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martes, 11 de diciembre de 2012

Puente colgante



Centroamérica se nos muestra en los mapas como la metáfora de un puente, angosto y sinuoso, que une Sudamérica y Norteamérica. Un puente que, en el imaginario, está lejos de ser el levadizo de los castillos medievales y se acerca más bien a uno colgante, con todos los peligros y miedos propios del mismo. Y como en todo puente, hay un movimiento que lo transita constantemente y que, en este caso, es mayormente unidireccional.

Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), los países latinoamericanos con mayor cantidad de población migrante son los de Centroamérica, el Caribe, Colombia y México. Un dato curioso si tenemos en cuenta que Colombia y México son los dos polos del puente de tierra centroamericano. Y más todavía, si tenemos en cuenta que el narcotráfico en Centroamérica está dominado por los carteles de esos dos estados que cumplirían una especie de rol de “aduanas”: los colombianos dominan el margen del Océano Atlántico; y los mexicanos, la orilla del Pacífico. Esos dos océanos que flamean representados en las franjas azules de las banderas de las repúblicas de la región. Asimismo, el 90 por ciento de la droga que llega a Panamá desde Colombia, atraviesa el continente centroamericano hasta los Estados Unidos.

Gran parte de los migrantes centroamericanos busca como destino final los Estados Unidos, ese “sueño americano” en el que intentarán encontrar las mejores condiciones de vida y de trabajo que el desarrollo desigualmente combinado del capitalismo otorga a los países más industrializados. Y desde el cual enviar remesas a sus familias. “Remesas económicas, y también culturales y sociales como las maras”, acota Josefina Ludmer. Pero para llegar a destino por tierra deben sortear innumerables obstáculos, que en el mejor de los casos obliga a los viajeros a permanecer en otro país intermedio en el cual, tal vez, no hay grandes trabas residenciales y pueden encontrar algún empleo temporario. Y en el peor de los casos, son reclutados como sicarios por carteles del narcotráfico, abusados, extorsionados, secuestrados o asesinados.

Ese puente metafórico es un mosaico de Balcanes y volcanes, una plataforma de tierra y accidentes geográficos que supo estar integrada en una República Centroamericana durante el siglo XIX, y cuya unión, a fuerza de luchas y utopías, todavía hoy repercute en las memorias de estos pueblos que construyen transnacionalismo a cada paso.

Como una pasarela que empieza a ensancharse para anunciar la inminente llegada al Río Bravo, México es la última parada para muchos de quienes se aventuran en esta odisea y llegan lejos. Qué mejor imagen que las de Roberto Bolaño en su monumental novela 2666, en la que el paradójico desierto (poblado de asesinos, migrantes que esperan su chance de cruzar y mujeres indefensas) que sirve de frontera con los Estados Unidos está sembrado de muerte y de maquilas. Insignes flores de la aridez.

lunes, 12 de diciembre de 2011

La porno-pobreza negada




Las dos veces que estuve de cuerpo presente cual hostia en Copacabana, pasé por la inevitable catedral de estilo morisco, tan desproporcionada en relación al tamaño del pueblo del confín boliviano. En ambas ocasiones, en el patio exagerado que antecede a la entrada de la catedral propiamente dicha, pude ver una hilera de cuerpitos achaparrados, mendicantes marchitas de negro, que marcaban el camino hacia la nave principal. Pero en la foto panorámica de Google Earth no aparecen. Por más que giro a un lado y otro, apenas se ven dos vendedoras enfrentadas bajo el portal. Tamaña omisión me convence sobre lo pornográfica que resulta la pobreza, como ya lo sugirieron los cineastas del círculo de Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y Luis Ospina, en su cortometraje Agarrando pueblo. Allí, los caleños parodian a dos documentalistas ávidos de imágenes de la miseria, hambrientos de exhibir jarritos de loza con tres monedas que tintinean como maracas. En la misma línea, ya debe haber quien quiera encontrar a las cholitas en la foto de la catedral y mediante algún vericueto tecno dejarle unos pesos con tan sólo un click de su mouse.

Salvo que todo haya cambiado realmente de unos años a esta parte. “Hemos transformado a Bolivia de un Estado colonial mendigo a un Estado plurinacional digno", dijo Evo Morales, precisamente, hace pocos días en Cochabamba durante la apertura del Primer Encuentro Plurinacional. Tal vez ésta es una foto demasiado fiel (o lamebotas) de ese diagnóstico. O tal vez excede los números de la política y fue retocada con la técnica del Pepe Stalin para que el paisaje sea más pintoresco. De un extremo al otro, de la cruda y vitral sobreexhibición al borramiento que habilita una miseria soft tranquilizadora y turística, la pobreza se banaliza.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Frontera masacre




Estoy posado sobre la frontera. La única terrestre de las antillas que flotan como boyas sobre el Caribe. Haití y República Dominicana. Una frontera en una isla es un forma de aislarse un poco más. Y desde la distancia cenital no se alcanza a advertir que su trazado es un tajo de machete, reguero de sangre y disputas históricas. Recuerdo la reciente independencia de Timor Oriental de Indonesia, campeona en establecer fronteras insulares si le sumamos a Timor la trinacional Borneo y Papúa, tan parecida a La Española haitiana y dominicana en su espejado. Porque ahí estoy, y ahí vuelvo.

Dos pueblitos: Ouanaminthe y Dajabón. Del lado oriental, el damero español, la cuadrícula ordenada. Del occidental, un abigarramiento de ínfimos e infinitos techos, como salpicaduras de Pollock. Los campos también se diferencian. Prolijos, diría una maestra de primer grado, establecidos en chacras y haciendas, del lado dominicano; desperdigados, indefinidos y embebidos de copas de árboles, del lado haitiano.

Ouanaminthe y Dajabón. En 1937 da jabón cruzar la frontera pero no queda otra. Los trabajadores haitianos migrantes, los afrodominicanos, los rayanos, están huyendo, entre la espada y la frontera. Entre la bayoneta y el Río Masacre. Otra vez lecho de huesos, tumba correntosa, toponimia determinante.

Sténio Vincent, el presidente haitiano de descendencia española y tez clara, dio la espalda a la frontera, miró al recientemente retirado invasor norteamericano y acató la orden de preservar la paz con el vecino. Mientras tanto, Rafael Leónidas Trujillo, el dictador que se blanqueaba la piel de herencia afro con polvos, también buscaba blanquear la población de su país: su polvo fue la pólvora; y su Corte, el machete. Y no olvidemos la palabra. Quien no pudiera pronunciar las vibrantes erre y jota de perejil era evidentemente haitiano, por su créole afrancesado, y pasado a kout kouto. La Masacre de Perejil fue el risueño nombre con el que de ahí en adelante se recuerda ese genocidio. El de Trujillo, que fue generalísimo antes que Franco y habló de solucionar el problema haitiano antes de la solución final nazi. Las fronteras son difusas pero pueden marcar el límite entre vida y muerte. Frontera puede significar masacre.

lunes, 25 de abril de 2011

2 de febrero de 2002

El micro se acababa de detener en el camino, rodeado de oscuridad por donde se lo viera. Sus dos faros amarillentos estaban envueltos en una penumbra que podía ser la noche o el fondo oceánico. Pero hasta que no me despabilé del sueño reciente no pude recordar que en realidad estábamos muy por encima del nivel del mar. Muy alto.

Dentro del ómnibus, tan sólo podía percibirse un rejunte de olores dulzones y ácidos, una combinación entre transpiración, coca y cebolla morada que me borró de un plumazo la modorra. De lo que sucedía afuera del ómnibus nada se olía ni se veía ni se oía; apenas se podía sentir en el cuerpo el frío nocturno, la altura y un cierto ahogo.

Necesitaba destejer alguna certeza entre las tramas de silencio y negrura que nos rodeaban. Me acerqué al enigma de la ventanilla, cegada por una lámina de escarcha en su exterior, y con la mano enguantada la desempañé para ver. El motor del micro se encendió de repente y los haces de luz del coche alumbraron algunas rocas sobre la ruta, ahora sí como un faro propio que anuncia los peñascos insalvables. Me derrumbé en el asiento nuevamente. El ómnibus retrocedió apenas y dio media vuelta. Aceleró, pero antes un piedrazo se estrelló en el techo, tan anónimo como la noche que nos rodeaba.

***

Amanecimos en Challapata, a orillas del lago Poopó, supuesto albergue de la Atlántida, hasta donde el micro había tenido que retroceder. Un pueblito ubicado al sur de Oruro que suele ser parada de ómnibus para comprar algo de comer y aprovechar la letrina del comedor, o bien algún descampado impúdico donde el barro cocido de las paredes de las casas se diluye en la pacha que lo vio nacer. De hecho, allí habíamos hecho la última parada la noche anterior.

La luz amanecida que se asomaba en el altiplano alumbraba el marrón adobe uniforme del pueblo, aún dormido y estático como una fotografía, apenas ribeteada por el viento que agitaba una mata de pasto seco o una bolsa enredada en un arbusto. El día que despuntaba pareció envalentonar al coche para volver a enfrentar el obstáculo madrugador que se encontraba más adelante. Los pasajeros también empezaron a presionar al chofer para que retomara su camino y evitara más retrasos. Las coordenadas, los nombres, la situación geográfica y nosotros mismos perdimos el anonimato a la luz gris refractada por las nubes que encapotaban el cielo cercano. El micro retomó el viaje hacia el este. A 36 kilómetros de Challapata, internándonos por los cerros y luego de una curva que giraba hacia la derecha, justo donde la Ruta N° 1 corrige su trazo accidentado hacia el sur potosino, nos topamos nuevamente con el bloqueo que había interrumpido nuestro viaje por la madrugada. La ruta estaba flanqueada por dos serranías bajas y áridas a ambos costados, desde donde se veía un puñado de personas en actitud vigía. Éramos los primeros en llegar, sin invitación, al mitin.

Aguardé durante un rato en mi asiento mientras comenzaba a formarse una larga fila de coches y camiones a ambos lados del bloqueo. El caserío de adobe que había en el lado izquierdo de la ruta pertenecía al ayllu Qaqachaca, y llevaba un nombre inmejorable para las circunstancias: Crucero. Los indígenas se paseaban con sus vestimentas coloridas, sus altos chulos, sus aguayos y sus chaquetas de hilo tejido. Raúl, un pasajero del micro que venía de visitar a su familia de Oruro, fue el primer adelantado que trajo alguna noticia sobre lo que sucedía en el bloqueo.

–Ahí están los comunarios, piden por la tierra, por los papeles; pues les sacan la coca. Y por el diputado que echaron –contó a quienes quisieran escuchar.

Raúl comentó que la protesta era una reacción frente a la destitución del Congreso días antes del único diputado que representaba los intereses cocaleros, un tal Evo Morales; y contra la política de Coca Cero que sostenía el gobierno boliviano presidido por Jorge "Tuto" Quiroga. Según el orureño, el gobierno avanzaba sobre territorio comunitario a pedido de Estados Unidos, y los bolivianos que escuchaban a su alrededor lo acreditaron asintiendo en silencio, aunque con un visible fastidio. Ese bloqueo, como seguramente otros tantos que se desarrollaban en ese momento, era la consecuencia de un largo conflicto en torno a la hoja de coca y sus supuestas implicancias con el narcotráfico, que había llegado a su punto más álgido con la prohibición del cultivo y su comercialización a través de un decreto.

Recordé entonces que durante el mes de enero de 2002, la resistencia a esa medida había provocado varios choques entre soldados y cocaleros en la zona del Chapare, ante el intento de ocupación militar de los campos de cultivo en la zona central del país. Apenas había pasado poco más de un mes de los levantamientos en Buenos Aires que habían terminado con la presidencia de De la Rúa, pero la ebullición popular no era exclusiva de la Argentina. Del diciembre porteño, volví al flashback sobre mi enero de vacaciones en Bolivia y me vi leyendo la tapa de un diario en Uyuni que informaba, en dos recuadros de igual relevancia, la muerte de dos militares en choques con campesinos cocaleros, por un lado, y la muerte del sociólogo francés Pierre Bourdieu, por el otro. Una curiosa combinación que hablaba de mundos lejanísimos entre sí y de leyes tanáticas abismalmente diferentes. Lo cierto es que lo que consternaba a los medios masivos, y se había difundido a los comentarios callejeros durante ese mes, era la furia de los combates que habían provocado la muerte de cuatro soldados en lo que iba del conflicto hasta ese día. Claro que nunca llegó a contabilizarse con exactitud la cantidad de campesinos masacrados. La tensión por aquellos hechos frescos en la memoria parecía flotar sobre aquel paraje inhóspito donde de repente se mezclaban las máscaras de turistas, viajantes e indígenas. El Carnaval de Oruro no parecía que fuera a servir de tregua.

Bajé entonces del micro con la intención de acercarme a los manifestantes para conocer sus demandas por testimonios de primera mano. Mientras me dirigía hacia el bloqueo vi un tipo correr por la falda de un cerro paralelo a la ruta esparciendo un polvo oscuro en su camino. La pólvora siempre fue la herramienta de trabajo de los mineros de Oruro que, a lo largo de sus históricas luchas, también fue utilizada como instrumento de defensa. Antes de llegar a un grupo de indígenas que conversaba quise entrar en confianza con un comunario que pasaba caminando junto a los coches mirando hacia el interior a través de las ventanillas. Le pregunté sobre el reclamo que los reunía: pero sólo hablaba quechua y me mostró el machete. Volví al micro.

***

Hacía casi dos días que estaba sentado en un micro. La idea de volverme desde Cusco hasta Buenos Aires por tierra era la más barata, pero también la más desgastante y larga. Saliendo el jueves por la noche desde la capital incaica, había calculado tres días y medio de viaje, llegando el lunes a la mañana al trajín laboral porteño. Y aunque en ese contexto ya casi ni tenían importancia, las cuentas se me iban deshaciendo.

Aún no se sabía si había negociantes entre los pasajeros de los micros y los conductores de los coches que se habían acumulado en esas horas a uno y otro lado del piquete. Según comentó otro pasajero del micro que había salido de La Paz hacia Villazón, el sábado había sido el día elegido para bloquear la ruta porque evitaban cualquier tipo de represión.

–El ejército está de franco ahorita sábado, nos vamos a tener que quedar acá nomás hasta el lunes –susurró entre seseos resignados.

Cuando el hambre arreciaba, pasado el mediodía, bajé del micro nuevamente a comprar bananas de un camión que estaba varado con un acoplado desvencijado cargado de fruta: seis a un bolivianito. Una ganga que era la única comida del día, porque las pocas casas de Crucero que podían llegar a vender alimentos y bebidas habían cerrado sus puertas en solidaridad con el corte. Sin ir más lejos, los hartos racimos de plátanos volaron como un suspiro. Cinco bananas de tedio no fueron lo mejor en vistas de mi reciente intoxicación. De hecho, unos kilómetros antes de Challapata había tenido que poner el asiento a 90° porque si lo reclinaba me cagaba encima. La sexta banana la abandoné sobre el portaequipaje, encima de los asientos.

En el largo viaje que llevaba me había hecho amigo de Mariano, Rosario y Homero, que también rondaban los 20 años y volvían solos luego de sus respectivos viajes grupales por la ruta juvenil y manuchaísta de Bolivia y Perú. Teníamos que hacer pasar el tiempo porque no había indicios de que el bloqueo fuera a liberarse en el corto plazo. A pesar del poco sueño que llevaba me resultaba difícil dormir. Y el insomnio aburría. El resto de mis compañeros ocasionales estaba en la misma, así que matamos el tiempo como pudimos. Envido, quiero, veintiocho, son buenas, truco, no quiero, un diálogo soporífero y monótono que atentaba contra el momento lúdico de las cartas. No puedo ni mentir, dijo Mariano, precedido de un largo bostezo que coronó cabeceando el respaldo del asiento.

Por su parte, Rosario, estudiante de periodismo, estaba pendiente de saber si los negociantes de los que se hablaba eran tales. Nadie los había visto, y menos aún tratando con los manifestantes. Guiada por su olfato pre-profesional, fue a chequear ese rumor sobre negociaciones que se había extendido desde el principio del parate. Pero volvió con otros rumores que desmentían los anteriores y que también eran difíciles de confirmar. No se veían pasajeros en el piquete y parecía imposible acercarse a los comunarios o dialogar con ellos. Sumergida en su asiento, especie de confesionario improvisado, comenzó a hablar sin que nadie se lo pidiese de su relación con un batero de una banda de rock argentina de renombre. Una linda chica que exponía en vidriera sus desamores frente a tres espectadores varones hambrientos y hastiados.

–El tema es que anduve con un flaco en el viaje –dijo de repente con un tono falsamente preocupado, observando por la ventanilla el horizonte en suspenso, como su última oración. Crucé una mirada cómplice con Homero: los dos parecíamos estar pensando en preparar la misma carnada. Y sin embargo, la libido también estaba atemperada como en un vaso on the rocks. Aunque se estuviera por acabar el mundo, el espacio para el deseo estaba suspendido, todas las iniciativas para tornar un posible apocalipsis más colorido se agrisaban en la apatía, el cansancio y la tensa incertidumbre.

***

La espera continuaba. El telón de fondo altiplano en el que nos encontrábamos parecía servir de soporte a un cuadro de Brueghel. Un fresco intercultural de hormigas entremezclándose sin rumbo, buscando un rincón detrás de alguna piedra para responder a los llamados biológicos, corriendo chismes sobre lo que se discutía en el piquete, bailando involuntarios caporales al son de algún cartucho de dinamita que, en la pequeña quebrada por donde pasa la ruta, resonaba en un curioso eco musical.

El día se debatía entre nubes grises y el bostezo de un sol blanco. Yo en cambio me debatía entre la simpatía que me generaba la protesta y la imposibilidad de charlar siquiera con los protagonistas, más el malestar que arrastraba y, claro, el aburrimiento que la situación generaba. Continuar la lectura del libro que llevaba me resultaba más intrascendente que experimentar el embole de no poder intervenir frente a lo que pasaba detrás de la ventanilla. Para colmo, el frescor del altiplano se hacía sentir y como los choferes no querían abrir los baúles portaequipajes no podía sacar la campera que había dejado en la mochila.

Mientras Mariano y Rosario consiguieron apuntalar una siesta, me quedé charlando con Homero de la carrera de Música de La Plata que estaba cursando, de toda la música que íbamos a escuchar a nuestro regreso y de la alegría indefinida que sería sentarse a tocar la guitarra después de un mes sin ella. Y también de su nombre simpático que salpimentaba un poco esa odisea, no en un mar, pero sí en un país mediterráneo. Eso sí, evitamos el tema de los platos humeantes de comida para no alentar más crujidos estomacales. En un momento, dejó de lado su risa fácil y me miró serio.

–¿Sabés una cosa? –me dijo de repente, preanunciando algo no muy bueno. –En la Isla del Sol, en una zona arqueológica, encontré tirada una llamita de piedra tallada; y me mandé la cagada de agarrarla.

Esperó alguna reacción en mí, pero como me quedé impávido continuó:

–Cuando le conté al dueño del hostel donde paraba, el tipo se sacó. Me dijo que la devolviera a donde la había encontrado, que arrastraba alguna cosa así medio espiritual que me podía perseguir, ¿entendés?

–¿Y la devolviste? –le pregunté mientras mechaba mentalmente su relato místico con alguna maldición que nos hacía padecer esa demora en la ruta.

–Sí, la devolví, pero como estaba lejos del lugar donde la había encontrado, la dejé en la cima de un cerro de ahí cerca, entre las piedras.

En eso, una chica llegó al micro con la noticia –o bien un nuevo chisme que sumaba a esa ensalada de rumores y versiones de variado tipo– de que los indígenas habían endurecido el bloqueo porque un turista les había sacado una foto y los había desencajado. Hasta que no les den el rollo no desbloquean, informó, mientras todos se desesperaban por ir a buscar esa bendita cámara. Yo pensé en la maldita llama de piedra de Homero y tuve un sugestivo pero mínimo escalofrío. Casi una lastimosa autoinflexión emotiva. Agregado al divertido significado místico que podía llegar a encerrar el hecho de que estábamos en el día 2 del mes 2 del 2002. Me sacó de mis devaneos mágicos y escapistas el llanto de un flaco que resultó ser integrante del GEO de Jujuy, preocupado porque no llegaba a tiempo a su trabajo en San Salvador. A pesar de su histrionismo no recibió mayores compadecimientos. Por mi parte, yo debía llegar el lunes al laburo y ya no iba a ser posible. De todas formas, mucho no me importaba eso, sino el vértigo de estar a 4 mil metros de altura en una planicie seca. Y querer bajar de alguna manera.

***

Cerca de las cinco de la tarde bajamos del micro con mis tres amigos de viaje con la decisión de cruzar el piquete. Detrás de nuestro bus había alrededor de quince coches más, que preferían esperar una resolución in situ antes que regresar a hacer base en Challapata. Del otro lado del piquete y en el contracarril había menos micros, pero había que agotar las pocas posibilidades que teníamos de seguir viaje.

Luego de atravesar las primeras rocas, había otro grupo de piedras dispuesto de manera circular para la asamblea permanente que sostenían los integrantes del ayllu. Cuando atravesamos el bloqueo, los indígenas interrumpieron su discusión y nos dedicaron unas miradas silenciosas. Las llamas que pastaban a un costado de la ruta también levantaron sus ojos hacia nosotros. Volví a recordar la llamita de piedra homérica, pero seguir pensando en que toda esa situación era a causa de la desobediencia de algún oráculo no sólo era una postura egocéntrica, sino que desmerecía la lucha y la puesta en juego de los cuerpos en la protesta de esa comunidad kolla. Parecía que éramos los primeros en atrevernos a trazar una tangente en el círculo impenetrable de la asamblea. Una vez del otro lado, consultamos con cuatro o cinco choferes la posibilidad de que pegaran la vuelta e hiciéramos intercambio de pasajeros: que los que iban hacia el norte cruzaran a nuestros micros para volver hacia Challapata y que nosotros hiciéramos lo inverso. Pero resultaba ser una operación muy compleja. Ningún chofer nos contestó, o a lo sumo recibimos una negativa muda con la cabeza. Volvimos a nuestro micro con las manos vacías. Enseguida distintos grupos de personas comenzaron a cruzar el corte con las mismas intenciones.

A poco de haber regresado de la incursión del otro lado del bloqueo, comenzaron a verse movimientos de los comunarios. Iban dando gritos de un lado para el otro mientras se calzaban unos cascos de madera pulida, curvos y con la parte posterior alargada. A los que están cruzando el corte les robaron todo, nos dijo un uruguayo que viajaba con su novia. Y dicen que están abriendo los portaequipajes de los micros, concluyó. Miré ilusionado por la ventanilla el paisaje automotor dispuesto sobre la ruta, pero no pude ver nada de lo que los rumores afirmaban. Mi campera seguiría durmiendo en el baúl del bus.

Mientras tanto, la agitación seguía. Uno de las organizaciones que apoyaba el corte había tenido una disputa con el grueso de los manifestantes y se escaparon detrás de varias detonaciones de dinamita hacia el este. En la parte delantera del coche, un grupo de bolivianos charlaba junto a la puerta sin perder ningún detalle de lo que pasaba afuera. Allí estaba Raúl, que llevaba la voz cantante.

–Este ayllu nunca fue conquistado –dijo con expresión de seriedad hacia los turistas curiosos. –De hecho esos cascos de madera que tienen puestos son copias de los cascos de metal que llevaban los españoles. Y en el Tinku se emborrachan y se matan a las trompadas –sentenció con una severidad que pretendía ocultar o compartir el miedo que sentía.

 –Y por qué no volvemos a Challapata –consultó entre palabras y hojas de coca uno del mismo grupo al chofer del micro.

–Cortaron el paso de regreso también –le respondió sin perder la calma su compatriota, también chajtando unas hojas. La comunión de la coca, origen velado del bloqueo, estaba presente en el escenario del conflicto como un indiferente y tímido susurro de autoafirmación.

A medida que el sol intermitente se escondía detrás de los cerros y la noche se avecinaba, se oían más frases cargadas de preocupación. La acumulación de tensión llegaba a su tope. Bajé una última vez, sacando mis brazos de las mangas del buzo para abrazarme por dentro y mitigar algo de frío, y miré a través del piquete. La ruta se enderezaba en la altiplanicie y la perspectiva dejaba ver una leve pendiente ascendente hacia el horizonte sur, en el que los cerros se dispersaban. La meseta de Vilcapugio, por donde un Belgrano afiebrado de paludismo había tenido que huir de los cañonazos realistas en 1813, se desplegaba anunciando una nueva batalla.

***

El ejército llegó con las últimas luces del atardecer, del lado izquierdo del micro. El primer indicio de su arribo fue el repliegue de los vigías que dominaban los cerros. Ya no se veían personas rondando los coches afuera. La famosa calma previa al ciclón, comentó profético Homero, pero no me daba ni para sonreír. A través de un altavoz, los milicos instaron a los indígenas a que liberaran la ruta. Miré por la ventanilla hacia atrás, donde el camino caracoleaba. La hilera de soldados a pie y camiones militares emergió por detrás de la curva hacia Challapata y sentí una mezcla de contradictorio alivio. No hubiera querido jamás esperar que los milicos vinieran a resolver un conflicto en el que me veía afectado. ¿Iba a tener que agradecerles? Y, peor aún, ¿agradecerles una probable represión? No había indicios de que fuera a existir un diálogo con los qaqachaca. Además, por todo lo que se había contado durante el día era mejor que ni aparecieran. Eso daba para quilombo en serio.

Una turista corrió la cortina de la ventanilla y tomó una foto del contingente militar que se acercaba al bloqueo y a los coches, en un rapto de éxtasis que parecía querer menos atesorar una imagen de ese momento que violar la prescripción fotográfica que había sentenciado la asamblea indígena. Enseguida apareció un soldado que se adelantó a su grupo alertado por el flash y golpeó el vidrio:

–No tomen fotografías –gritó. Y de paso pidió que corriéramos las cortinas, con las consecuentes reprimendas de los pasajeros hacia la fotógrafa incontinente.

–Ya ve lo que pasa, niña –dijo para sí, casi imperceptiblemente, una chola que viajaba en el asiento detrás del mío, ataviada con un saco y un sombrero negros.

–Quédense quietecitos los gringos que el bloqueo controlado está –comentó la otra mujer que se sentaba a su lado, entre bolsas de aguayo con mercadería para vender en la frontera.

–Ya era hora que llegaran, pues –dijo apoltronándose en el asiento a su mujer un coterráneo de los soldados y de los indígenas.

–Esto no va a terminar bien –me comentó Rosario, mientras Mariano, que se había ido a los asientos de adelante del coche giró para mirarnos con un gesto que tampoco auguraba buenas expectativas. Volví a recordar los enfrentamientos de enero y la saña con la que los capitostes del gobierno y del ejército habían informado que iban a perseguir a los responsables de las muertes de los soldados.

Dentro del micro, los militares parecían los salvadores de la situación para algunos de los viajeros. Pero para otros inspiraba una mayor desconfianza que la que habían manifestado sobre los indígenas. ¿A qué precio iban a liberar la ruta?

Pocos minutos después cayó el primer cartucho de gas, justo al lado de mi ventanilla, para dispersar a los bloqueadores. Los mismos gases que hacía poco más de un mes había aspirado por primera vez en la Plaza de Mayo (piquete y cacerola...), el mismo picor en la garganta, sólo que ahora no me sentía partícipe de nada. Una especie de déjà vu que repetía el aspecto formal, pero donde la geografía y los protagonistas eran distintos. Yo tan sólo era un triste y eventual espectador de una represión rural en el medio del Alto Perú, lejos de las diagonales porteñas y los bancos incendiados. Sentí la otredad a flor de piel.

–¡Miren eso! –dijo con sorpresa Homero, señalando hacia la derecha del micro. Los qaqachaca se habían subido a la cima del cerro, a unos cincuenta metros de altura. Allí se formaron en una hilera de cara a la ruta y al ejército, a lo largo de la plataforma montañosa. Los colores de las vestimentas salpicaron la postal enmarcada por la ventanilla del micro, digna de una película de Sanjinés; rojos y fucsias y azules y turquesas y amarillos y verdes absorbían los últimos rayos ocres del sol y le daban un tinte nuevo al paisaje, que contrastaba con el fondo del cielo encapotado. Del otro lado del micro, tras las cortinas de las ventanillas se difundía la cortina de gas lacrimógeno. Hubo un breve momento de tregua y reposicionamiento hasta que los indígenas, desde el cerro, empezaron a proferir sus gritos de guerra y a armar sus hondas, coronados con esos cascos de madera parecidos a los españoles. El cuadro me generó ese nivel de extrañamiento que puede provocar la experiencia de una situación ficticia, como un sueño o una película; esa sensación volátil vino cargada de algo más tangible, una resaca de temor que los hechos de diciembre en Argentina no habían alcanzado. Acá no íbamos a presenciar una protesta de globalifóbicos o de ahorristas afectados por el corralito. Y nadie iba a poder registrarlo.

Luego de los gases, desde la izquierda del micro se oyeron los primeros balazos de goma. Y enseguida una lluvia de piedras respondió desde el otro lado. Muchas impactaron contra el coche, que servía de barricada para el ejército. Inmediatamente, todos los pasajeros tuvimos que tirarnos desde los asientos al pasillo, cubriéndonos las cabezas con lo que hubiera a mano.

Una explosión de dinamita más cercana que las que habían musicalizado el día agitó un poco más los ánimos. La pólvora de los mineros, lejos de horadar las vetas metálicas en las entrañas de una montaña, atronaba la meseta a cielo abierto, buscando volar algún casco o al menos amedrentar a los militares.

Pero no hubo nada de eso. Desde mi ubicación en el pasillo, aplastado por la cholita que había estado sentada detrás de mí y se había arrojado desesperada en el lugar más cercano y protegido que encontró, escuché que los disparos eran más secos y silbantes. De la goma al plomo no hubo escalas. Y ahí se escucharon más gritos, tanto fuera como dentro del micro. Mi pierna estaba trabada por el cuerpo pulposo de la mujer, así que me resigné a permanecer quieto, con la cara sobre la alfombra de goma mugrienta, surtida de franjas paralelas que marcaban la piel. Alcancé a ver a Homero en la misma situación, ciego frente al piso, entreverado en una maraña de brazos, piernas, troncos y cabezas que parecían especial y mecánicamente dispuestas para una orgía. Intenté no desesperarme, relajé mi cuerpo y puse la mente en blanco, tan sólo aguzando el oído para escuchar los pormenores de una batalla desigual que se plasmaba en el celuloide de mi imaginación. Otra vez, como la noche anterior en la que habíamos llegado al bloqueo, debía guiarme por la confusión de los sentidos.

Imaginé a los indígenas parapetándose entre las piedras del cerro, esquivando las balas; los militares dividiéndose, unos subiendo a los tiros al cerro y otros metiéndose entre las casas; las mujeres corriendo con sus guaguas a cuestas; los militares entrando a las casas de adobe que ni puertas para patear tenían; los qaqachaca arrojando las últimas piedras, un diálogo bélico de repente trunco; los qaqachaca en el piso, inmovilizados bajo la punta del fusil; los llantos de los niños; una decena de indígenas caídos en la tierra seca, la pacha sagrada humedecida por una imprevista ofrenda de sangre. Los disparos. Los gritos. O tal vez todo fuera muy distinto, y menos lamentable. Y así las imágenes de mi mente me permitían ver otros finales: una retirada de los qaqachaca, un traslado del escenario de la batalla a una zona más apartada donde acordaban una paz improbable, la dispersión y el regreso de los militares para liberar la ruta y volver a sus casas de adobe, tal vez de ladrillo, en el pueblo o la ciudad.

Un rato después de la balacera, la confusión sonora se fue acallando en la oscuridad de la noche recién llegada. La negrura se tornaba cómplice de la forzada discreción militar. Las voces de guerra se habían retirado por detrás del cerro de la derecha, y apenas se escuchaban algunas órdenes castrenses abajo en el caserío. Poco a poco el pasaje fue incorporándose. Permanecí parado un momento, expectante, esperando una señal. Recién ahí sentí las palpitaciones retumbando dentro de mi pecho, cuando un milico de rasgos indígenas subió al micro y pidió que los ayudáramos a sacar las piedras del camino. ¿Tendría ascendencia de algún pueblo originario de esa región? Seguramente ni le importaba. Como la mayoría, volví a mi asiento y allí me quedé estaqueado y alerta. A esa altura quería seguir viaje, pero tampoco me iba a prestar a ser colaboracionista. El soldado se quedó observándonos uno a uno y descendió del ómnibus. Dos hombres se miraron entre sí y bajaron detrás de él. Cuando uno de los tipos que fue a despejar la ruta volvió, accedimos a una nueva cuota de rumores que circulaba afuera.

–Parece que hubo muertos –le dijo al chofer desempolvando su campera de cuero. Por detrás de la ventanilla apenas se alcanzaban a ver algunas sombras corriendo entre las casas de Crucero. Y el contorno de los cerros recortando el cielo violáceo.

Luego de veinte horas de bloqueo, el ómnibus atravesó ese mojón desacoplado, cruzándose con la fila de coches que venían por el otro carril. Esperé ansioso y pesimista a que se detuviera nuevamente, que otro piedrazo nos hiciera retroceder. No podía ser que estuviéramos en camino nuevamente, así de repente. Resultaba extraño haber pasado de un estático y largo involucramiento visual a una precipitación de los hechos que me arrancaba de un escenario en el que nada había podido hacer y en el que, por lo tanto, no podía haber quiebre alguno. Tenía que convencerme de que la vocación de heroísmo diferida era una estupidez. No se trataba de estar o no a la altura de las circunstancias para justificar esa parsimonia ante lo sucedido, sino de lo accidental e involuntario de la situación y de que no había sido más que un eventual viajero bloqueado. Además, tampoco me iba a estar haciendo el guapo en territorio ajeno. Pero me costaba desentenderme tan fácilmente: había sido un testigo pasajero y fugaz de algo que no sabía todavía bien de qué se trataba. Dentro del micro reinaba el silencio y la penumbra. Ya no veía a mis amigos, pero los podía reconocer atravesando ese mismo silencio testigo de quien vio y escuchó cosas, aún demasiado frescas para reconstruirse. Intenté relajar mi cuerpo de las tensiones que lo habían enervado imperceptibles y volví a sentir frío y hambre. Todavía quedaba un largo viaje por delante. Pero por detrás también quedaba algo, una necesidad de saber, una falta, una impotencia, un dolor. La luz de la cabina del chofer se apagó y, acelerando sobre la recta de asfalto, el coche se metió en un banco de niebla mientras yo caía rendido a las brumas del sueño.

***

Renacer de Bolivia, de Buenos Aires (marzo de 2004): “Sangre en Killakas Asanajaqis. Recuerdan un episodio histórico que marca el camino de retorno al poder (…) La lucha por la tierra y el territorio, fue la causa de la movilización del 2 de febrero de 2002, la nación Jatu Killakas Asanajaqis, conjuntamente con sus autoridades originarias y sus bases, iniciaron acciones en el sur del departamento de Oruro, bloqueando la carretera Oruro – Potosí en la comunidad de Crucero. Por entonces el presidente del gobierno boliviano Jorge Quiroga Ramírez, ordenó que los organismo represivos de la Policía Nacional y el Ejército, se unieran para la contraofensiva que culminó en la “Masacre de Crucero”, aproximadamente entre 70 y 100 efectivos dispararon armas de fuego contra las reivindicaciones del pueblo originario, cuyo resultado fue el fallecimiento del líder Facundo Barcaya y los [diez] heridos (…) hoy considerados héroes de la Nación Jatun Killaka Asanajaqis. Este hecho ha marcado un hito en la historia de los pueblos originarios y como consecuencia de ello las autoridades originarias de JAKISA en coordinación con el Ministerio de Asuntos Indígenas y Pueblos Originarios con el objetivo de recordar la fecha de la masacre como una fecha histórica Indígena, el 2 de Febrero del presente año en la Comunidad de Crucero (a 30 km. de Challapata, carretera Oruro-Potosí) se realizó el segundo homenaje al héroe caído, Facundo Barcaya, y a los heridos de la “Masacre de Crucero” del 2 de Febrero de 2002 y entrega de monumento (…)”.

viernes, 4 de febrero de 2011

Cravan, Bolaño y Villa

1918, año de la peste. El norte mexicano se sacude con un brote de influenza española. En aquellos años de revolución sin final aparente, los planos de la realidad y la ficción se entreveraron fugazmente para perderse enseguida en ese desierto gigantesco, tajeado por un río-frontera. Frontera artificial que atraviesa un submundo tan parecido a la vida y a la muerte. En ese espacio de inmensa soledad, los testigos fueron apenas un puñado de rumores helados de arena y viento que atizaron el fragor de los mitos.

Todo desierto es una usina de historias, leyendas y narrativas; una fuente de imaginarios. En el caso mexicano se constituye como un polo magnético de misterios y espejismos, a veces difíciles de acreditar; una especie de triángulo de las Bermudas que subsume a personalidades de fuste, un terreno mágico que combina con una solución de continuidad trayectos ajenos entre sí, devenires extraños que en un fogonazo adquieren una significación de conjunto.

En ese apestoso '18, Pancho Villa ya había disuelto la División del Norte y se había reorganizado en guerrillas fragmentadas, cuyos fantasmas famélicos cabalgaban el desierto con golpes rápidos y el único objetivo de abastecerse. Como en sus viejas épocas de bandolero, Villa se desvanecía cada vez que una partida del ejército carrancista lo rastreaba, sin perder el don de la ubicuidad que un día lo hacía en una o en varias ciudades, y al siguiente lo localizaba a varios kilómetros de allí. Y cruzaba el Río Bravo según le diera la gana o la necesidad, ante los ojos ciegos de la patrulla punitiva estadounidense. Conocía tanto ese territorio que, para él, a la vez era un mapa en sí mismo. El desierto es el mejor lugar para desaparecer.


Por esos días, ser gringo en México suponía una inversión importante de bravura. Arthur Cravan, el multifacético sobrino de Oscar Wilde, sin haberse preocupado demasiado por los sucesos que tenían en vilo al territorio mexicano y a sus vecinos estadounidenses, desapareció a fines de 1918 en México, justo cuando la guerra de la que era fugitivo llegaba a su fin, y dejó tras de sí una estela interrogante. Sus oficios de poeta y escritor precursor del dadaísmo, boxeador itinerante, crítico sin edulcorante, nómade escapista del reclutamiento de la Gran Guerra y performer nudista y suicida le dieron el tono colorido y de culto, que coronó con la incógnita de sus últimos días. Algunos dijeron que se perdió en el Golfo de México, mientras navegaba en un bote precario con destino a Buenos Aires, donde su esposa lo esperaba. Pero en el reciente libro editado por Caja Negra que recopila los textos de su revista Maintenant la cual, a la manera de La última moda de Mallarmé, escribía íntegramente con distintos heterónimos se sugiere que la policía mexicana reportó el hallazgo de un cadáver que se correspondía con las características de Cravan en cercanías del Río Bravo. La frontera, ficticia como todas, alimenta ficciones y engulle vidas.

Cinco años antes había desaparecido el también escritor estadounidense Ambrose Bierce, quien, a diferencia de Cravan, tuvo un contacto más cercano, aunque efímero, con los hechos de la revolución. Septuagenario, el autor del antológico cuento "Un puente sobre el río del Búho" cruzó voluntariamente a México para tentar a la muerte y, según se sabe, estuvo presente en la batalla de Ojinaga del lado villista. Allí, las versiones más contemporáneas señalan que, posiblemente, haya sido alcanzado por una bala de esas que no llegan a escucharse. Pero las certezas se disipan, los testimonios se contradicen y el borde septentrional latinoamericano, raíz nudosa de luchas inmemoriales, matriz de confusiones y equívocos, se ramifica desde esa primera revolución del siglo XX hacia el sur, a la manera de un árbol dado vuelta, tal como la América invertida de Torres García.


A través de los años y ayudados con una lente arqueológica, aquel 1918 se expresa, en nuestros días, paradigmático en su silencio sepia. Este particular cruce de la literatura con los hechos históricos, sus protagonistas como carnada de los sucesos que sellaron el destino de la América Latina novecentista en el actual territorio dominado por el narcotráfico, de un lado, y por los asesinos de "espaldas mojadas" del otro, no deja de ser significativo. Aún más con el escenario ominoso de la soledad, principal factor para el anonimato, las huidas y las desapariciones. Así, el desierto, como la pampa argentina o los llanos venezolanos, que para muchos iluminados fue residencia natural de la barbarie personificado en el caso mexicano por Pancho Villa, se convierte en el destino deseado de los escritores que buscan hacer camino y borrar sus huellas con un rastrillo atado a la cintura.

Pero si apretamos el punto y tejemos más fino, también hallamos que la producción literaria estableció una serie de nexos tácitos entre los personajes descriptos de aquella época agitada. En algunos casos, hasta podemos pensar que aquellos fugitivos fueron utilizados como actantes para la construcción de nuevos personajes. Así, no sería inmotivado tender un puente entre Cravan con los escritores enigmáticos y huidizos que creó Roberto Bolaño en sus novelas Los detectives salvajes y 2666, Cesárea Tinajero y Benno von Archimboldi. ¿Acaso Cravan y su difuminación no es el antecedente de esos escritores ficticios que son intensamente buscados por sus admiradores como oasis en un desierto hostil? ¿Se puede regresar de un auto-exilio nómade de ese territorio arenoso, salino y cactáceo, al menos, como espejo o ficción?

La búsqueda en el desierto y la complementaria necesidad de perderse se refuerzan con el anonimato que otorga el seudónimo. No por nada Arthur Cravan era Fabian Lloyd; y Pancho Villa, Doroteo Arango; y Benno von Archimboldi, Hans Reiter. En el caso de Tinajero, la escritora ficticia de la revolución mexicana que Arturo Belano y Ulises Lima buscan denodadamente por el desierto de Sonora, su pasado solapado se encuentra en la historia real. La poeta gráfica del real-visceralismo fue inspirada en otra poeta, Concha Urquiza, quien, para continuar cerrando el entramado trágico, murió ahogada en el límite oeste con Estados Unidos.

Hoy, a casi cien años de aquellos desacertados cruces e infortunados destinos que se tendieron a lo largo de las dos márgenes del Río Bravo, el desierto pasó de ser un lugar de fuga voluntaria para perderse de los perseguidores, a un cementerio a cielo abierto cuyos sepultureros ya no son batallas o pestes, sino femicidas, narcos y patrullas fronterizas, que exprimen los cuerpos ya explotados en las maquilas. La frontera ya no es un capricho rumoroso de la naturaleza como un brazo de agua, sino la muda presencia de un muro, frontera por excelencia de la estupidez humana. La terra incognita contamina de interrogantes a todo aquel que se pierde por sus caminos sin trazar, para no ser encontrado, o para encontrar la muerte, que es casi lo mismo. Y allí, la certeza más evidente recae en un sinsentido polvoriento. ¿Qué hay detrás de la ventana?




lunes, 29 de noviembre de 2010

Marcando la Z de la polisemia

En las derivas de sentido que albergan algunos términos, podemos llegar a encontrar naufragios de todo tipo. Pero también precisos anclajes que hacen fondo en el suelo (neo)barroso de los discursos sociales y permanecen en aparente impasibilidad. De todas formas, ninguna fijación de sentido logra ser incólume y a veces un término o un significante, como una goleta abordada por piratas, co-habita distintos sentidos que pueden estar en conflicto o no.

Si el barco en cuestión es una letra, podrá argumentarse que ésta no puede tener significado propio, por sí sola. Pero toda materialidad significa. Y en este globalimundo que pretende tener todo al alcance de la mano, los significados siguen multiplicándose sin ánimos de anquilosarse. Algo por el estilo ocurre con la letra zeta.



Las dos plazas de mayo en octubre (dos veces mayo, dos veces octubre) para protestar contra un asesinato y conmemorar una muerte, encontraron a dos multitudes con muchas diferencias políticas, pero que, como dos conjuntos de un diagrama de venn, compartieron una intersección importante (muchos asistentes estuvieron en ambas plazas). El día después de la última plaza convivían graffitis de esas dos movilizaciones pero no necesariamente eran contrapuestos. Los dos más inscriptos, de hecho, eran aquellos que dan vida a los mentados fallecidos. Mariano Ferreyra vive; Néstor Kirchner vive. Eso que Costa-Gavras en su sublime película Z quería plasmar, precisamente, con esa letra inscripta en las calles, para recordar al diputado comunista griego interpretado por Yves Montand, que fuera asesinado por grupos de choque derechistas. La zeta, última letra del alfabeto latino cuyo origen data de la Grecia antigua, donde atribuida a alguna persona muerta significaba que ésta seguía viva simbólicamente (en griego clásico, ζει o zei quiere decir “vive”). Una especie de correctivo de la omega (Ω), recluida en los panteones y cementerios, que marca el final del alfabeto griego y simboliza un poco más trágicamente el final (definitivo) del camino de la vida.



La zeta también fue utilizada para significar, en la ficción, un acto de justicia en manos de un héroe rico que tenía tristeza, como el Zorro. Ese paladín criollo que en tierras mexicanas marcaba la Z del Zorro con su espada sobre las ropas de aquellos que osaban transgredir la ley o enfrentarse en duelo con él. Lo cierto es que esas mismas tierras mexicanas hoy albergan a otro grupo de muchachotes que dejan una Z como marca corporal, pero con medios y fines completamente distintos. Y esa marca no implica ni justicia, ni mucho menos vida, sino todo lo contrario.

Los Zetas, grupo narco nacido en Tamaulipas, es uno de los tantos monstruos creados por Estados Unidos que, luego de unos años de ser funcionales a sus intereses, cobra autonomía para sembrar el terror (como sucedió también con los paramilitares colombianos, las maras centroamericanas, Al Qaeda, entre otros tantísimos). Esta organización surgió de un desprendimiento del ejército mexicano creado para combatir el levantamiento zapatista de 1994, para lo cual recibió entrenamiento de la CIA. Actualmente, ya emancipada, se pavonea de su poder y exhibicionismo morbo con una especie de necro-performance que consiste en plantar cadáveres (el poema de Perlongher quedaría chico) ejecutados por sus propios sicarios, y con la "firma de autor": una Z pintada sobre las remeras de los desafortunados, que remite directamente a su nombre pero que también rememora a la omega en toda su plenitud tanática. La vida y la muerte de la Z a la Z.

Así, México se vuelve una especie de terreno de disputa de sentido en torno a esta letra. No faltará algún nostálgico que, a 100 años de la revolución, clame un ¡viva Zapata! en clave: ZZ.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Argumentos globalizados

En la crónica de Ryszard Kapuscinski "El parlamento de Tanganica debate pensiones alimentarias", el periodista polaco confrontaba los discursos de distintos diputados sobre un proyecto de ley de 1963 que otorgaba un subsidio a los "hijos ilegítimos" (es decir, de madre soltera, lo cual estaba muy extendido por costumbres tribales del África oriental) en el actual territorio de Tanzania. Uno de ellos nos interesa a fines comparativos: "El diputado P. Mbogo ([región de] Mpanda) expresó la opinión de que la ley de pensiones hará crecer la prostitución en el país. 'Las muchachas querrán tener el mayor número posible de hijos ilegítimos a fin de poder ganar un dinero para gastárselo en cosméticos. Estas muchachas serán como los países subdesarrollados: habrá que invertir en ellas'".

De este lado del charco y la historia, el senador radical por Mendoza Ernesto Sanz manifestó acerca de la ya consumada ley que subsidia a niños y niñas de familias con bajos recursos, en una entrevista radial: "Desde el momento en que se implementó el Programa de Asignación Universal por Hijo, los datos marcan que lo que se venía gastando en juego y en droga ha tenido un crecimiento. No lo veo yo, lo ven los analistas".

***

Con este post inauguramos una etiqueta que será recurrente en este espacio, siendo que referirá a la archicitada apertura de El 18 Brumario de Marx, acerca de que los hechos y personajes de la historia acontecen como tragedia para luego repetirse como comedia. En este caso lo hacemos con dos argumentos opositores a medidas asistencialistas del Estado que, separadas en el tiempo y en el espacio, se revelan ambas como tragicómicas. Sin entrar en la discusión sobre la tensión entre las políticas asistencialistas y las necesidades urgentes de las poblaciones más vulneradas, apenas queremos poner una tilde o una diéresis en los tonos argumentales que pueden repetirse a lo largo de la historia, como si fueran dos fotos de parecidos. Sin más comentarios.

viernes, 27 de agosto de 2010

Tiempo de gitanos



Las nomenclaturas del escalafón estatal siempre transparentan, además de los tipos de políticas sobre determinada materia que enarbolan los gobiernos, simples y crudas ideologías. No sólo desde la ficción, como el Ministerio de la Verdad de 1984, de Orwell; o el policial Ministerio de la Sustancia del Mazo de Cartas que se avecina. Sino también acá a pasitos: lo que en la Ciudad de Buenos Aires fue el Ministerio de Derechos Humanos y Sociales fue reducido por el macrismo a Subsecretaría; y al Ministerio de Justicia se le agregó el tranquilizante Seguridad.

El caso del Ministerio francés de Inmigración e Identidad Nacional es mucho más elocuente. A falta de un Le Pen, ya no hay guardapolvo blanco para ficcionar un aparejamiento, sino exigencia de eliminar el chador; ya no hay trenes a Auschwitz, sino aviones de alquiler a Bucarest y Sofía. Los afortunados viajeros no son ni Cioran ni Ionesco ni Eliade, que al menos podían presentar cartas de origen amoroso común en una lengua romance como el rumano. El pueblo gitano trasciende la balcanización de las naciones. Ni rumanos ni búlgaros, como los denominan las autoridades francesas para evitar ser tildados de xenófobos; ni mucho menos pasibles de ser afrancesables. Porque la identidad nacional se autoexcluye de la inmigración (un programa Patria Grande, a pesar de sus falencias, aunque sea demuestra una voluntad más integradora, o bien integrable en lo diverso). Del otro lado de las negociaciones del TEG humano, como en un juego alicio de espejos deformantes, dos secretarios de Estado rumanos: uno de Integración de los gitanos y otro de Orden y Seguridad Pública. Son llamativos los cargos y las combinaciones conceptuales que proponen. Pero las pretensiones de homogeneidad se complican con los beduinos del siglo XXI. Por algo existe la solución final de la deportación por deporte. De esa manera, el continente senil prohíbe el nomadismo entre tanta civilización eurolatina asentada sobre chapas y galones de oro bruñido de óxido.

miércoles, 16 de junio de 2010

Himno-sis futbolística

A falta de guerras y bicentenarios, el mundial de fútbol se transforma en el factor más efervescente del nacionalismo; pero sobre todo, del nacionalismo ficticio con el que se nutren países como el nuestro. Porque el Diego es un prócer que, a decir de Alabarces, marcó distintos hitos en lo futbolístico y también, paralelamente, en la construcción identitaria nacional por parte de un Estado históricamente incapaz de imprimir una tónica patriótica en su población. 

El fútbol mundializado no sólo es una herramienta política, sino también, y esto se cae de evidente, uno de los negocios más rentables para empresarios, jeques y ex futbolistas. El fútbol cotiza en bolsa. Tal vez la especulación financiera se trasladó al propio juego 2010, que tan pocos goles nos está regalando hasta ahora (además de la pelota; una de trapo es más dominable). Mucho ruido y pocas nueces. Mucha vuvuzela y poco waka-waka.

Precisamente, el equipo más efectivo por el momento es el que más jugadores nacionalizados tiene: Alemania. De los cuatro goles que hizo (de los pocos hechos por delanteros), dos fueron polacos y uno brasileño. Y esta circunstancia habla de los movimientos migratorios, de las crisis de los paises periféricos y del poder de las grandes potencias para contar con una mejor preparación y una mejor selección elaborada desde sus ligas nacionales, sostenida por grandes empresas-clubes. Es decir, que las nacionalizaciones también son un gran negocio. Messi jugando para la selección de Argentina apenas es una excepción.

Las curiosidades son incontables. Entre las apostillas con las que los periodistas deportivos rellenan el espacio de los programas dedicados al mundial (que es mucho), y que en numerosas ocasiones están vinculadas a cuestiones políticas sobre las naciones que los distintos equipos representan, podemos hacernos cantidad de preguntas. También sobre cuestiones himnóticas.

¿Cuántos chechenos o sud-osetios gritaron los cinco goles que Oleg Salenko le hizo a Camerún en 1994, jugando para la Federación Rusa, reciente descomposición federativa de la Comunidad de Estados Independientes y antes de la U.R.S.S.? ¿Cuántos saharauis revolotearon sus babuchas con el gol del marroquí Krimau a Portugal en 1986? ¿Dónde aprendió el himno paraguayo el hasta hace tres meses argentino Lucas Barrios? ¿Y Santana, que dice no sentirse paraguayo ni de lejos? ¿Cuánto de waka-waka y o-oo-ooh david-bisbaliano hay en el coreo que los hinchas argentinos hacen del himno? ¿Para cuándo el himno dentro del top ten? ¿Para cuándo un trapo con el Diego abrazando a Mariquita Sánchez de Thompson? ¿Por qué un norcoreano llora de emoción con su himno y un surcoreano hace el saludo militar con su mano en visera? ¿La selección de Catalunya o la de Euskadi le haría el ole a la española, plagada de vascos y catalanes?

En fin, qué sentirá Dejan Stankovic, por ejemplo, que se convirtió en el primer jugador en vestir las camisetas de tres países distintos en mundiales: la República Federativa de Yugoslavia en 1998, Serbia y Montenegro en 2006 y Serbia, a secas, ahora en Sudáfrica. ¿Esquizofrenia nacionalista? ¿Internacionalismo unitario? ¿Algún montenegrino cree posible volver a ver a su nación representada en otro mundial? ¿La balcanización llegará a escindir al Monte del Negro?

Posiblemente en las próximas eliminatorias encontremos más atomizaciones. Las selecciones de Flandes y de Valonia se perfilan como las nóveles reemplazantes de una Bélgica vieja y monárquica que también sabe dividir entre pobres y ricos; es decir, entre sur y norte. Hablando de belgas, acá abajo va un acertijo sencillo al respecto, a ver quién se le anima.


Diego contra todos los belgas: ¿cuál es flamenco? ¿cuál es valón?

viernes, 28 de mayo de 2010

Haití no estuvo aquí

Entre los ecos de la fastuosa celebración del bicentenario de la Revolución de Mayo, uno que todavía me repimporotea es el de la Galería de los Patriotas Latinoamericanos, inaugurada el último 25 de mayo por la presidenta Cristina Fernández en la Casa Rosada. Se trata de 24 retratos de figuras políticas de distintos países de América Latina, algunos de los cuales, hay que destacarlo, hubiera sido impensable ver expuestos en ese contexto.

No es la intención hacer una crítica sobre la selección de esas figuras, porque desde Althusser y sus aparatos ideológicos del Estado en adelante, es una perogrullada andar llorando sobre lo selectivo que puede resultar, por ejemplo, el contenido de una proyección histórica sobre el Cabildo, como clamó entre lágrimas el diario La Nación. Cualquier historia está matizada por una ideología. La que escriben los que ganan y las otras historias, a-discursivas, orales, corporales y jalonadas desde abajo por los pueblos. Algo de esas otras historias, dinámicas, en constante movimiento, comienza a filtrarse en los resquicios institucionales y, de una u otra manera (edulcorada, empalagosa o sin aderezos), aporta a la construcción del mito de las naciones latinoamericanas. De hecho, se homenajeó a personalidades que debieron esperar añares para ser reconocidas por estados a los que, en su configuración actual, tal vez hubieran combatido, como Tupac Amaru, Tupac Katari, Bartolina Sisa, Pancho Villa, Emiliano Zapata, Farabundo Martí y Augusto Sandino.

Dentro de esa selección uno puede entretenerse haciendo la sub-elección que más le guste para su propio altar, porque algo de museificación también tiene. Esa diversa posibilidad de combinatoria habla menos de contradicciones que de especifidades de cada momento histórico y en cada país. Porque no es lo mismo abrazar el trinomio San Martín-Rosas-Perón, que al tridente San Martín-Evita-Ché Guevara. Lo cierto es que allí hay una diversidad amplia de pro-seres con proyectos disímiles, nacionalistas, internacionalistas, populistas, agraristas, libertarios, comunistas, indígenas, criollos. La galería, por más selectiva que sea, también tiene ausencias y omisiones que implican cuestiones políticas más actuales, como la de Pedro Albizu Campos, independentista portorriqueño del siglo XX que luchó por emancipar a la isla caribeña del control administrativo que todavía hoy ejerce Estados Unidos.

Pero quizás la omisión que trasunta un olvido más recurrente y significativo, según ya lo ha señalado Eduardo Grüner, es Haití y la cultura afrodescendiente. Dijeran Gilberto Gil (que estuvo presente en el Paseo de Julio) y Caetano: "O Haiti não é aqui". Y no, Haití no estuvo aquí, ni allí, ni ahí(ti). La primera revolución anticolonial de América Latina, propulsada por esclavos negros que tomaron las armas y dieron vuelta la tortilla permaneció invisibilizada. El 1° de enero de 1804, Dessalines proclamaba la independencia de Francia luego de casi trece años de levantamientos y batallas, alentado por las ideas que había ventilado la propia Revolución Francesa. Además, confeccionó la primera bandera e instituyó el nombre que hasta hoy lleva Haití, tierra montañosa en lengua arawak. Una nación afro enmarcada por un término indígena, que desplazó hacia oriente a Santo Domingo, hoy Dominicana. Esa gran isla que Colón había bautizado La Española, pero que antes había llevado el nombre de Quisqueya, madre de todas las tierras.


La isla que fue madre de todas las revoluciones de la Matria Grande americana hubiera merecido un homenaje más explícito. Esa galería podría haber tenido a un François Toussaint-Louverture, quien fue el iniciador, la obertura del levantamiento negro, y que luego fuera fusilado por Napoleón; o a un Jean-Jacques Dessalines, con su nombre tan jacobino y su apellido inmortalizado en el himno haitiano, La Desalinienne; o a un Alexandre Pétion, que a pesar de haber alentado el asesinato de Dessalines para controlar el poder interno, colaboró con armas y municiones en las campañas emancipadoras de Bolívar por la América de Sur. Todos generales libertadores que habían nacido esclavos.

En el marco del bicentenario, esas ausencias institucionales tuvieron un compensación en las calles. La Marcha de los Pueblos Originarios marcó un punto de inflexión en la visibilización que la nación argentina tiene de su población de raíces precolombinas. Que en nuestro país no constituye la proporción que habita en Bolivia, Perú o Ecuador, pero que, como tal, existe y pervive. Y aunque tuvo un tibio apoyo en cuestiones de políticas materiales, se hizo de un importante espaldarazo simbólico a nivel social.

Sin embargo, la cuestión afro sigue postergada, aun cuando miramos hacia atrás en conmemoraciones y festejos. Los afrodescendientes exterminados mayormente en la guerra de la Triple Alianza y durante las epidemias de fiebre amarrilla fueron protagonistas urbanos (como los indígenas lo fueron desde su resistencia territorial en ámbitos rurales y que, a pesar de su derrota, emergen hoy nuevamente) de esa fragua diversamente nacional. Una fragua plurinacional.

No se trata de una moralina, de que incluir en un homenaje oficial a indígenas, mujeres o afrodescendientes es políticamente correcto. Porque ese reconocimiento llegará haciéndose sentir y ejerciendo presión desde otro ámbito. De hecho, lo étnico estatal no es garantía de nada. Hasta la negritud como etnicidad de Estado manipuló y exterminó. El intelectual haitiano René Depestre, durante su exilio cubano en los sesenta, decía sobre el dictador François Duvalier, que éste había articulado su acción política en base a un factor étnico, instaurando lo que llamó un tipo de "negritud como fascismo antillano". Pero la etnicidad tomada positivamente como construcción política ligada a las bases y a los movimientos sociales, como ocurre por estos tiempos en Bolivia (o por aquellos de 1804 en Haití) y en otros países con los inmigrantes, constituyen gran parte de las luchas (inter)nacionales emancipadoras de hoy.

viernes, 30 de abril de 2010

Orillas siamesas

Difícilmente haya quienes piensen que el conflicto uruguayo-argentino por la pastera finlandesa Botnia tiene reminiscencias del conflicto más general y duradero entre Oriente y Occidente. Los roles no son analógos, pero las coordenadas geográficas sí. Incluso nuestro país vecino fue un poco más allá y se autodenominó Oriental. No tanto en referencia a la Argentina -aunque por lo que se comenta en el mundo acerca de nuestro ego no estaría mal creerlo-, sino porque arrastraba ese nombre desde que los colonizadores la denominaron Banda Oriental, por ubicarse al este del Río Uruguay. Una especie de Estrecho de Bósforo, divisor de la turca Estambul y del auténtico Oriente y Occidente. Raro que nuestros próceres unitarios y europeizantes no hayan copiado la idea bautizando a la nación como República Occidental de la Argentina. Les hubiera quedado al dedillo.

Lo cierto es que la pastera Botnia contamina, como también contamina la tan mentada Papel Prensa, ubicada en el delta del Paraná y cuya maquinaria fue construida, escandinava casualidad, por una empresa finlandesa. El Río Uruguay será cuna de peces de tres ojos, como los que no viven en el Riachuelo porteño. En todo caso, los diferendos, aunque sean protagonizados periféricamente por asambleas y manifestaciones populares de uno y otro lado, son estatales y siempre marcados por intereses económicos (¿sería posible un corte del puente Avellaneda por habitantes de la Isla Maciel, en contra de una papelera construida en la ribera de La Boca?). No resulta novedoso entonces que un tribunal internacional como el de La Haya, que defiende intereses europeos, haya salvaguardado a Botnia. O que en la última Cumbre del Clima en Copenhague los estados no se hayan puesto de acuerdo en cuanto a políticas efectivas para preservar el medio ambiente.

¿Lepública Oliental del Uluguay? Peces orientales con ojos rasgados, como este karateca del barrio portuario montevideano, prometen poblar el lecho del Río Uruguay. Que el Mundial 2030 nos encuentre unidos.

Por cierto, la pica entre los pueblos argentino y uruguayo no es tan picante como resulta con otros países. Pero cuando surge, se presiente un maremoto litoral o un nuevo sitio de Montevideo. Claro que los pueblos, por más movilización que promuevan, son meros espectadores expectantes de políticas gubernamentales torpes y de penosas intervenciones mediáticas en el manejo de los conflictos. Porque la industria cultural también contamina.

El teórico palestino Edward Said estudió los modos prejuiciosos con que Occidente representaba a Oriente en distintos escritos eurocéntricos de la etapa imperialista del viejo continente (otra expresión eurocéntrica, porque es tan viejo como el resto). Esto se tradujo en ciertas formas de imperialismo cultural, es decir, en la penetración en Oriente de representaciones sobre Oriente construidas fuera de Oriente. Eso sumado a la colonización propiamente dicha, con ocupación del territorio y de los hilos de poder autóctonos. Idéntica lógica advirtieron Armand Mattelart y Ariel Dorfman acerca del mensaje que las grandes industrias del entretenimiento estadounidense, ya a mediados del siglo XX, dosificaban directamente al inconsciente de los consumidores latinoamericanos a través de personajes como el pato Donald.

Lo que pasa culturalmente hoy entre Argentina y Uruguay es una micro-analogía, que encuentra a Tinelli en lugar del pato Donald y de las percepciones de Balzac sobre Oriente, salvando las enormes distancias, claro. Lo peor de la televisión argentina invade la pantalla del Cercanísimo Oriente sin feed-back, sin doble circulación, por cuestiones de economía financiera internacional y concentración de medios. El premio consuelo para los orientales es el cupo mínimo para alguna vedettonga uruguaya en las rutilantes competencias que esos programas organizan.

Las resistencias se hacen oír desde otros canales, más marginales que los televisivos, pero no por ello menos eficaces. Como las murgas, que en los tablados contribuyen a mitigar o a hacer catarsis contra esa saturación de chatura foránea. Claro que las diferencias culturales entre uruguayos y argentinos no tienen parangón con las que experimenta un irakí con una danesa; o una californiana con un hondureño. La frontera nacional, como cualquier otra, es una ficción que impidió el anhelo de las provincias americanas unidas. Pero en nuestro caso se trata ni más ni menos que de un río simbólico, anchísimo y también contaminado, sobre todo en el lecho argentino. El Río de la Plata articula como matriz identitaria a dos orillas hermanas, casi como un órgano que une a dos siamesas, pero a las que cada tanto les pinta al petardismo fratricida para ver por dónde corta el bisturí.

viernes, 26 de febrero de 2010

@narcosis náutica



















un barco de anarkonautas
como turcos anargonautas
o griegos huelguistas
que se lanzan a la mar
y huelgan el tiempo con sus dédalos
buscan y evitan que se escurran
los carneros de oro
para darles μυρρα

precisan vivir
por sobre navegar

leñadores del olivo genealógico
(pompeyo, pessoa, revista marcha, caetano)
arriban con un barquinazo
y en una tajante oleada
deslizan la quilla en la arena desclasada
donde la señalética
prohíbe encallar
-porque ellos encallan a gritos donde se les canta-,
y embolados de Atalanta
se enmascaran, reiterativos, de farsantes
para hacer face(book) con una playera pléyade de top models
pre-infartantes

un puerto no-nada-silencio para abordar la tierra firme
y anarkotizarse
con narguile
jet-set
y fumata rojinegra


jueves, 17 de diciembre de 2009

¿De quién es la plaza del bicentenario?

Es indiscutible que la Plaza de Mayo es el lugar simbólico por antonomasia que distinas fracciones de la sociedad argentina eligieron a lo largo de los años como espacio para realizar demandas o apoyar a distintos gobiernos y personalidades vinculadas al poder. El libro de Gabriel Lerman, La plaza política, de la colección Puñaladas de Editorial Colihue, sirve de guía de aquellos hitos que la cultura política cristalizó en ese lugar. No es difícil consensuar que las fechas más significativas que tuvieron a la plaza como escenario fueron el 25 de mayo, el 17 de octubre, el 20 de diciembre y los 24 de marzo. Aunque también existieron movilizaciones hacia la Plaza contrapuestas al valor simbólico e ideológico que esas fechas resumen. Sin ir más lejos, las minoritarias manifestaciones que apoyaron los golpes de estado o la lamentablemente masiva de la nunca declarada guerra de Malvinas.

En cuanto a los grupos sociales exponenciales que le dieron sentido político a la Plaza de Mayo, ocupándola y habitándola, se puede mencionar primero al movimiento obrero que abrazó la política sindicalista de Perón, metonimizado en la famosa figura de las patas en la fuente; y, años más tarde, a las Madres de Plaza de Mayo, que resistieron la represión durante la última dictadura circulando alrededor de la pirámide. Las Madres en su conjunto -a pesar de las internas que sufren los organismos de derechos humanos- ostentan la legitimidad de llevar la posta a la hora de manifestarse en la Plaza, no sólo por ser nominalmente de la Plaza, sino por la extensa lucha que sostienen y el capital político que consiguieron con la Casa Rosada como fondo. Son como habitantes vitalicias.

Pero claro, la Plaza es un espacio público, y en tanto vivimos en un estado de derecho (nos guste o no), sólo el Estado tiene derecho sobre ella. Por eso puede extender un vallado que la corta en la mitad para evitar que las manifestaciones se acerquen a la casa de gobierno, como sucedió en 2001. Y tal vez, quién sabe, así como la dictadura de Videla le agregó canteros para evitar movilizaciones, en un futuro amanezca con una reja perimetral como el resto de las plazas porteñas.

Lo que sucedió el último martes 15 en la Plaza se da en un marco distinto, de abulia, fragmentación, dispersión política, pero con antagonismos marcados y falsamente dicotómicos. La Asociación de Madres de Plaza de Mayo, alineada con el gobierno, se concentró para apoyar a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner por las amenazas sufridas durante un viaje en helicóptero. Mientras tanto, el dirigente del MIJD (con sus banderas cada vez más amarillo pro, en función de las tierras pertenecientes al ex centro clandestino de detención Club Atlético que el gobierno de Macri le cedió a ese grupo) Raúl Castells se encuentra haciendo una huelga de hambre por los habitantes del Chaco Impenetrable. Por otro lado, y como testigos mudos, ex colimbas durante el conflicto de Malvinas que prestaron servicios en la zona continental, acampan hace meses para que se los reconozca como ex combatientes y puedan recibir un subsidio. Y, para sumar a la heterogeneidad de la concurrencia, el martes 15 se autoconvocó también un grupo de bolivianos que se manifestaban por el asesinato a manos de la policía del albañil Juvelio Aguayo, de esa nacionalidad, al que acusaban de narco, y cuyo cuerpo trasladaron en un cajón para velarlo allí mismo. La frutilla del postre la pusieron, como siempre, los medios de comunicación.

Más allá del exabrupto injustificable de Hebe de Bonafini al querer echar con insultos a los familiares que protestaban por un caso de gatillo fácil, con el argumento de que "la plaza es nuestra" y de que "ésta es la plaza de la vida, no de la muerte", el hecho se degeneró más de lo que estaba en la máquina mediática. En una especie de reedición más pequeña de lo que fue la "toma" ruralista de la Plaza a mediados de 2008 y la posterior "recuperación" por parte de las organizaciones afines al gobierno (¿el regreso decimonónico a la Plaza de[l Frente para] la Victoria?), lo de ayer fue una disputa territorial entre kirchneristas (Hebe) y antikirchneristas (Castells) por un espacio emblemático. Aunque esa disputa tiene varios antecedentes ya desde la década del setenta, cuando las dos grandes fracciones del movimiento peronista se cantaban y se tiraban alguna que otra piedra desde Rivadavia hacia Yrigoyen y viceversa. Pero convivían en la Plaza por un denominador común, curiosamente, de nombre adversativo como la primera palabra de esta oración.

Pero (¡otra vez!) volviendo al martes 15, Castells aprovechó para las cámaras la oportunidad para hacer suyo el reclamo de la familia boliviana, en vistas de que los militantes de la Asociación de Madres creyeron que el ataúd podía ser una provocación opositora. El asunto es que antes de ese encontronazo, hubo problemas entre el MIJD y las Madres por la delimitación de la Plaza y, seguramente, chispazos entre sus respectivos adelantazgos. Y en ese barullo, los medios aprovecharon su posición contraria al gobierno para denostar a Hebe y que sus dichos fueran la noticia. Sus dichos, que fueron un lamentable intento de invisibilizar un reclamo que hace algunos años, cuando no había implicancias con los gobiernos de turno y la comunidad boliviana tenía menos incidencia en el espacio público que hoy, hubiera sido mediado precisamente por los organismos de derechos humanos y levantando como otra bandera de lucha. Días más tarde se supo que los insultos se dirigían contra Alfredo Ayala, presidente de la Asociación Civil Federativa Boliviana, quien está acusado en varias causas judiciales de explotar talleres clandestinos donde trabajan personas en situación de esclavitud. Como todo grupo social, la comunidad boliviana encuentra disputas también en su interior. Es probable que Ayala se hubiera encontrado allí como representante de una de las tantas asociaciones bolivianas para apoyar a la familia Aguayo (apoyo que tal vez haya sido tan oportunista como el de Castells). Y más allá de que la trata de personas es repudiable, no existió en el momento una acusación directa al respecto contra su persona; y en el caso de que se hubiera hecho, no se puede hacer transitiva esa culpabilidad a una familia que está reclamando por un asesinato a manos de las fuerzas de seguridad estatales. Mientras tanto, la Embajada del Estado Plurinacional de Bolivia ya solicitó a la cancillería argentina que investigue el asesinato y los hechos ocurridos el martes. Y seguramente algunos puntos opacos sobre lo sucedido se aclaren con el correr de los días.

La Plaza de Mayo es un espacio de visibilización, y como tal, es el lugar que han elegido distintos grupos sociales a lo largo de la historia argentina para instalar en la esfera pública sus demandas. La comunidad boliviana en Buenos Aires recién en los últimos años pudo generar una cierta repercusión social y una visibilidad de la comunidad hacia el resto de la sociedad, con las distintas movilizaciones que protagonizaron a partir de la llamada guerra del gas en 2003 ocurrida en Bolivia, y que terminó con la caída del presidente Sánchez de Losada. En este caso que comentamos, la demanda de la familia boliviana fue desautorizada por una referente con una autoridad ganada por años de lucha y con la potestad indiscutible de desautorizar a grupos que reivindican la tortura, la represión y el terrorismo de estado (pero resulta incomprensible que lo haya hecho con este caso particular); y, como plus, la demanda quedó invisibilizada gracias a los medios, que resaltaron otros puntos de los sucesos.

Doscientos años después del 25 de mayo los colores de las divisas que alumbra la Plaza de Mayo constituyen un auténtico papel tornasolado. La disputa territorial es puramente política y se debe jugar según esas reglas, que no por eso deja de lado el posicionamiento de fuerzas a través de los cuerpos. De hecho, el espacio público se toma, se ocupa, se pelea y se gana con el cuerpo. El derecho extra-jurídico (que comienza como un desvío marginal frente al orden impuesto por el Estado) a establecerse en la plaza se ejerce con la movilización, su visibilización social y la posterior obtención de un capital político que logra instalar el tema en cuestión en la agenda política. La familia boliviana que fue a velar a su ser querido lejos estaba de pintar de negro los pañuelos de las Madres, como ocurrió con los familiares de los militares muertos por las guerrillas en los setenta, liderados por Cecilia Pando. Las Madres seguirán siendo la punta de lanza de todas las manifestaciones que busquen justicia. Las huellas de los pañuelos sobre las baldosas son indelebles. Pero no como escritura de propiedad, sino como faro para el resto de las luchas populares, por más fragmentadas que estén (y justamente, los pañuelos siempre fueron un gran factor aglutinante). Y no hablamos estrictamente de la lucha de Castells -cobijado hace tiempo por el fascismo partidario, más allá de que personifique el reclamo de personas con necesidades básicas insatisfechas-, sino de las eventuales voces de los sin-voz que toman el espacio público poniendo el cuerpo, para hacerse escuchar con un clamor pelado de justicia o con una denuncia contra los atropellos del Estado, en el vórtice del remolino urbano y mediático.

Apostillas mediáticas sobre el caso:

-Los medios masivos de comunicación, en su mayoría contrarios al gobierno, resaltaron el dislate de Hebe de Bonafini. Todo se redujo a un enfrentamiento entre ella y Castells. Mientras tanto, el caso de gatillo fácil quedó solapado. Una vez más. Como muestra, TN recién al día siguiente puso al aire una nota filmada el 12 de diciembre informando sobre el asesinato del albañil boliviano a manos de la policía, "para que la gente sepa" el origen del "conflicto Hebe-Castells". Si no, difícilmente lo hubieran pasado al aire.

-C5N es el canal de cable de Daniel Hadad, al que accedió gracias a un acuerdo con el gobierno de Néstor Kirchner. Pero es evidente que el acuerdo fue que el canal se comprometía a no criticar la marcha de la economía del gobierno, a cambio de poder decir lo que se les cantara en materia de derechos humanos. Por ejemplo, cubren cuanta marcha organiza Pando y retrataron historias de vida de [gabis, fofós y] miliquitos "caídos durante la guerra antisubveriva". En este caso, mientras filmaban lo sucedido el 15, Eduardo Feimann decía -regalón de epítetos- que por ahí andaba "el parricida Schoklender"; y tomó como fuente para que contara lo ocurrido a Raúl Castells. Éste, más allá de la alharaca que hizo del cruce con la titular de Madres, elogió a Schoklender por haber calmado los ánimos y negociado la delimitación de la Plaza (el fascista Feimann refunfuñó por lo bajo). Y cuando terminaba la entrevista ambos cruzaron este saludo para la posteridad surrealista:
-Buenas tardes, Raúl. Usted sabe que lo estimo.
-Gracias, Eduardo, me siento honrado por su respeto.

sábado, 20 de junio de 2009

Marche un magnicidio

Ver a Nicolae Ceausescu o a Saddam Hussein rehuyendo a la muerte con la ropa desaliñada y la barba crecida, días después de haber manejado los hilos de sus respectivos países con una firmeza digna de la parca, genera un morboso extrañamiento. El poder político inviste a personas pero puede dejarlas de un día para el otro, como una novia arrepentida de los galones ofrendados. Fueron ejecuciones captadas por cámaras y televisadas que se produjeron poco tiempo después de que esas figuras políticas fueran derrocadas de un plumazo; y su espectacularización tuvo el plus de mostrar los rostros grisamarillos y desencajados de esos personajes desinflados de poder.

Estas condenas a muerte, legales en el marco de una justicia ficcional instituida temporalmente por un grupo de poder recién llegado, también deberían considerarse magnicidios (y hasta el "hetero-magni-suicidio" de Slobodan Milosevic en su prisión de La Haya). Así como la pena de muerte contra un "delincuente común" es un asesinato (en la escala valorativa del lenguaje que solemos utilizar, ¿sería un nanocidio?).

Los magnicidios, desde el siglo XX, se consuman ya por una estrategia imperialista, una intriga cuartelera o una revuelta popular, circunstancia ésta que sucedió las menos de las veces. Y los escenarios suelen ser esos estados que muchos liberales optimistas ven rielados en las vías del desarrollo, pero en realidad divagan como locomotora en la arena. El caso tercermundista más cercano tal vez sea el linchamiento del presidente boliviano Gualberto Villarroel en 1946, quien fue quemado y colgado de un farol de la Plaza Murillo de La Paz. Aunque claro, tenemos también los casos de JFK en los Estados Unidos o Aldo Moro en Italia. Pero por más relevante que sea el asesinato político, no necesariamente va a implicar en sí mismo una transformación sociopolítica drástica, si no es acompañado por un movimiento popular que aspire a revolucionar las estructuras, para decirlo de manual.

Si adoptamos la postura del periodismo deportivo, que de todo hace una estadística, nos encontramos con que el continente africano es el más propenso a los atentados presidenciales; o para decirlo con una metáfora parca, el que más condena a sus mandatarios a aparcar la vida de espaldas a un muro. Lo cierto es que en los últimos sesenta años, "África registró un tercio de los magnicidios", según un cable de la Agencia EFE. En ese período, cuarenta y siete dirigentes fueron asesinados, diecisiete de ellos en el continente cuna del homo sapiens.

En general, y para los demócratas (liberales optimistas) que ven en África sistemas políticos jóvenes que aspiran a encauzar sus democracias, esta inestabilidad en el continente persistirá sin la ayuda crediticia de occidente que permita actualizar el coloniaje. Pero no tienen en cuenta que el problema de fondo es anterior a la constitución de los sistemas políticos. Los países centrales fueron pésimos planificadores de fronteras; o tal vez las hayan trazado de modo tal que el conflicto sea eterno. Los límites políticos africanos -armados para afianzar el control central: dividir y reinar- fueron tan caprichosamente guiados por conveniencias económicas con respecto a los pueblos o naciones que habitaban sus territorios, como lo fueron en América con respecto a los pueblos indígenas, en Medio Oriente con respecto a los palestinos o en tantos otros lugares. Como afirmara Rodolfo Walsh en su excelente nota "La revolución palestina", los países colonizadores se retiraron de las colonias independizadas dejando "la semilla de un conflicto inagotable".

Tal vez los magnicidios en continente africano más recordados sean el del presidente egipcio El Sadat en 1981; el del presidente liberiano Samuel K. Doe en 1990, cuya guerra civil desatada fue documentada por Arturo Belano, en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño; el "dos pájaros de un tiro" de los presidentes de Ruanda y Burundi en 1994, cuando el avión en el que viajaban fue derribado por un misil, lo que dio inicio al genocidio tutsi por parte de lo hutus; y el del presidente de la República Democrática del Congo, Laurent Kabila (aquel líder guerrillero cuya indecisión en los sesenta llevara a la desesperación del Che Guevara y su posterior huída de esa extraña campaña por el África), en 2001. El último fue João Bernardo Vieira, de Guinea Bissau, en marzo de 2009, por componendas con el jefe militar que había sido asesinado un día antes.

Así, África es noticia por su inestabilidad política y sirve de referencia para algunos analistas advenedizos que pretenden asustar a los votantes en tiempos de elecciones diciendo que África es "nuestro destino". O bien sale en un especial del suplemento Ñ que muestra esa cara "ignorada" del continente (en cuyo ocultamiento colaboran los propios medios por omisión) de manera folclorizante. Pero detrás de esa fachada que construye occidente, los tambores no sólo suenan para "clamar ayuda a los países centrales", sino que, ejecutados por actores políticos (el pueblo, otra vez de manual), muchos percuten en la lonja versiones superadoras de nuestro "Hay que matar al presidente".