Una melodía que comenzó a dibujarse en su mente libre de pentagramas y otras prisiones la convenció, definitivamente, sobre el destino que su poema sufriría. La posición horizontal sobre la cama que había utilizado para escribir en una hoja sin renglones le había permitido experimentar una nueva forma de canalizar sus pensamientos sin antes inspirarse. Ni antes de que expirase, claro. Un vómito hemo y verborrágico, previo a la náusea de saberse escrita. Secuencia que enrarecía aún más el orden fisio y lógico de las cosas, las causas y las consecuencias.
Su cuarto lucía desordenado. Aunque esto dependía de quién lo apreciara (tan poca gente la frecuentaba últimamente), porque las cosas, como en su mente, estaban colocadas sin pentagrama de por medio -además, al fin y al cabo, el orden no depende más que de quien lo dispone-; y las superficies que modelaban la habitación no sólo eran blancas y negras, sino que también mostraban vetas de colores primarios y secundarios. Tampoco todos los objetos tenían una forma redonda, ni lucían la cola de la corchea o la fugacidad de la fusa, ni estaban a un paso de semi-serlo, sino que expresaban una presencia informe y contundente. Pero un puf y un estante eran un do sostenido; y un plato con restos de moho con una blusa encima se traducía en un contrapunto en fuga. Esa habitación que había dispuesto con la mente en blanco, como ahora con su pretendida creación altruista.
La hoja había quedado olvidada a un costado del colchón, junto a su cabeza ladeada, con una mancha negruzca de tinta roja escupida que renunciaba a la escritura. Su boca promediaba los extremos, semiabierta entrelabios, queriendo liberar un haz de voz que se esfumara en el aire de su habitación, tan contaminada del aire espeso de verano que entraba por las ventanas abiertas de par en par.
Pero su estado hipnótico y semiconsciente a la vez la inmovilizaba física y sensorialmente, dejando sólo a su mente con la capacidad de pasearse por los rincones de aquella melodía poética que estaba gestando, pero que ni siquiera podía oír para sus adentros. Tampoco escuchaba su corazón, seguramente dominado por lo que había sido la dulzura de esas notas y palabras tan armónicamente mixturadas, bellamente vacías de sentido, pero ahora agrias por una fermentación misteriosa que nacía de lo más profundo de sí. Esa bola creativa y vital comenzaba a abandonarla, flotando fuera de su cuerpo, como escapándose de ella (como un contrapunto en fuga). Esto la inquietó, pues sabía que era lo último que le quedaba. Buscó inventar un magnetismo mental que atrajera la zigzagueante melodía, pero ésta la evitaba con la rapidez de una liebre que rehuye a un cazador sin rifle. La poesía melódica finalmente brotó al espacio en un suave quejido ronco de su garganta y se escapó por la ventana, para quedar enmudecida para siempre por el ruido de la ciudad.
20-01-01
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