Aquella noche el insomnio me fue transformando poco a poco en colchón. La vigilia de mi cuerpo se derretía entre los vellones de algodón enervados y los resortes tensos, mientras mi cabeza maquinaba engranajes intentando dar con el que activaba la puerta somnífera. Cuando por fin me rendí a la batalla, me levanté y me puse a caminar por la casa oscura buscando un sueño durmiente en algún otro espacio. Lo encontré en el filo de un escritorio sobre el cual apoyé mis glúteos que, pomposos, recibieron acolchonando a la madera fría. Y sentí cómo el mueble inmóvil comenzó a relajarse debajo de mí, hombre cama, culo colchón. Me desperté acostado sobre la tabla, abrazado a ella, a sus cuatro lados mis cuatro extremidades, colchón caníbal y parásito.
En el sueño intentaba dormirme. Y para lograrlo tenía que entrar en la boca pútrida de un subte que hedía a acidez estomacal y cuyo borde interior estaba coronado por dos hileras de lápidas rotas, como dientes de cemento cementerio carcomidos por caries petróvoras. Antes de decidirme a entrar, rodeaba como un gusano labial la boca del subte; mientras, un grupo de personas comenzaba a agolparse en la entrada del hueco, con expresión latente, como si estuvieran corroborando sonidos desvelorios, un zumbido, un crujido, un latido, todos signos vitales y por eso estremecedores desde una boca oscura y muerta.
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