Dentro del ómnibus, tan sólo podía percibirse un rejunte de olores dulzones y ácidos, una combinación entre transpiración, coca y cebolla morada que me borró de un plumazo la modorra. De lo que sucedía afuera del ómnibus nada se olía ni se veía ni se oía; apenas se podía sentir en el cuerpo el frío nocturno, la altura y un cierto ahogo.
Necesitaba destejer alguna certeza entre las tramas de silencio y negrura que nos rodeaban. Me acerqué al enigma de la ventanilla, cegada por una lámina de escarcha en su exterior, y con la mano enguantada la desempañé para ver. El motor del micro se encendió de repente y los haces de luz del coche alumbraron algunas rocas sobre la ruta, ahora sí como un faro propio que anuncia los peñascos insalvables. Me derrumbé en el asiento nuevamente. El ómnibus retrocedió apenas y dio media vuelta. Aceleró, pero antes un piedrazo se estrelló en el techo, tan anónimo como la noche que nos rodeaba.
***
Amanecimos en Challapata, a orillas del lago Poopó, supuesto albergue de la Atlántida, hasta donde el micro había tenido que retroceder. Un pueblito ubicado al sur de Oruro que suele ser parada de ómnibus para comprar algo de comer y aprovechar la letrina del comedor, o bien algún descampado impúdico donde el barro cocido de las paredes de las casas se diluye en la pacha que lo vio nacer. De hecho, allí habíamos hecho la última parada la noche anterior.
La luz amanecida que se asomaba en el altiplano alumbraba el marrón adobe uniforme del pueblo, aún dormido y estático como una fotografía, apenas ribeteada por el viento que agitaba una mata de pasto seco o una bolsa enredada en un arbusto. El día que despuntaba pareció envalentonar al coche para volver a enfrentar el obstáculo madrugador que se encontraba más adelante. Los pasajeros también empezaron a presionar al chofer para que retomara su camino y evitara más retrasos. Las coordenadas, los nombres, la situación geográfica y nosotros mismos perdimos el anonimato a la luz gris refractada por las nubes que encapotaban el cielo cercano. El micro retomó el viaje hacia el este. A 36 kilómetros de Challapata, internándonos por los cerros y luego de una curva que giraba hacia la derecha, justo donde la Ruta N° 1 corrige su trazo accidentado hacia el sur potosino, nos topamos nuevamente con el bloqueo que había interrumpido nuestro viaje por la madrugada. La ruta estaba flanqueada por dos serranías bajas y áridas a ambos costados, desde donde se veía un puñado de personas en actitud vigía. Éramos los primeros en llegar, sin invitación, al mitin.
Aguardé durante un rato en mi asiento mientras comenzaba a formarse una larga fila de coches y camiones a ambos lados del bloqueo. El caserío de adobe que había en el lado izquierdo de la ruta pertenecía al ayllu Qaqachaca, y llevaba un nombre inmejorable para las circunstancias: Crucero. Los indígenas se paseaban con sus vestimentas coloridas, sus altos chulos, sus aguayos y sus chaquetas de hilo tejido. Raúl, un pasajero del micro que venía de visitar a su familia de Oruro, fue el primer adelantado que trajo alguna noticia sobre lo que sucedía en el bloqueo.
–Ahí están los comunarios, piden por la tierra, por los papeles; pues les sacan la coca. Y por el diputado que echaron –contó a quienes quisieran escuchar.
Raúl comentó que la protesta era una reacción frente a la destitución del Congreso días antes del único diputado que representaba los intereses cocaleros, un tal Evo Morales; y contra la política de Coca Cero que sostenía el gobierno boliviano presidido por Jorge "Tuto" Quiroga. Según el orureño, el gobierno avanzaba sobre territorio comunitario a pedido de Estados Unidos, y los bolivianos que escuchaban a su alrededor lo acreditaron asintiendo en silencio, aunque con un visible fastidio. Ese bloqueo, como seguramente otros tantos que se desarrollaban en ese momento, era la consecuencia de un largo conflicto en torno a la hoja de coca y sus supuestas implicancias con el narcotráfico, que había llegado a su punto más álgido con la prohibición del cultivo y su comercialización a través de un decreto.
Recordé entonces que durante el mes de enero de 2002, la resistencia a esa medida había provocado varios choques entre soldados y cocaleros en la zona del Chapare, ante el intento de ocupación militar de los campos de cultivo en la zona central del país. Apenas había pasado poco más de un mes de los levantamientos en Buenos Aires que habían terminado con la presidencia de De la Rúa, pero la ebullición popular no era exclusiva de la Argentina. Del diciembre porteño, volví al flashback sobre mi enero de vacaciones en Bolivia y me vi leyendo la tapa de un diario en Uyuni que informaba, en dos recuadros de igual relevancia, la muerte de dos militares en choques con campesinos cocaleros, por un lado, y la muerte del sociólogo francés Pierre Bourdieu, por el otro. Una curiosa combinación que hablaba de mundos lejanísimos entre sí y de leyes tanáticas abismalmente diferentes. Lo cierto es que lo que consternaba a los medios masivos, y se había difundido a los comentarios callejeros durante ese mes, era la furia de los combates que habían provocado la muerte de cuatro soldados en lo que iba del conflicto hasta ese día. Claro que nunca llegó a contabilizarse con exactitud la cantidad de campesinos masacrados. La tensión por aquellos hechos frescos en la memoria parecía flotar sobre aquel paraje inhóspito donde de repente se mezclaban las máscaras de turistas, viajantes e indígenas. El Carnaval de Oruro no parecía que fuera a servir de tregua.
Bajé entonces del micro con la intención de acercarme a los manifestantes para conocer sus demandas por testimonios de primera mano. Mientras me dirigía hacia el bloqueo vi un tipo correr por la falda de un cerro paralelo a la ruta esparciendo un polvo oscuro en su camino. La pólvora siempre fue la herramienta de trabajo de los mineros de Oruro que, a lo largo de sus históricas luchas, también fue utilizada como instrumento de defensa. Antes de llegar a un grupo de indígenas que conversaba quise entrar en confianza con un comunario que pasaba caminando junto a los coches mirando hacia el interior a través de las ventanillas. Le pregunté sobre el reclamo que los reunía: pero sólo hablaba quechua y me mostró el machete. Volví al micro.
***
Hacía casi dos días que estaba sentado en un micro. La idea de volverme desde Cusco hasta Buenos Aires por tierra era la más barata, pero también la más desgastante y larga. Saliendo el jueves por la noche desde la capital incaica, había calculado tres días y medio de viaje, llegando el lunes a la mañana al trajín laboral porteño. Y aunque en ese contexto ya casi ni tenían importancia, las cuentas se me iban deshaciendo.
Aún no se sabía si había negociantes entre los pasajeros de los micros y los conductores de los coches que se habían acumulado en esas horas a uno y otro lado del piquete. Según comentó otro pasajero del micro que había salido de La Paz hacia Villazón, el sábado había sido el día elegido para bloquear la ruta porque evitaban cualquier tipo de represión.
–El ejército está de franco ahorita sábado, nos vamos a tener que quedar acá nomás hasta el lunes –susurró entre seseos resignados.
Cuando el hambre arreciaba, pasado el mediodía, bajé del micro nuevamente a comprar bananas de un camión que estaba varado con un acoplado desvencijado cargado de fruta: seis a un bolivianito. Una ganga que era la única comida del día, porque las pocas casas de Crucero que podían llegar a vender alimentos y bebidas habían cerrado sus puertas en solidaridad con el corte. Sin ir más lejos, los hartos racimos de plátanos volaron como un suspiro. Cinco bananas de tedio no fueron lo mejor en vistas de mi reciente intoxicación. De hecho, unos kilómetros antes de Challapata había tenido que poner el asiento a 90° porque si lo reclinaba me cagaba encima. La sexta banana la abandoné sobre el portaequipaje, encima de los asientos.
En el largo viaje que llevaba me había hecho amigo de Mariano, Rosario y Homero, que también rondaban los 20 años y volvían solos luego de sus respectivos viajes grupales por la ruta juvenil y manuchaísta de Bolivia y Perú. Teníamos que hacer pasar el tiempo porque no había indicios de que el bloqueo fuera a liberarse en el corto plazo. A pesar del poco sueño que llevaba me resultaba difícil dormir. Y el insomnio aburría. El resto de mis compañeros ocasionales estaba en la misma, así que matamos el tiempo como pudimos. Envido, quiero, veintiocho, son buenas, truco, no quiero, un diálogo soporífero y monótono que atentaba contra el momento lúdico de las cartas. No puedo ni mentir, dijo Mariano, precedido de un largo bostezo que coronó cabeceando el respaldo del asiento.
Por su parte, Rosario, estudiante de periodismo, estaba pendiente de saber si los negociantes de los que se hablaba eran tales. Nadie los había visto, y menos aún tratando con los manifestantes. Guiada por su olfato pre-profesional, fue a chequear ese rumor sobre negociaciones que se había extendido desde el principio del parate. Pero volvió con otros rumores que desmentían los anteriores y que también eran difíciles de confirmar. No se veían pasajeros en el piquete y parecía imposible acercarse a los comunarios o dialogar con ellos. Sumergida en su asiento, especie de confesionario improvisado, comenzó a hablar sin que nadie se lo pidiese de su relación con un batero de una banda de rock argentina de renombre. Una linda chica que exponía en vidriera sus desamores frente a tres espectadores varones hambrientos y hastiados.
–El tema es que anduve con un flaco en el viaje –dijo de repente con un tono falsamente preocupado, observando por la ventanilla el horizonte en suspenso, como su última oración. Crucé una mirada cómplice con Homero: los dos parecíamos estar pensando en preparar la misma carnada. Y sin embargo, la libido también estaba atemperada como en un vaso on the rocks. Aunque se estuviera por acabar el mundo, el espacio para el deseo estaba suspendido, todas las iniciativas para tornar un posible apocalipsis más colorido se agrisaban en la apatía, el cansancio y la tensa incertidumbre.
***
La espera continuaba. El telón de fondo altiplano en el que nos encontrábamos parecía servir de soporte a un cuadro de Brueghel. Un fresco intercultural de hormigas entremezclándose sin rumbo, buscando un rincón detrás de alguna piedra para responder a los llamados biológicos, corriendo chismes sobre lo que se discutía en el piquete, bailando involuntarios caporales al son de algún cartucho de dinamita que, en la pequeña quebrada por donde pasa la ruta, resonaba en un curioso eco musical.
El día se debatía entre nubes grises y el bostezo de un sol blanco. Yo en cambio me debatía entre la simpatía que me generaba la protesta y la imposibilidad de charlar siquiera con los protagonistas, más el malestar que arrastraba y, claro, el aburrimiento que la situación generaba. Continuar la lectura del libro que llevaba me resultaba más intrascendente que experimentar el embole de no poder intervenir frente a lo que pasaba detrás de la ventanilla. Para colmo, el frescor del altiplano se hacía sentir y como los choferes no querían abrir los baúles portaequipajes no podía sacar la campera que había dejado en la mochila.
Mientras Mariano y Rosario consiguieron apuntalar una siesta, me quedé charlando con Homero de la carrera de Música de La Plata que estaba cursando, de toda la música que íbamos a escuchar a nuestro regreso y de la alegría indefinida que sería sentarse a tocar la guitarra después de un mes sin ella. Y también de su nombre simpático que salpimentaba un poco esa odisea, no en un mar, pero sí en un país mediterráneo. Eso sí, evitamos el tema de los platos humeantes de comida para no alentar más crujidos estomacales. En un momento, dejó de lado su risa fácil y me miró serio.
–¿Sabés una cosa? –me dijo de repente, preanunciando algo no muy bueno. –En la Isla del Sol, en una zona arqueológica, encontré tirada una llamita de piedra tallada; y me mandé la cagada de agarrarla.
Esperó alguna reacción en mí, pero como me quedé impávido continuó:
–Cuando le conté al dueño del hostel donde paraba, el tipo se sacó. Me dijo que la devolviera a donde la había encontrado, que arrastraba alguna cosa así medio espiritual que me podía perseguir, ¿entendés?
–¿Y la devolviste? –le pregunté mientras mechaba mentalmente su relato místico con alguna maldición que nos hacía padecer esa demora en la ruta.
–Sí, la devolví, pero como estaba lejos del lugar donde la había encontrado, la dejé en la cima de un cerro de ahí cerca, entre las piedras.
En eso, una chica llegó al micro con la noticia –o bien un nuevo chisme que sumaba a esa ensalada de rumores y versiones de variado tipo– de que los indígenas habían endurecido el bloqueo porque un turista les había sacado una foto y los había desencajado. Hasta que no les den el rollo no desbloquean, informó, mientras todos se desesperaban por ir a buscar esa bendita cámara. Yo pensé en la maldita llama de piedra de Homero y tuve un sugestivo pero mínimo escalofrío. Casi una lastimosa autoinflexión emotiva. Agregado al divertido significado místico que podía llegar a encerrar el hecho de que estábamos en el día 2 del mes 2 del 2002. Me sacó de mis devaneos mágicos y escapistas el llanto de un flaco que resultó ser integrante del GEO de Jujuy, preocupado porque no llegaba a tiempo a su trabajo en San Salvador. A pesar de su histrionismo no recibió mayores compadecimientos. Por mi parte, yo debía llegar el lunes al laburo y ya no iba a ser posible. De todas formas, mucho no me importaba eso, sino el vértigo de estar a 4 mil metros de altura en una planicie seca. Y querer bajar de alguna manera.
***
Cerca de las cinco de la tarde bajamos del micro con mis tres amigos de viaje con la decisión de cruzar el piquete. Detrás de nuestro bus había alrededor de quince coches más, que preferían esperar una resolución in situ antes que regresar a hacer base en Challapata. Del otro lado del piquete y en el contracarril había menos micros, pero había que agotar las pocas posibilidades que teníamos de seguir viaje.
Luego de atravesar las primeras rocas, había otro grupo de piedras dispuesto de manera circular para la asamblea permanente que sostenían los integrantes del ayllu. Cuando atravesamos el bloqueo, los indígenas interrumpieron su discusión y nos dedicaron unas miradas silenciosas. Las llamas que pastaban a un costado de la ruta también levantaron sus ojos hacia nosotros. Volví a recordar la llamita de piedra homérica, pero seguir pensando en que toda esa situación era a causa de la desobediencia de algún oráculo no sólo era una postura egocéntrica, sino que desmerecía la lucha y la puesta en juego de los cuerpos en la protesta de esa comunidad kolla. Parecía que éramos los primeros en atrevernos a trazar una tangente en el círculo impenetrable de la asamblea. Una vez del otro lado, consultamos con cuatro o cinco choferes la posibilidad de que pegaran la vuelta e hiciéramos intercambio de pasajeros: que los que iban hacia el norte cruzaran a nuestros micros para volver hacia Challapata y que nosotros hiciéramos lo inverso. Pero resultaba ser una operación muy compleja. Ningún chofer nos contestó, o a lo sumo recibimos una negativa muda con la cabeza. Volvimos a nuestro micro con las manos vacías. Enseguida distintos grupos de personas comenzaron a cruzar el corte con las mismas intenciones.
A poco de haber regresado de la incursión del otro lado del bloqueo, comenzaron a verse movimientos de los comunarios. Iban dando gritos de un lado para el otro mientras se calzaban unos cascos de madera pulida, curvos y con la parte posterior alargada. A los que están cruzando el corte les robaron todo, nos dijo un uruguayo que viajaba con su novia. Y dicen que están abriendo los portaequipajes de los micros, concluyó. Miré ilusionado por la ventanilla el paisaje automotor dispuesto sobre la ruta, pero no pude ver nada de lo que los rumores afirmaban. Mi campera seguiría durmiendo en el baúl del bus.
Mientras tanto, la agitación seguía. Uno de las organizaciones que apoyaba el corte había tenido una disputa con el grueso de los manifestantes y se escaparon detrás de varias detonaciones de dinamita hacia el este. En la parte delantera del coche, un grupo de bolivianos charlaba junto a la puerta sin perder ningún detalle de lo que pasaba afuera. Allí estaba Raúl, que llevaba la voz cantante.
–Este ayllu nunca fue conquistado –dijo con expresión de seriedad hacia los turistas curiosos. –De hecho esos cascos de madera que tienen puestos son copias de los cascos de metal que llevaban los españoles. Y en el Tinku se emborrachan y se matan a las trompadas –sentenció con una severidad que pretendía ocultar o compartir el miedo que sentía.
–Y por qué no volvemos a Challapata –consultó entre palabras y hojas de coca uno del mismo grupo al chofer del micro.
–Cortaron el paso de regreso también –le respondió sin perder la calma su compatriota, también chajtando unas hojas. La comunión de la coca, origen velado del bloqueo, estaba presente en el escenario del conflicto como un indiferente y tímido susurro de autoafirmación.
A medida que el sol intermitente se escondía detrás de los cerros y la noche se avecinaba, se oían más frases cargadas de preocupación. La acumulación de tensión llegaba a su tope. Bajé una última vez, sacando mis brazos de las mangas del buzo para abrazarme por dentro y mitigar algo de frío, y miré a través del piquete. La ruta se enderezaba en la altiplanicie y la perspectiva dejaba ver una leve pendiente ascendente hacia el horizonte sur, en el que los cerros se dispersaban. La meseta de Vilcapugio, por donde un Belgrano afiebrado de paludismo había tenido que huir de los cañonazos realistas en 1813, se desplegaba anunciando una nueva batalla.
***
El ejército llegó con las últimas luces del atardecer, del lado izquierdo del micro. El primer indicio de su arribo fue el repliegue de los vigías que dominaban los cerros. Ya no se veían personas rondando los coches afuera. La famosa calma previa al ciclón, comentó profético Homero, pero no me daba ni para sonreír. A través de un altavoz, los milicos instaron a los indígenas a que liberaran la ruta. Miré por la ventanilla hacia atrás, donde el camino caracoleaba. La hilera de soldados a pie y camiones militares emergió por detrás de la curva hacia Challapata y sentí una mezcla de contradictorio alivio. No hubiera querido jamás esperar que los milicos vinieran a resolver un conflicto en el que me veía afectado. ¿Iba a tener que agradecerles? Y, peor aún, ¿agradecerles una probable represión? No había indicios de que fuera a existir un diálogo con los qaqachaca. Además, por todo lo que se había contado durante el día era mejor que ni aparecieran. Eso daba para quilombo en serio.
Una turista corrió la cortina de la ventanilla y tomó una foto del contingente militar que se acercaba al bloqueo y a los coches, en un rapto de éxtasis que parecía querer menos atesorar una imagen de ese momento que violar la prescripción fotográfica que había sentenciado la asamblea indígena. Enseguida apareció un soldado que se adelantó a su grupo alertado por el flash y golpeó el vidrio:
–No tomen fotografías –gritó. Y de paso pidió que corriéramos las cortinas, con las consecuentes reprimendas de los pasajeros hacia la fotógrafa incontinente.
–Ya ve lo que pasa, niña –dijo para sí, casi imperceptiblemente, una chola que viajaba en el asiento detrás del mío, ataviada con un saco y un sombrero negros.
–Quédense quietecitos los gringos que el bloqueo controlado está –comentó la otra mujer que se sentaba a su lado, entre bolsas de aguayo con mercadería para vender en la frontera.
–Ya era hora que llegaran, pues –dijo apoltronándose en el asiento a su mujer un coterráneo de los soldados y de los indígenas.
–Esto no va a terminar bien –me comentó Rosario, mientras Mariano, que se había ido a los asientos de adelante del coche giró para mirarnos con un gesto que tampoco auguraba buenas expectativas. Volví a recordar los enfrentamientos de enero y la saña con la que los capitostes del gobierno y del ejército habían informado que iban a perseguir a los responsables de las muertes de los soldados.
Dentro del micro, los militares parecían los salvadores de la situación para algunos de los viajeros. Pero para otros inspiraba una mayor desconfianza que la que habían manifestado sobre los indígenas. ¿A qué precio iban a liberar la ruta?
Pocos minutos después cayó el primer cartucho de gas, justo al lado de mi ventanilla, para dispersar a los bloqueadores. Los mismos gases que hacía poco más de un mes había aspirado por primera vez en la Plaza de Mayo (piquete y cacerola...), el mismo picor en la garganta, sólo que ahora no me sentía partícipe de nada. Una especie de déjà vu que repetía el aspecto formal, pero donde la geografía y los protagonistas eran distintos. Yo tan sólo era un triste y eventual espectador de una represión rural en el medio del Alto Perú, lejos de las diagonales porteñas y los bancos incendiados. Sentí la otredad a flor de piel.
–¡Miren eso! –dijo con sorpresa Homero, señalando hacia la derecha del micro. Los qaqachaca se habían subido a la cima del cerro, a unos cincuenta metros de altura. Allí se formaron en una hilera de cara a la ruta y al ejército, a lo largo de la plataforma montañosa. Los colores de las vestimentas salpicaron la postal enmarcada por la ventanilla del micro, digna de una película de Sanjinés; rojos y fucsias y azules y turquesas y amarillos y verdes absorbían los últimos rayos ocres del sol y le daban un tinte nuevo al paisaje, que contrastaba con el fondo del cielo encapotado. Del otro lado del micro, tras las cortinas de las ventanillas se difundía la cortina de gas lacrimógeno. Hubo un breve momento de tregua y reposicionamiento hasta que los indígenas, desde el cerro, empezaron a proferir sus gritos de guerra y a armar sus hondas, coronados con esos cascos de madera parecidos a los españoles. El cuadro me generó ese nivel de extrañamiento que puede provocar la experiencia de una situación ficticia, como un sueño o una película; esa sensación volátil vino cargada de algo más tangible, una resaca de temor que los hechos de diciembre en Argentina no habían alcanzado. Acá no íbamos a presenciar una protesta de globalifóbicos o de ahorristas afectados por el corralito. Y nadie iba a poder registrarlo.
Luego de los gases, desde la izquierda del micro se oyeron los primeros balazos de goma. Y enseguida una lluvia de piedras respondió desde el otro lado. Muchas impactaron contra el coche, que servía de barricada para el ejército. Inmediatamente, todos los pasajeros tuvimos que tirarnos desde los asientos al pasillo, cubriéndonos las cabezas con lo que hubiera a mano.
Una explosión de dinamita más cercana que las que habían musicalizado el día agitó un poco más los ánimos. La pólvora de los mineros, lejos de horadar las vetas metálicas en las entrañas de una montaña, atronaba la meseta a cielo abierto, buscando volar algún casco o al menos amedrentar a los militares.
Pero no hubo nada de eso. Desde mi ubicación en el pasillo, aplastado por la cholita que había estado sentada detrás de mí y se había arrojado desesperada en el lugar más cercano y protegido que encontró, escuché que los disparos eran más secos y silbantes. De la goma al plomo no hubo escalas. Y ahí se escucharon más gritos, tanto fuera como dentro del micro. Mi pierna estaba trabada por el cuerpo pulposo de la mujer, así que me resigné a permanecer quieto, con la cara sobre la alfombra de goma mugrienta, surtida de franjas paralelas que marcaban la piel. Alcancé a ver a Homero en la misma situación, ciego frente al piso, entreverado en una maraña de brazos, piernas, troncos y cabezas que parecían especial y mecánicamente dispuestas para una orgía. Intenté no desesperarme, relajé mi cuerpo y puse la mente en blanco, tan sólo aguzando el oído para escuchar los pormenores de una batalla desigual que se plasmaba en el celuloide de mi imaginación. Otra vez, como la noche anterior en la que habíamos llegado al bloqueo, debía guiarme por la confusión de los sentidos.
Imaginé a los indígenas parapetándose entre las piedras del cerro, esquivando las balas; los militares dividiéndose, unos subiendo a los tiros al cerro y otros metiéndose entre las casas; las mujeres corriendo con sus guaguas a cuestas; los militares entrando a las casas de adobe que ni puertas para patear tenían; los qaqachaca arrojando las últimas piedras, un diálogo bélico de repente trunco; los qaqachaca en el piso, inmovilizados bajo la punta del fusil; los llantos de los niños; una decena de indígenas caídos en la tierra seca, la pacha sagrada humedecida por una imprevista ofrenda de sangre. Los disparos. Los gritos. O tal vez todo fuera muy distinto, y menos lamentable. Y así las imágenes de mi mente me permitían ver otros finales: una retirada de los qaqachaca, un traslado del escenario de la batalla a una zona más apartada donde acordaban una paz improbable, la dispersión y el regreso de los militares para liberar la ruta y volver a sus casas de adobe, tal vez de ladrillo, en el pueblo o la ciudad.
Un rato después de la balacera, la confusión sonora se fue acallando en la oscuridad de la noche recién llegada. La negrura se tornaba cómplice de la forzada discreción militar. Las voces de guerra se habían retirado por detrás del cerro de la derecha, y apenas se escuchaban algunas órdenes castrenses abajo en el caserío. Poco a poco el pasaje fue incorporándose. Permanecí parado un momento, expectante, esperando una señal. Recién ahí sentí las palpitaciones retumbando dentro de mi pecho, cuando un milico de rasgos indígenas subió al micro y pidió que los ayudáramos a sacar las piedras del camino. ¿Tendría ascendencia de algún pueblo originario de esa región? Seguramente ni le importaba. Como la mayoría, volví a mi asiento y allí me quedé estaqueado y alerta. A esa altura quería seguir viaje, pero tampoco me iba a prestar a ser colaboracionista. El soldado se quedó observándonos uno a uno y descendió del ómnibus. Dos hombres se miraron entre sí y bajaron detrás de él. Cuando uno de los tipos que fue a despejar la ruta volvió, accedimos a una nueva cuota de rumores que circulaba afuera.
–Parece que hubo muertos –le dijo al chofer desempolvando su campera de cuero. Por detrás de la ventanilla apenas se alcanzaban a ver algunas sombras corriendo entre las casas de Crucero. Y el contorno de los cerros recortando el cielo violáceo.
Luego de veinte horas de bloqueo, el ómnibus atravesó ese mojón desacoplado, cruzándose con la fila de coches que venían por el otro carril. Esperé ansioso y pesimista a que se detuviera nuevamente, que otro piedrazo nos hiciera retroceder. No podía ser que estuviéramos en camino nuevamente, así de repente. Resultaba extraño haber pasado de un estático y largo involucramiento visual a una precipitación de los hechos que me arrancaba de un escenario en el que nada había podido hacer y en el que, por lo tanto, no podía haber quiebre alguno. Tenía que convencerme de que la vocación de heroísmo diferida era una estupidez. No se trataba de estar o no a la altura de las circunstancias para justificar esa parsimonia ante lo sucedido, sino de lo accidental e involuntario de la situación y de que no había sido más que un eventual viajero bloqueado. Además, tampoco me iba a estar haciendo el guapo en territorio ajeno. Pero me costaba desentenderme tan fácilmente: había sido un testigo pasajero y fugaz de algo que no sabía todavía bien de qué se trataba. Dentro del micro reinaba el silencio y la penumbra. Ya no veía a mis amigos, pero los podía reconocer atravesando ese mismo silencio testigo de quien vio y escuchó cosas, aún demasiado frescas para reconstruirse. Intenté relajar mi cuerpo de las tensiones que lo habían enervado imperceptibles y volví a sentir frío y hambre. Todavía quedaba un largo viaje por delante. Pero por detrás también quedaba algo, una necesidad de saber, una falta, una impotencia, un dolor. La luz de la cabina del chofer se apagó y, acelerando sobre la recta de asfalto, el coche se metió en un banco de niebla mientras yo caía rendido a las brumas del sueño.
***
Renacer de Bolivia, de Buenos Aires (marzo de 2004): “Sangre en Killakas Asanajaqis. Recuerdan un episodio histórico que marca el camino de retorno al poder (…) La lucha por la tierra y el territorio, fue la causa de la movilización del 2 de febrero de 2002, la nación Jatu Killakas Asanajaqis, conjuntamente con sus autoridades originarias y sus bases, iniciaron acciones en el sur del departamento de Oruro, bloqueando la carretera Oruro – Potosí en la comunidad de Crucero. Por entonces el presidente del gobierno boliviano Jorge Quiroga Ramírez, ordenó que los organismo represivos de la Policía Nacional y el Ejército, se unieran para la contraofensiva que culminó en la “Masacre de Crucero”, aproximadamente entre 70 y 100 efectivos dispararon armas de fuego contra las reivindicaciones del pueblo originario, cuyo resultado fue el fallecimiento del líder Facundo Barcaya y los [diez] heridos (…) hoy considerados héroes de la Nación Jatun Killaka Asanajaqis. Este hecho ha marcado un hito en la historia de los pueblos originarios y como consecuencia de ello las autoridades originarias de JAKISA en coordinación con el Ministerio de Asuntos Indígenas y Pueblos Originarios con el objetivo de recordar la fecha de la masacre como una fecha histórica Indígena, el 2 de Febrero del presente año en la Comunidad de Crucero (a 30 km. de Challapata, carretera Oruro-Potosí) se realizó el segundo homenaje al héroe caído, Facundo Barcaya, y a los heridos de la “Masacre de Crucero” del 2 de Febrero de 2002 y entrega de monumento (…)”.
Aguardé durante un rato en mi asiento mientras comenzaba a formarse una larga fila de coches y camiones a ambos lados del bloqueo. El caserío de adobe que había en el lado izquierdo de la ruta pertenecía al ayllu Qaqachaca, y llevaba un nombre inmejorable para las circunstancias: Crucero. Los indígenas se paseaban con sus vestimentas coloridas, sus altos chulos, sus aguayos y sus chaquetas de hilo tejido. Raúl, un pasajero del micro que venía de visitar a su familia de Oruro, fue el primer adelantado que trajo alguna noticia sobre lo que sucedía en el bloqueo.
–Ahí están los comunarios, piden por la tierra, por los papeles; pues les sacan la coca. Y por el diputado que echaron –contó a quienes quisieran escuchar.
Raúl comentó que la protesta era una reacción frente a la destitución del Congreso días antes del único diputado que representaba los intereses cocaleros, un tal Evo Morales; y contra la política de Coca Cero que sostenía el gobierno boliviano presidido por Jorge "Tuto" Quiroga. Según el orureño, el gobierno avanzaba sobre territorio comunitario a pedido de Estados Unidos, y los bolivianos que escuchaban a su alrededor lo acreditaron asintiendo en silencio, aunque con un visible fastidio. Ese bloqueo, como seguramente otros tantos que se desarrollaban en ese momento, era la consecuencia de un largo conflicto en torno a la hoja de coca y sus supuestas implicancias con el narcotráfico, que había llegado a su punto más álgido con la prohibición del cultivo y su comercialización a través de un decreto.
Recordé entonces que durante el mes de enero de 2002, la resistencia a esa medida había provocado varios choques entre soldados y cocaleros en la zona del Chapare, ante el intento de ocupación militar de los campos de cultivo en la zona central del país. Apenas había pasado poco más de un mes de los levantamientos en Buenos Aires que habían terminado con la presidencia de De la Rúa, pero la ebullición popular no era exclusiva de la Argentina. Del diciembre porteño, volví al flashback sobre mi enero de vacaciones en Bolivia y me vi leyendo la tapa de un diario en Uyuni que informaba, en dos recuadros de igual relevancia, la muerte de dos militares en choques con campesinos cocaleros, por un lado, y la muerte del sociólogo francés Pierre Bourdieu, por el otro. Una curiosa combinación que hablaba de mundos lejanísimos entre sí y de leyes tanáticas abismalmente diferentes. Lo cierto es que lo que consternaba a los medios masivos, y se había difundido a los comentarios callejeros durante ese mes, era la furia de los combates que habían provocado la muerte de cuatro soldados en lo que iba del conflicto hasta ese día. Claro que nunca llegó a contabilizarse con exactitud la cantidad de campesinos masacrados. La tensión por aquellos hechos frescos en la memoria parecía flotar sobre aquel paraje inhóspito donde de repente se mezclaban las máscaras de turistas, viajantes e indígenas. El Carnaval de Oruro no parecía que fuera a servir de tregua.
Bajé entonces del micro con la intención de acercarme a los manifestantes para conocer sus demandas por testimonios de primera mano. Mientras me dirigía hacia el bloqueo vi un tipo correr por la falda de un cerro paralelo a la ruta esparciendo un polvo oscuro en su camino. La pólvora siempre fue la herramienta de trabajo de los mineros de Oruro que, a lo largo de sus históricas luchas, también fue utilizada como instrumento de defensa. Antes de llegar a un grupo de indígenas que conversaba quise entrar en confianza con un comunario que pasaba caminando junto a los coches mirando hacia el interior a través de las ventanillas. Le pregunté sobre el reclamo que los reunía: pero sólo hablaba quechua y me mostró el machete. Volví al micro.
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Hacía casi dos días que estaba sentado en un micro. La idea de volverme desde Cusco hasta Buenos Aires por tierra era la más barata, pero también la más desgastante y larga. Saliendo el jueves por la noche desde la capital incaica, había calculado tres días y medio de viaje, llegando el lunes a la mañana al trajín laboral porteño. Y aunque en ese contexto ya casi ni tenían importancia, las cuentas se me iban deshaciendo.
Aún no se sabía si había negociantes entre los pasajeros de los micros y los conductores de los coches que se habían acumulado en esas horas a uno y otro lado del piquete. Según comentó otro pasajero del micro que había salido de La Paz hacia Villazón, el sábado había sido el día elegido para bloquear la ruta porque evitaban cualquier tipo de represión.
–El ejército está de franco ahorita sábado, nos vamos a tener que quedar acá nomás hasta el lunes –susurró entre seseos resignados.
Cuando el hambre arreciaba, pasado el mediodía, bajé del micro nuevamente a comprar bananas de un camión que estaba varado con un acoplado desvencijado cargado de fruta: seis a un bolivianito. Una ganga que era la única comida del día, porque las pocas casas de Crucero que podían llegar a vender alimentos y bebidas habían cerrado sus puertas en solidaridad con el corte. Sin ir más lejos, los hartos racimos de plátanos volaron como un suspiro. Cinco bananas de tedio no fueron lo mejor en vistas de mi reciente intoxicación. De hecho, unos kilómetros antes de Challapata había tenido que poner el asiento a 90° porque si lo reclinaba me cagaba encima. La sexta banana la abandoné sobre el portaequipaje, encima de los asientos.
En el largo viaje que llevaba me había hecho amigo de Mariano, Rosario y Homero, que también rondaban los 20 años y volvían solos luego de sus respectivos viajes grupales por la ruta juvenil y manuchaísta de Bolivia y Perú. Teníamos que hacer pasar el tiempo porque no había indicios de que el bloqueo fuera a liberarse en el corto plazo. A pesar del poco sueño que llevaba me resultaba difícil dormir. Y el insomnio aburría. El resto de mis compañeros ocasionales estaba en la misma, así que matamos el tiempo como pudimos. Envido, quiero, veintiocho, son buenas, truco, no quiero, un diálogo soporífero y monótono que atentaba contra el momento lúdico de las cartas. No puedo ni mentir, dijo Mariano, precedido de un largo bostezo que coronó cabeceando el respaldo del asiento.
Por su parte, Rosario, estudiante de periodismo, estaba pendiente de saber si los negociantes de los que se hablaba eran tales. Nadie los había visto, y menos aún tratando con los manifestantes. Guiada por su olfato pre-profesional, fue a chequear ese rumor sobre negociaciones que se había extendido desde el principio del parate. Pero volvió con otros rumores que desmentían los anteriores y que también eran difíciles de confirmar. No se veían pasajeros en el piquete y parecía imposible acercarse a los comunarios o dialogar con ellos. Sumergida en su asiento, especie de confesionario improvisado, comenzó a hablar sin que nadie se lo pidiese de su relación con un batero de una banda de rock argentina de renombre. Una linda chica que exponía en vidriera sus desamores frente a tres espectadores varones hambrientos y hastiados.
–El tema es que anduve con un flaco en el viaje –dijo de repente con un tono falsamente preocupado, observando por la ventanilla el horizonte en suspenso, como su última oración. Crucé una mirada cómplice con Homero: los dos parecíamos estar pensando en preparar la misma carnada. Y sin embargo, la libido también estaba atemperada como en un vaso on the rocks. Aunque se estuviera por acabar el mundo, el espacio para el deseo estaba suspendido, todas las iniciativas para tornar un posible apocalipsis más colorido se agrisaban en la apatía, el cansancio y la tensa incertidumbre.
***
La espera continuaba. El telón de fondo altiplano en el que nos encontrábamos parecía servir de soporte a un cuadro de Brueghel. Un fresco intercultural de hormigas entremezclándose sin rumbo, buscando un rincón detrás de alguna piedra para responder a los llamados biológicos, corriendo chismes sobre lo que se discutía en el piquete, bailando involuntarios caporales al son de algún cartucho de dinamita que, en la pequeña quebrada por donde pasa la ruta, resonaba en un curioso eco musical.
El día se debatía entre nubes grises y el bostezo de un sol blanco. Yo en cambio me debatía entre la simpatía que me generaba la protesta y la imposibilidad de charlar siquiera con los protagonistas, más el malestar que arrastraba y, claro, el aburrimiento que la situación generaba. Continuar la lectura del libro que llevaba me resultaba más intrascendente que experimentar el embole de no poder intervenir frente a lo que pasaba detrás de la ventanilla. Para colmo, el frescor del altiplano se hacía sentir y como los choferes no querían abrir los baúles portaequipajes no podía sacar la campera que había dejado en la mochila.
Mientras Mariano y Rosario consiguieron apuntalar una siesta, me quedé charlando con Homero de la carrera de Música de La Plata que estaba cursando, de toda la música que íbamos a escuchar a nuestro regreso y de la alegría indefinida que sería sentarse a tocar la guitarra después de un mes sin ella. Y también de su nombre simpático que salpimentaba un poco esa odisea, no en un mar, pero sí en un país mediterráneo. Eso sí, evitamos el tema de los platos humeantes de comida para no alentar más crujidos estomacales. En un momento, dejó de lado su risa fácil y me miró serio.
–¿Sabés una cosa? –me dijo de repente, preanunciando algo no muy bueno. –En la Isla del Sol, en una zona arqueológica, encontré tirada una llamita de piedra tallada; y me mandé la cagada de agarrarla.
Esperó alguna reacción en mí, pero como me quedé impávido continuó:
–Cuando le conté al dueño del hostel donde paraba, el tipo se sacó. Me dijo que la devolviera a donde la había encontrado, que arrastraba alguna cosa así medio espiritual que me podía perseguir, ¿entendés?
–¿Y la devolviste? –le pregunté mientras mechaba mentalmente su relato místico con alguna maldición que nos hacía padecer esa demora en la ruta.
–Sí, la devolví, pero como estaba lejos del lugar donde la había encontrado, la dejé en la cima de un cerro de ahí cerca, entre las piedras.
En eso, una chica llegó al micro con la noticia –o bien un nuevo chisme que sumaba a esa ensalada de rumores y versiones de variado tipo– de que los indígenas habían endurecido el bloqueo porque un turista les había sacado una foto y los había desencajado. Hasta que no les den el rollo no desbloquean, informó, mientras todos se desesperaban por ir a buscar esa bendita cámara. Yo pensé en la maldita llama de piedra de Homero y tuve un sugestivo pero mínimo escalofrío. Casi una lastimosa autoinflexión emotiva. Agregado al divertido significado místico que podía llegar a encerrar el hecho de que estábamos en el día 2 del mes 2 del 2002. Me sacó de mis devaneos mágicos y escapistas el llanto de un flaco que resultó ser integrante del GEO de Jujuy, preocupado porque no llegaba a tiempo a su trabajo en San Salvador. A pesar de su histrionismo no recibió mayores compadecimientos. Por mi parte, yo debía llegar el lunes al laburo y ya no iba a ser posible. De todas formas, mucho no me importaba eso, sino el vértigo de estar a 4 mil metros de altura en una planicie seca. Y querer bajar de alguna manera.
***
Cerca de las cinco de la tarde bajamos del micro con mis tres amigos de viaje con la decisión de cruzar el piquete. Detrás de nuestro bus había alrededor de quince coches más, que preferían esperar una resolución in situ antes que regresar a hacer base en Challapata. Del otro lado del piquete y en el contracarril había menos micros, pero había que agotar las pocas posibilidades que teníamos de seguir viaje.
Luego de atravesar las primeras rocas, había otro grupo de piedras dispuesto de manera circular para la asamblea permanente que sostenían los integrantes del ayllu. Cuando atravesamos el bloqueo, los indígenas interrumpieron su discusión y nos dedicaron unas miradas silenciosas. Las llamas que pastaban a un costado de la ruta también levantaron sus ojos hacia nosotros. Volví a recordar la llamita de piedra homérica, pero seguir pensando en que toda esa situación era a causa de la desobediencia de algún oráculo no sólo era una postura egocéntrica, sino que desmerecía la lucha y la puesta en juego de los cuerpos en la protesta de esa comunidad kolla. Parecía que éramos los primeros en atrevernos a trazar una tangente en el círculo impenetrable de la asamblea. Una vez del otro lado, consultamos con cuatro o cinco choferes la posibilidad de que pegaran la vuelta e hiciéramos intercambio de pasajeros: que los que iban hacia el norte cruzaran a nuestros micros para volver hacia Challapata y que nosotros hiciéramos lo inverso. Pero resultaba ser una operación muy compleja. Ningún chofer nos contestó, o a lo sumo recibimos una negativa muda con la cabeza. Volvimos a nuestro micro con las manos vacías. Enseguida distintos grupos de personas comenzaron a cruzar el corte con las mismas intenciones.
A poco de haber regresado de la incursión del otro lado del bloqueo, comenzaron a verse movimientos de los comunarios. Iban dando gritos de un lado para el otro mientras se calzaban unos cascos de madera pulida, curvos y con la parte posterior alargada. A los que están cruzando el corte les robaron todo, nos dijo un uruguayo que viajaba con su novia. Y dicen que están abriendo los portaequipajes de los micros, concluyó. Miré ilusionado por la ventanilla el paisaje automotor dispuesto sobre la ruta, pero no pude ver nada de lo que los rumores afirmaban. Mi campera seguiría durmiendo en el baúl del bus.
Mientras tanto, la agitación seguía. Uno de las organizaciones que apoyaba el corte había tenido una disputa con el grueso de los manifestantes y se escaparon detrás de varias detonaciones de dinamita hacia el este. En la parte delantera del coche, un grupo de bolivianos charlaba junto a la puerta sin perder ningún detalle de lo que pasaba afuera. Allí estaba Raúl, que llevaba la voz cantante.
–Este ayllu nunca fue conquistado –dijo con expresión de seriedad hacia los turistas curiosos. –De hecho esos cascos de madera que tienen puestos son copias de los cascos de metal que llevaban los españoles. Y en el Tinku se emborrachan y se matan a las trompadas –sentenció con una severidad que pretendía ocultar o compartir el miedo que sentía.
–Y por qué no volvemos a Challapata –consultó entre palabras y hojas de coca uno del mismo grupo al chofer del micro.
–Cortaron el paso de regreso también –le respondió sin perder la calma su compatriota, también chajtando unas hojas. La comunión de la coca, origen velado del bloqueo, estaba presente en el escenario del conflicto como un indiferente y tímido susurro de autoafirmación.
A medida que el sol intermitente se escondía detrás de los cerros y la noche se avecinaba, se oían más frases cargadas de preocupación. La acumulación de tensión llegaba a su tope. Bajé una última vez, sacando mis brazos de las mangas del buzo para abrazarme por dentro y mitigar algo de frío, y miré a través del piquete. La ruta se enderezaba en la altiplanicie y la perspectiva dejaba ver una leve pendiente ascendente hacia el horizonte sur, en el que los cerros se dispersaban. La meseta de Vilcapugio, por donde un Belgrano afiebrado de paludismo había tenido que huir de los cañonazos realistas en 1813, se desplegaba anunciando una nueva batalla.
***
El ejército llegó con las últimas luces del atardecer, del lado izquierdo del micro. El primer indicio de su arribo fue el repliegue de los vigías que dominaban los cerros. Ya no se veían personas rondando los coches afuera. La famosa calma previa al ciclón, comentó profético Homero, pero no me daba ni para sonreír. A través de un altavoz, los milicos instaron a los indígenas a que liberaran la ruta. Miré por la ventanilla hacia atrás, donde el camino caracoleaba. La hilera de soldados a pie y camiones militares emergió por detrás de la curva hacia Challapata y sentí una mezcla de contradictorio alivio. No hubiera querido jamás esperar que los milicos vinieran a resolver un conflicto en el que me veía afectado. ¿Iba a tener que agradecerles? Y, peor aún, ¿agradecerles una probable represión? No había indicios de que fuera a existir un diálogo con los qaqachaca. Además, por todo lo que se había contado durante el día era mejor que ni aparecieran. Eso daba para quilombo en serio.
Una turista corrió la cortina de la ventanilla y tomó una foto del contingente militar que se acercaba al bloqueo y a los coches, en un rapto de éxtasis que parecía querer menos atesorar una imagen de ese momento que violar la prescripción fotográfica que había sentenciado la asamblea indígena. Enseguida apareció un soldado que se adelantó a su grupo alertado por el flash y golpeó el vidrio:
–No tomen fotografías –gritó. Y de paso pidió que corriéramos las cortinas, con las consecuentes reprimendas de los pasajeros hacia la fotógrafa incontinente.
–Ya ve lo que pasa, niña –dijo para sí, casi imperceptiblemente, una chola que viajaba en el asiento detrás del mío, ataviada con un saco y un sombrero negros.
–Quédense quietecitos los gringos que el bloqueo controlado está –comentó la otra mujer que se sentaba a su lado, entre bolsas de aguayo con mercadería para vender en la frontera.
–Ya era hora que llegaran, pues –dijo apoltronándose en el asiento a su mujer un coterráneo de los soldados y de los indígenas.
–Esto no va a terminar bien –me comentó Rosario, mientras Mariano, que se había ido a los asientos de adelante del coche giró para mirarnos con un gesto que tampoco auguraba buenas expectativas. Volví a recordar los enfrentamientos de enero y la saña con la que los capitostes del gobierno y del ejército habían informado que iban a perseguir a los responsables de las muertes de los soldados.
Dentro del micro, los militares parecían los salvadores de la situación para algunos de los viajeros. Pero para otros inspiraba una mayor desconfianza que la que habían manifestado sobre los indígenas. ¿A qué precio iban a liberar la ruta?
Pocos minutos después cayó el primer cartucho de gas, justo al lado de mi ventanilla, para dispersar a los bloqueadores. Los mismos gases que hacía poco más de un mes había aspirado por primera vez en la Plaza de Mayo (piquete y cacerola...), el mismo picor en la garganta, sólo que ahora no me sentía partícipe de nada. Una especie de déjà vu que repetía el aspecto formal, pero donde la geografía y los protagonistas eran distintos. Yo tan sólo era un triste y eventual espectador de una represión rural en el medio del Alto Perú, lejos de las diagonales porteñas y los bancos incendiados. Sentí la otredad a flor de piel.
–¡Miren eso! –dijo con sorpresa Homero, señalando hacia la derecha del micro. Los qaqachaca se habían subido a la cima del cerro, a unos cincuenta metros de altura. Allí se formaron en una hilera de cara a la ruta y al ejército, a lo largo de la plataforma montañosa. Los colores de las vestimentas salpicaron la postal enmarcada por la ventanilla del micro, digna de una película de Sanjinés; rojos y fucsias y azules y turquesas y amarillos y verdes absorbían los últimos rayos ocres del sol y le daban un tinte nuevo al paisaje, que contrastaba con el fondo del cielo encapotado. Del otro lado del micro, tras las cortinas de las ventanillas se difundía la cortina de gas lacrimógeno. Hubo un breve momento de tregua y reposicionamiento hasta que los indígenas, desde el cerro, empezaron a proferir sus gritos de guerra y a armar sus hondas, coronados con esos cascos de madera parecidos a los españoles. El cuadro me generó ese nivel de extrañamiento que puede provocar la experiencia de una situación ficticia, como un sueño o una película; esa sensación volátil vino cargada de algo más tangible, una resaca de temor que los hechos de diciembre en Argentina no habían alcanzado. Acá no íbamos a presenciar una protesta de globalifóbicos o de ahorristas afectados por el corralito. Y nadie iba a poder registrarlo.
Luego de los gases, desde la izquierda del micro se oyeron los primeros balazos de goma. Y enseguida una lluvia de piedras respondió desde el otro lado. Muchas impactaron contra el coche, que servía de barricada para el ejército. Inmediatamente, todos los pasajeros tuvimos que tirarnos desde los asientos al pasillo, cubriéndonos las cabezas con lo que hubiera a mano.
Una explosión de dinamita más cercana que las que habían musicalizado el día agitó un poco más los ánimos. La pólvora de los mineros, lejos de horadar las vetas metálicas en las entrañas de una montaña, atronaba la meseta a cielo abierto, buscando volar algún casco o al menos amedrentar a los militares.
Pero no hubo nada de eso. Desde mi ubicación en el pasillo, aplastado por la cholita que había estado sentada detrás de mí y se había arrojado desesperada en el lugar más cercano y protegido que encontró, escuché que los disparos eran más secos y silbantes. De la goma al plomo no hubo escalas. Y ahí se escucharon más gritos, tanto fuera como dentro del micro. Mi pierna estaba trabada por el cuerpo pulposo de la mujer, así que me resigné a permanecer quieto, con la cara sobre la alfombra de goma mugrienta, surtida de franjas paralelas que marcaban la piel. Alcancé a ver a Homero en la misma situación, ciego frente al piso, entreverado en una maraña de brazos, piernas, troncos y cabezas que parecían especial y mecánicamente dispuestas para una orgía. Intenté no desesperarme, relajé mi cuerpo y puse la mente en blanco, tan sólo aguzando el oído para escuchar los pormenores de una batalla desigual que se plasmaba en el celuloide de mi imaginación. Otra vez, como la noche anterior en la que habíamos llegado al bloqueo, debía guiarme por la confusión de los sentidos.
Imaginé a los indígenas parapetándose entre las piedras del cerro, esquivando las balas; los militares dividiéndose, unos subiendo a los tiros al cerro y otros metiéndose entre las casas; las mujeres corriendo con sus guaguas a cuestas; los militares entrando a las casas de adobe que ni puertas para patear tenían; los qaqachaca arrojando las últimas piedras, un diálogo bélico de repente trunco; los qaqachaca en el piso, inmovilizados bajo la punta del fusil; los llantos de los niños; una decena de indígenas caídos en la tierra seca, la pacha sagrada humedecida por una imprevista ofrenda de sangre. Los disparos. Los gritos. O tal vez todo fuera muy distinto, y menos lamentable. Y así las imágenes de mi mente me permitían ver otros finales: una retirada de los qaqachaca, un traslado del escenario de la batalla a una zona más apartada donde acordaban una paz improbable, la dispersión y el regreso de los militares para liberar la ruta y volver a sus casas de adobe, tal vez de ladrillo, en el pueblo o la ciudad.
Un rato después de la balacera, la confusión sonora se fue acallando en la oscuridad de la noche recién llegada. La negrura se tornaba cómplice de la forzada discreción militar. Las voces de guerra se habían retirado por detrás del cerro de la derecha, y apenas se escuchaban algunas órdenes castrenses abajo en el caserío. Poco a poco el pasaje fue incorporándose. Permanecí parado un momento, expectante, esperando una señal. Recién ahí sentí las palpitaciones retumbando dentro de mi pecho, cuando un milico de rasgos indígenas subió al micro y pidió que los ayudáramos a sacar las piedras del camino. ¿Tendría ascendencia de algún pueblo originario de esa región? Seguramente ni le importaba. Como la mayoría, volví a mi asiento y allí me quedé estaqueado y alerta. A esa altura quería seguir viaje, pero tampoco me iba a prestar a ser colaboracionista. El soldado se quedó observándonos uno a uno y descendió del ómnibus. Dos hombres se miraron entre sí y bajaron detrás de él. Cuando uno de los tipos que fue a despejar la ruta volvió, accedimos a una nueva cuota de rumores que circulaba afuera.
–Parece que hubo muertos –le dijo al chofer desempolvando su campera de cuero. Por detrás de la ventanilla apenas se alcanzaban a ver algunas sombras corriendo entre las casas de Crucero. Y el contorno de los cerros recortando el cielo violáceo.
Luego de veinte horas de bloqueo, el ómnibus atravesó ese mojón desacoplado, cruzándose con la fila de coches que venían por el otro carril. Esperé ansioso y pesimista a que se detuviera nuevamente, que otro piedrazo nos hiciera retroceder. No podía ser que estuviéramos en camino nuevamente, así de repente. Resultaba extraño haber pasado de un estático y largo involucramiento visual a una precipitación de los hechos que me arrancaba de un escenario en el que nada había podido hacer y en el que, por lo tanto, no podía haber quiebre alguno. Tenía que convencerme de que la vocación de heroísmo diferida era una estupidez. No se trataba de estar o no a la altura de las circunstancias para justificar esa parsimonia ante lo sucedido, sino de lo accidental e involuntario de la situación y de que no había sido más que un eventual viajero bloqueado. Además, tampoco me iba a estar haciendo el guapo en territorio ajeno. Pero me costaba desentenderme tan fácilmente: había sido un testigo pasajero y fugaz de algo que no sabía todavía bien de qué se trataba. Dentro del micro reinaba el silencio y la penumbra. Ya no veía a mis amigos, pero los podía reconocer atravesando ese mismo silencio testigo de quien vio y escuchó cosas, aún demasiado frescas para reconstruirse. Intenté relajar mi cuerpo de las tensiones que lo habían enervado imperceptibles y volví a sentir frío y hambre. Todavía quedaba un largo viaje por delante. Pero por detrás también quedaba algo, una necesidad de saber, una falta, una impotencia, un dolor. La luz de la cabina del chofer se apagó y, acelerando sobre la recta de asfalto, el coche se metió en un banco de niebla mientras yo caía rendido a las brumas del sueño.
***
Renacer de Bolivia, de Buenos Aires (marzo de 2004): “Sangre en Killakas Asanajaqis. Recuerdan un episodio histórico que marca el camino de retorno al poder (…) La lucha por la tierra y el territorio, fue la causa de la movilización del 2 de febrero de 2002, la nación Jatu Killakas Asanajaqis, conjuntamente con sus autoridades originarias y sus bases, iniciaron acciones en el sur del departamento de Oruro, bloqueando la carretera Oruro – Potosí en la comunidad de Crucero. Por entonces el presidente del gobierno boliviano Jorge Quiroga Ramírez, ordenó que los organismo represivos de la Policía Nacional y el Ejército, se unieran para la contraofensiva que culminó en la “Masacre de Crucero”, aproximadamente entre 70 y 100 efectivos dispararon armas de fuego contra las reivindicaciones del pueblo originario, cuyo resultado fue el fallecimiento del líder Facundo Barcaya y los [diez] heridos (…) hoy considerados héroes de la Nación Jatun Killaka Asanajaqis. Este hecho ha marcado un hito en la historia de los pueblos originarios y como consecuencia de ello las autoridades originarias de JAKISA en coordinación con el Ministerio de Asuntos Indígenas y Pueblos Originarios con el objetivo de recordar la fecha de la masacre como una fecha histórica Indígena, el 2 de Febrero del presente año en la Comunidad de Crucero (a 30 km. de Challapata, carretera Oruro-Potosí) se realizó el segundo homenaje al héroe caído, Facundo Barcaya, y a los heridos de la “Masacre de Crucero” del 2 de Febrero de 2002 y entrega de monumento (…)”.
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