, a Ayacucho siempre se vuelve.

jueves, 5 de marzo de 2009

Equidad de especies



Todo indica que en algunas estaciones de tren de la provincia bonaérea, la lucha de algunas especies animales le ganó la pulseada al feminismo. Por ejemplo, en Ayacucho se espera una oleada inmigrante proveniente de China, y en atención a sus potenciales mascotas, éstas podrán disponer de los servicios sanitarios como ya lo venían haciendo los señores. ¡Felicitaciones a todos los osos!

lunes, 9 de febrero de 2009

Postal del poder



Las callecitas de Ayacucho tienen ese qué sé yo. Un saber en realidad ajeno, que organiza el espacio, pero del cual podemos reapropiarnos. Ese saber que, como dijo Michel "Torino" Foucault, y simplificando, es poder. En nuestro divagar por la urbe rural del sur de la provincia de Buenos Aires, intentamos atender a los detalles benjaminianos, a los fragmentos que delatan grandes constelaciones, esos relámpagos de indeterminación (o sobredeterminación, según cómo se lo vea) que iluminan verdades fugaces y escurridizas.
Era de prever que caminando por una calle que se llama Poderoso nos íbamos a topar con algo. Antes de pensar si el nombre de la calle era un homenaje a un buque, al koinor, o a aquella persona que se ufana de su investura de poder, Ayacucho, tierra de muertos en quechua, nos regaló una señal de que la tumba de los poderosos está en constante proceso de excavación. El poder, o Poder, aunque no lo veamos, siempre está. Pero cuando lo vemos, cuando lo sorprendemos en un flash inasible, puede mostrar y expresarnos sin quererlo sus debilidades. La microfísica a flor de piel nos hace preguntarnos, ¿quién tiene el poder: he-man(/she-ra) o it-town? Personal o impersonal, impartido por los que lo ejercen o subvertido por quienes se lo apropian y lo desvían de su cauce controlador y pretendidamente ubicuo, esa red de poderes en tensión se manifiesta en números que nombran propiedades, nombres que numeran calles y espacios planificados para ser transitados de una manera ordenada por cuerpos no dóciles, pero sí perdidos en una ficción impuesta. Sin embargo, esa trama también se expresa en todos los usos y abusos que podemos efectuar sobre un espacio dado y cuyas directrices podemos hacer estallar en su continente como una botella devenida molotov.
Los números que pretenden ordenar un oasis de cemento en un desierto de pasturas y los nombres que se extienden sobre las calles de un pequeño felpudo asfáltico que bienviene a la pampa, se diluyen en la resistencia corporal, en la crítica que ejerce el libre albedrío. Así nos debatimos entre la literalidad y lo metafórico que exuda la composición de una placa numérica que se cae y un nombre apuntalado precariamente. El significado es equívoco como todos, pero la ciudad letrada, como la llama Ángel Rama, en su afán de ordenamiento, deja entrever sus falencias a la hora de aspirar al control absoluto. Estos tropiezos del poder se traducen en resquicios de poesía que, a veces, pueden liberarnos brevemente de las cadenas de la brújula. Y esas experiencias reales pueden permitirnos crear nuestras propias ficciones para ponerlas en común, en una especie de mito destructor refundante.