De repente, me sentí parte de la clase alta. No me estaba comprando un jet ski ni me codeaba con modelos en un boliche top ataviado con alguna chomba Polo. Mejor todavía: me estaba deteniendo un prefecto. Un uniforme beige planchado y perfumado (brisas ribereñas) de prefecto. Perfecto, pensé sonriente. Sonriente también en la imagen de mis pensamientos.
Un prontuario con estilo y pompa podía ser el pasaje meritocrático más directo a la cúspide de la pirámide social. El ascenso de clase estaba al alcance de la mano de cualquier ladrón de poca monta como yo, tan sólo había que planificarlo. Claro que se lograba a costa de una cierta porción de libertad que, sin saber muy bien cómo cortarla, me había propuesto entregar con precisión tacaña. Pero esa pequeña porción que yo creí haber cedido se iba a transformar pronto en, digamos, la mitad o poco más de una torta de milhojas, así bien secota y plagada de pliegues hojaldrados.
Con esa idea de hojas milenarias supuse que me saboreaba don prefecto con su mirada, mientras me llevaba esposado por ese barrio de yuppies nacido puerto para un transatlántico de escombros macabros. Yo le devolvía el fisgoneo. El flaco era mucho más pendejo que yo: quién se creía que era. A qué dique de carroña humana me llevaría. Cómo trataría al resto de sus presas. Porque cuál es el requisito para resultar sospechoso a los ojos de alguien, de un uniforme con un pobre pibe adentro, de una persona educada para creerse institución, que con el chiste de conseguir trabajo a como dé se calza una gorra, un uniforme que de tan afrancesado es de color beige y un fierro; y que encima tiene la capacidad de señalar a dedo a alguien que no le gusta y joderle la vida. Pero mi caso era distinto. Todo había sucedido gracias a la existencia de límites, fronteras jurisdiccionales que no se ven pero que, aparentemente, esos secuaces de la letra respetan a rajatabla. Trazados que me hacían carnada federal o metropolitana de un lado de la avenida, y cuerpo extraño, sujeto invasor e hiper-vigilado por la prefe del otro. Claro, respetan las fronteras de poder; después, cuando lo tienen a uno fuera de la vista de los culos de botella de la famosa sociedad, pueden hacer lo que se les cante el silbato. De todas formas yo había buscado levantar sospechas.
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