Pixote hace recordar a Zé Pequeno. Pero al enfrentar sus historias, caemos en la cuenta de que la inversión del espejo es el nexo de ese recuerdo. Zé Pequeno, el niño pistolero que en los setenta marcó su territorio en la favela carioca Cidade de Deus, es narrado como evocación en la película del mismo nombre. Pero Pixote, nacido personaje de ficción y tan parecido en algún aspecto al de Cidade de Deus (en el de la niñez, en el de la pobreza, en el del clima de violencia que los rodea), emergió del celuloide en la forma de su actor para tomar ese relato y hacerlo propio.
El niño que encarna a Pixote en el film homónimo de Héctor Babenco (Pixote. A lei do mais fraco, 1981) parece haber representado involuntariamente en la realidad lo que la película enunciaba sobre el vértigo de la infancia en las favelas brasileñas. Tal como Don Quijote actuó a conciencia (una conciencia fuera de los límites de la cordura, podría argüir un trasnochado positivista), representando en su vida las aventuras con las que se topaban los personajes de los libros de caballería que leía. Pero a diferencia de lo que fue a conciencia en el hidalgo caballero de La Mancha, el desciframiento del mundo que Pixote buscaba sin saberlo o aun sin buscarlo -la vivencia del hecho representado en la película-, la iba a encontrar en su propia muerte.
Fernando da Silva Ramos, el joven que continuó la puesta en escena de su personaje célebre en la realidad, luego de saborear de un día para el otro la fama y la frustración que el star system le tenía preparado, murió baleado por la policía paulista en agosto de 1987, a sus 19 años. La nota que informó sobre el hecho en la sección Policiales fue como tantas otras que, en cualquier país latinoamericano, ayer y hoy, es el fundamento dinosaurio para que los propietarios de la seguridad agiten una baja en la edad de imputabilidad. Y para quienes este film no es más que propaganda garantista que muestra "la humanidad" de niños delincuentes. De hecho, la frase sobre la que se cimienta el film Pixote es "El hombre es bueno por naturaleza... la sociedad lo corrompe".
Da Silva, como el Quijote, es el otro que la sociedad contempla, de refilón, cómo hace equilibrio en la medianera que separa lo tolerable y lo visible de la impuesta marginalidad. Ya sea por su locura o por su inclinación delictiva ante la carencia de otro sustento, según las épocas y sus regímenes de visibilidad y decibilidad particulares. Los molinos de viento giran sobre su eje: pasan a ser la metáfora de la espalda que la sociedad entorna a estos personajes que malabarean en los límites de lo visible; y a veces ellos mismos se manifiestan como alucinación, como una nueva representación alienada y peligrosa que la sociedad fabrica y manipula a su conveniencia. Mientras que estos personajes no fueron más que en busca de sus mundos paralelos con la esperanza de encontrar una iluminación; guiados por esas representaciones que depositaron su ilusión en un resquicio de lo Real.