viernes, 4 de marzo de 2011

Nostalgias del Altiplano


Uno de los aspectos sobresalientes de la movilización actual de los pueblos indígenas es la toma de conciencia de su misión histórica. Ellos no sólo se limitan a la afirmación de sus derechos y a la reivindicación por su respeto, sino que piensan a partir de su historia, su cultura, estar preparados para denunciar la violencia criminal de la civilización occidental, a la vez que son capaces de brindar elementos inspiradores para una civilización alternativa.

Giulio Girardi
 
En pocos países del mundo conviven en permanente y explícita tensión el pasado y el presente como en Bolivia; claro que esa convivencia está lejos de ser armónica. Tal vez, por lo autóctono, más cerca de ser zampoña, ponzoñosa y destemplada. Pero fuera de lo musical, los problemas políticos, económicos y sociales que aquejan al país desde que el Alto Perú fue convertido en república, persisten sin resolución a la vista. El contexto varía, pero los conflictos se enmarcan casi en los mismos tópicos: enorme cantidad de recursos naturales, cuya riqueza es aprovechada fuera de la frontera territorial; violencia pretendidamente maniquea entre gobernantes y explotados, occidentales y orientales, blancos e indígenas, campesinos y citadinos, mineros y agricultores, altiplano y llanura. Una sociedad que se figura segmentada binariamente para ocultar los puntos de fuga, la multiplicidad que cuestiona el orden impuesto por un Estado, como señalaran Deleuze y Guattari.

Lo cierto es que en la historia boliviana el bastón de mando va de una mano a la otra, y a pesar de que muchas veces es arrebatado por militares, ese fetiche de poder apenas sirve para sostener el paso de un régimen avejentado. Esta situación fue históricamente aprovechada por los distintos grupos opositores de turno, en rotación constante, los cuales siempre contaron con la mínima fuerza para desequilibrar una balanza que tiene mucho más que dos platillos.

En este vaivén político, los grupos indígenas siempre miraron (o dieron la espalda) desde afuera, sintiendo en el ir y venir de esa puerta de acceso al poder la brisa repulsiva que no les permitía el paso. Pero la espera, el tiempo, el pasado fueron los factores indispensables para construir una experiencia propia de participación y visibilización frente a un Estado-Nación que trató como minoría al grupo mayoritario del país. Ese pasado es el cimiento que sostiene el proyecto político indígena en la actualidad, tanto el que busca un cambio desde el Estado mismo, como el que desconoce a este aparato y le reclama su autonomía. En este panorama, las tierras y los recursos del subsuelo constituyen el punto de tensión entre los distintos grupos en disputa.

Una reseña conflictiva

Consideramos importante realizar una breve descripción histórica para comprender el nuevo papel que cumplen los pueblos originarios en el altiplano. Bolivia tiene alrededor de un 70 por ciento de su población de origen indígena y desde enero de 2006 es dirigido por primera vez por un presidente aymara –pero, claro está, bajo un régimen occidental que apenas está empezando a reconocer antiguas leyes consuetudinarias en una nueva constitución. Este país suma en su haber anecdótico la mayor cantidad de golpes militares de Latinoamérica; la primera (y fallida) insurrección independentista de Sudamérica, que lo relegó al último puesto cronológico de países liberados del yugo español; una guerra oceánica y pacífica que condenó a sus fuerzas navales a contentarse con un despliegue acotado a un lago interior (el más alto del mundo, vale agregar); la primera (y fallida) revolución obrera del continente en 1952; aventuras guerrilleras casi míticas; derrocamientos populares y magnicidios de película. Un nutrido listado de hechos históricos relevantes en un país despojado de tierras y mares que lo condujeron a su actual condición mediterránea y que, aún así, sigue su trayecto de luchas y muertes en torno a las inmensas reservas de recursos naturales. Cabe preguntarse si el agotamiento de éstas traería la paz definitiva, que su capital pregona.

Actualmente, en épocas de dogmatismo neoliberal, Bolivia aparece para muchos como un faro en las luchas emancipatorias de los pueblos oprimidos. Y si realizamos un seguimiento de los últimos acontecimientos podemos constatar que cada vez ganan más en violencia, cada movilización popular alcanza a dar un paso más en sus objetivos pero no logra una victoria definitiva. Las montañas ruinosas y cada vez más altas que el ángel de Benjamin observa irremediablemente son la chispa que está a punto de alcanzar la mecha del presente. En cada período de tregua, la próxima explosión social se insinúa. Esta situación parece estar lejos de desencadenar un efecto dominó en otros países (podría hacerse una salvedad con Perú, por su composición social indígena en común), pero es tomada cada vez más en serio a la hora de trazar perspectivas políticas alternativas a nivel mundial, gracias a la visibilización y el clamor de sus protagonistas, en su mayoría indígenas. Y con más razón, luego de tanto academicismo que fuera de su ombligo vio alteridades de las cuales se hizo eco, pero sólo mediando a través de su voz.

Las causas de las fuertes divisiones sociales se remontan a la época colonial y su independencia territorial en la primera mitad del siglo XIX. Esa época encontró a Bolivia sustentándose sobre una base agrícola feudal, luego de la decadencia argentífera, lo cual obstaculizó todo intento de desarrollo de una burguesía nacional. Al agotamiento de la plata potosina y la constitución del poder económico chuquisaqueño y oriental, sucedió un nuevo resurgir de la minería a principios del siglo XX, con los barones del estaño a la cabeza. En la actualidad, las grandes reservas de recursos hidrocarburíferos y una nueva pérdida de las vetas mineras vuelven a encontrar un oriente rico, en un país fuertemente centralizado con su capital administrativa en el occidente altiplánico (trasladada de Sucre a La Paz en 1899 luego de la llamada “Revolución Federal”).

El reclamo de las autonomías departamentales del oriente por causas económicas tampoco es algo nuevo en la historia boliviana, si recordamos que la región noroccidental cauchera del Acre se “pasó” del lado brasileño a principios del siglo XX por conveniencias tributarias para sus terratenientes. El acentuado regionalismo en Bolivia tiene su antecedente en este cambio constante del “polo magnético” del poder, pero siempre dentro del ámbito molar de la estratificación dual del Estado. De todas formas, debemos diferenciar el reclamo de autodeterminación de las comunidades indígenas de las autonomías divisionistas que, como en los Balcanes o en la América del siglo XIX, fueron apoyadas por los países más poderosos por estrategias políticas. Una autonomía indígena a la “manera occidental”, en cambio, es difícil de pensar. Sobre todo porque se plantea como una alternativa al Estado. Y porque se proyecta como una autogestión solidaria con el resto de las autonomías y estructuras de organización social, y no sobre la base de una relación de dominación.

En el presente de Bolivia, atomizada por donde se la ausculte, el reclamo de la nacionalización de los recursos económicos parece ser la única bandera que pueden levantar los movimientos sociales, en un país donde el desarrollo capitalista fue transnacional desde su concepción. La cuestión indígena y sus demandas para ser reconocidas como naciones autónomas le agregan un plus a esta compleja ecuación territorial.

Mil altiplanos

Un factor sensible en el conflicto social boliviano tiene que ver con las diferentes coordenadas temporales entre la sociedad occidentalizada y las comunidades indígenas. El Estado no resulta una modalidad de control legítima para estas últimas que, aisladas en recónditos espacios rurales, no tienen beneficios directos del aparato de poder y encima sufren las consecuencias de su política. Es por esto que, en cierto modo, muchas formas de vida originales existen sin “contaminación” occidental desde tiempos precolombinos. Esta brecha espaciotemporal es determinante a la hora de establecer un mapa de relaciones sociales. Pero también es cierto que en los últimos años este margen menguó gracias a la organización y participación indígenas en torno a la lucha del poder político, ya sea en función de su integración al Estado, o bien por su reclamo de autonomía. Esta división podría rotularse en lo que algunos teóricos llamaron “integracionistas” y “alternativistas”, ambos exponentes de distintas líneas ideológicas dentro de los grupos indígenas. Los primeros serían líneas de fuga que tienden a “endurecerse” a medida que se integran al Estado, mientras que los otros constituyen multiplicidades o devenires en fuga constante, según explican Deleuze y Guattari en Mil Mesetas.

Para entender la pervivencia de las comunidades indígenas en territorio boliviano es preciso dar cuenta de las condiciones geográficas del país como una de las principales causas de su permanencia. Es decir, muchos ayllus o comunidades sobrevivieron a las primeras grandes matanzas de los conquistadores españoles por el difícil acceso a sus territorios. Pero una vez alcanzados éstos, sus pobladores fueron sometidos a la esclavitud y los trabajos forzados. En este sentido, la habilidad de los españoles consistió en desplazar a los gobernantes incaicos y ocupar sus lugares, mientras dejaron en sus puestos a los curacas o caciques, quienes mantuvieron su autoridad jerárquica en cada ayllu, el cual a su vez mantuvo su estructura.

Por otro lado, y más acá en el tiempo, la política migratoria de Bolivia en el siglo XIX fue desatendida por los gobernantes que se enriquecían con el sistema feudal y esclavista a costa de los indígenas. Es por esto que no existió una afluencia europea como en el resto de los países sudamericanos. A su vez, tampoco fue relevante la importación de esclavos africanos por su falta de adaptación al ambiente del altiplano (la única comunidad afrodescendiente boliviana que sobrevivió es la de la zona selvática de Coroico) y por la disponibilidad de mano de obra esclava indígena.

Estos son algunos de los factores que explican la vigencia de los pueblos indígenas en territorio boliviano, tanto los que siguen viviendo en comunidades y con viejas costumbres, como los mestizos que migraron a las ciudades –donde muchas veces se organizan sobre la base solidaria del ayllu, como el caso de la FEJUVE– y a otros países.

Ahora bien, ¿es la autonomía una alternativa exterior al Estado? Sin lugar a dudas, es un punto de fuga con respecto al Estado moderno, pero es necesario hacer referencia a que las comunidades indígenas coexistieron en la época precolombina subordinadas al Estado incaico. Es decir, que los ayllus tenían una organización propia y, a pesar de sus visos solidarios, jerárquica. Y a su vez debían responder a las exigencias del Incanato, como las cuotas de trabajo que los comunarios eran obligados a cubrir o la entrega de los excedentes de las cosechas.

En la actualidad, el movimiento indígena intenta ocupar todos los espacios de poder, tanto el del Estado, como el de las autonomías, exterioridades que cuestionan la estructura centralizada. La mayoría de los movimientos sociales de base indígena acompañan al gobierno de Morales, algunos con mayor participación y concesiones que otros, aunque siempre buscando canalizar sus reclamos de autonomía por la vía constitucional. Pero por otro lado, hay naciones originarias que aun con un presidente aymara insisten con la autodeterminación, y organizaciones vecinales urbanas que tejieron una trama de relaciones horizontales. El ayllu sobrevivió al Incanato y pretende ser reconocido como subsistema autónomo, sin depender de ningún Estado. Esa “máquina de guerra” que en los últimos años acorraló al Estado burgués derribando presidentes, parece estar enmarcándose, en parte, en una relación de convivencia con el Estado. Más si se tiene en cuenta que en el frente interno existen pretensiones autonomistas de regiones occidentalizadas que buscan recomponer su poder dividiendo el Estado, contra el avance de los movimientos sociales del altiplano. En este conflicto los grupos indígenas cierran filas con el gobierno del MAS.

El Estado parece estar “comiéndose” ese movimiento nómade que esgrimía sus propias reglas, ajenas y mucho más añejas que las leyes occidentales instituidas con la modernidad. Sin embargo, esa expresión de nomadismo –si es que puede ser tratada como tal– convivió con otro Estado imperial, el inca, por lo que la fuga de hoy es una forma de resistencia a una potencia que busca diluir esa autonomía, pero que cede cada vez más a sus demandas sin desligar los lazos institucionales con ellas, de forma de perpetuarse como órgano centralizado de poder. En todo caso, parecería tratarse de un nomadismo, nómade con respecto a su condición, e histórico; que por momentos se sedentariza en comunión con el Estado, pero con la latencia de retomar su lucha de autonomía si su espacio de poder peligra. Y la historia –su propia historia, la de los pueblos originarios, oral, ágrafa, no oficial, pero historia al fin– siempre está presente, tanto en los momentos de subordinación, como a la hora de actuar como máquina de guerra.

El poder de los símbolos

La importancia y el reconocimiento que han adquirido los símbolos indígenas trascienden el límite de sus pueblos. Hoy existen muchos partidarios de su causa que no necesariamente pertenecen o tienen raigambre en esas comunidades, sino que se sienten identificados con una lucha que es cada vez más visible, luego de siglos de solapamiento. En este sentido, el uso alternativo de los términos “indígena” e “indigenista” que adjetivan esta lucha hace referencia a la distinción efectuada por José Carlos Mariátegui, por la cual la literatura  indigenista de su época es una literatura de mestizos, mientras que una literatura propiamente indígena sería la producida por los nativos “puros”. En la actualidad, dicha diferencia se torna difícil de poner en práctica, si se tienen en cuenta los movimientos migratorios, el mayor grado de mestizaje y los procesos de construcción identitaria que implican una serie compleja de factores.

El enaltecimiento del indígena y sus símbolos aparece frecuentemente en la historia de Bolivia, sobre todo en épocas de crisis e insurrecciones populares. En muchas ocasiones el imaginario combativo remite a figuras que lideraron levantamientos, mártires que cayeron en defensa de derechos obreros o de la autonomía comunaria; innumerables trabajadores masacrados en la mina, la hacienda, la selva, el desierto. El pasado es una fuente de recursos simbólicos para cimentar las luchas del presente que, gracias al elemento místico de la cosmovisión indígena cuyo objetivo es la armonía entre los hombres y mujeres, el cosmos y la naturaleza, constituyen una nueva y particular forma de hacer política que puede ser imitada en algún grado por otros movimientos.

Muchas veces ese mismo imaginario parece estar fuera de foco, o ser visto con una lente ahistórica. Así, quienes veneran a Julián Apaza, alias Tupac Katari, cacique aymara que se levantó casi en simultáneo con Tupac Amaru y mantuvo bloqueada la ciudad de La Paz en 1781, no consideran la posibilidad de que, en tanto curaca, su lucha era la de un jefe comunitario en favor de sus intereses jerárquicos y en contra de las imposiciones de los españoles. Según este parecer, no pugnaba por la liberación indígena –o al menos no en un principio–, sino que luchaba por mantener los privilegios de su cacicazgo, como sostiene Liborio Justo en su ensayo Bolivia: la revolución derrotada. Tampoco es cuestión de encontrar el símbolo “puro”, el auténtico, el que represente los “verdaderos” intereses de los explotados en la actualidad. Como señala Justo, en la época incaica “la cultura era atributo exclusivo de la clase dominante (…) mientras el pueblo vivía sumido, por designio de esa clase, en la más cruda ignorancia”. Los símbolos son resignificados según los intereses del contexto histórico, y el levantamiento katarista es reivindicado en tanto tal, es decir, una insurrección indígena masiva que cuestionó el sistema dominante ejercido por los conquistadores. Y ese valor parcial, sintetizado con los pormenores del presente, es el que rescatan a la hora de erigir su propia lucha.

Para Justo, el levantamiento de los caciques se trató más de un intento de volver atrás la rueda de la historia, hacia épocas precolombinas, que una pretensión emancipadora. Según el autor argentino, la restauración del orden que las “masas inertes” apoyaron detrás de sus caciques no planteó la cuestión de las tierras ni la de la explotación. Pero es difícil pensar que, de haber triunfado, este movimiento hubiera restaurado el viejo régimen. Es un axioma del marxismo que la historia no se repite más que como farsa y que cada transformación social, aun la encabezada por las clases dominantes, es un paso que se acerca cada vez más a la insurrección de los explotados. Así como en la actualidad los grupos indígenas no pretenden retrasar el reloj, sino más bien desarrollar su vida comunitaria sin subordinarse a la dominación estatal. Claro que tampoco tienen como objetivo la disolución del Estado-Nación que los enmarca ni la constitución de uno nuevo, sino más bien la cesión de los territorios que les pertenecen ancestralmente y la convivencia sin entrometimientos en los asuntos propios de cada grupo.

¿Mesianismo indígena?

Según el análisis de Michael Löwy sobre la concepción de la historia de Walter Benjamin, ésta “constituye una forma heterodoxa del relato de la emancipación: inspirada en fuentes mesiánicas y marxistas, utiliza la nostalgia del pasado como método revolucionario de crítica del presente”. Las referencias culturales e históricas de las luchas indigenistas actuales son precapitalistas, pero se enmarcan en un presente que impone otras reglas del juego, aun cuando la exterioridad del movimiento le permite moverse en un terreno ajeno al Estado.

El hecho de que Evo Morales haya asumido en la ciudad sagrada aymara de Tiwanaku, por ejemplo, habla de una experiencia compartida, de una serie de elementos cultuales que forman parte de un pasado colectivo y por lo menos aparenta la motorización de un cambio social a partir de la reintroducción de la teología, del elemento místico que funda la memoria de una tradición cultural e histórica. Aunque lejos del marxismo que Benjamin pretendía articular con el misticismo, y dentro de una democracia capitalista, el Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales se propone algunas reestructuraciones de las políticas que llevaron adelante los gobiernos anteriores, sobre todo las vinculadas a la nacionalización de los recursos naturales y a las autonomías de las comunidades indígenas. Cabe aclarar que el mesianismo benjaminiano no espera la señal de Dios, sino que es una posta que debe ser tomada por la humanidad.

La historia en Benjamin está motorizada por la lucha de clases y aparece como una sucesión de victorias de los poderosos: es una percepción “desde abajo”, desde los derrotados, los vencidos, las clases explotadas. Aquí podríamos entrever una aparente contradicción en la visión nostálgica que las clases dominadas de Bolivia tienen del Imperio Inca, en tanto fue un régimen tiránico y despótico con respecto a las comunidades que estaban dentro de su dominio. El mismo Benjamin señala que los monumentos y ruinas incaicas son huellas de esa dominación. Citando su conocida tesis, en tanto documentos de cultura de una civilización (la incaica), son a la vez documentos de barbarie, porque para ser erigidas esas edificaciones fue necesario organizar “máquinas humanas” de esclavos. La dialéctica ente civilización y barbarie que analizara también Lewis Mumford con su concepto de técnica autoritaria. Esta idea, claro está, no apunta a servir de fundamento a quienes sostienen, como los terratenientes y grandes empresarios del oriente boliviano, que los que buscan mantener la unidad nacional de Bolivia desde el Estado central son indios bárbaros ni, menos aún, a que sean reconocidos como indios civilizados. En todo caso, ninguna identidad puede anquilosarse en una categoría absoluta y eterna.

Pero aquí encontramos una resignificación positiva de esa cultura ancestral, que parece tener el objetivo no tanto de revitalizar ese imperio, sino más bien de situarse en una posición de poder frente a la dominación occidental que resultó vencedora. No por nada Löwy señala que “cada nuevo combate de los oprimidos pone en entredicho no sólo la dominación presente, sino también esas victorias del pasado”. La rememoración (Eingedenken) es una forma de abrir la clausura del sufrimiento pretérito. No todo está cerrado, ni aun las añejas derrotas. Y es una constelación crítica entre ese pasado y el presente lo que permitirá generar las imágenes dialécticas y “salvadoras” que rediman las calamidades de tantos siglos de dominación, concentradas en un ahora pretendidamente revolucionario.

Es claro como esta concepción de la historia sustentada en el pasado se contrapone con la idea de progreso dominante en la Ilustración, que orientaba los prismáticos hacia un futuro donde se alcanzaría la armonía absoluta, sostenida sobre pilotes hegelianos. Ese paradójico “Angelus Uetus”, avejentado por mirar el futuro en un espejismo del horizonte, es el que se diluyó con la aporía iluminista. Por el contrario, la postura indigenista pareciera encajar en la tesis del Angelus Novus, que avanza “a contrapelo”, observando las montañas ruinosas del pasado, alimentándose “de la imagen de los ancestros sometidos, no del ideal de los nietos liberados”. Al respecto, Löwy manifiesta que “quizás América Latina represente el ejemplo más impresionante del papel inspirador de las víctimas del pasado”, y menciona a José Martí, Emiliano Zapata, Augusto Sandino, Farabundo Martí y al caído en tierras bolivianas Ernesto “Che” Guevara. A los que podríamos agregar a Tupac Amaru, Tupac Katari y, por qué no una mujer, la esposa del segundo de los tocayos, Bartolina Sisa.

Pero este basamento pasatista no quiere decir que el futuro sea una cuestión de libre albedrío ni de azar, sino que se trata más bien de una apertura de la historia a una multiplicidad de posibilidades, como una serie de puntos de fuga historizados que el poder centralizado no puede controlar. La autodeterminación por la que abogan naciones indígenas como la aymara en Bolivia y Perú, o la mapuche en Chile y Argentina, busca sustentarse en su propia cultura, que tantos embates resistió a lo largo de los años. Tampoco se trata de grupos “luddistas” que están completamente en contra de los avances tecnológicos y no buscan más que hacer un borrón y cuenta nueva de la cultura occidental. En todo caso, apuestan a “soltarse” de la tutela estatal, a determinar por su propia cuenta su relación con la naturaleza y la tecnología.

El convulsionado presente de Bolivia parece tener también una multiplicidad de reminiscencias, tan diversa como las culturas que habitan su territorio. Y esas referencias marcan hitos de ebullición política y social, mojones casi permanentes en su continuidad histórica. Esa acumulación de ruinas tiene un límite para el estallido. Como si lo que se acumulara fuera un polvorín cada vez más grande. Cada nueva revuelta en Bolivia, con las anteriores como ejemplo y a la vista, es más violenta y horada un poco más en la piedra que obstaculiza la veta de un futuro apenas atisbado, pero que pretende ser mejor.

Alternativas frente a la poscultura y la pseudocultura

En este sentido, ¿es posible pensar en la reavivación de las culturas indígenas como una salida a la tan mentada “poscultura” occidental? No sólo los indígenas o mestizos se reivindican como tales, sino que el fenómeno llega a vislumbrarse en los grupos migrantes, como el de la comunidad boliviana en Buenos Aires. En 1998, cuando el gobierno de Menem desató una persecución lombrosiana en contra de los extranjeros indocumentados, sobre todo de países limítrofes, muchos decían que no eran “indios” para que se los detuviera de esa forma, negaban su origen con tal de evitar persecuciones. Hoy pareciera que la tortilla se volvió, en parte gracias al poder que demostraron las comunidades indígenas en conflictos desarrollados en países como Bolivia y Ecuador. La autoafirmación de los migrantes bolivianos como quechuas, aymaras o guaraníes se da en el marco de las victorias obtenidas con participación de estas comunidades en sucesos como la “guerra del agua” o la “guerra del gas”. Podríamos decir que aun los mismos indígenas deben pasar por un proceso de devenir indígena ya que, como vimos, nacer en el seno de la comunidad o ser mestizo no asegura que cada integrante se sienta orgulloso de sus raíces. Diez años después de esconderse de las razzias policiales, los migrantes bolivianos toman continuamente las calles para manifestarse, ya sea frente a la Embajada boliviana para pedir la renuncia de Sánchez de Lozada, ya sea frente a la Embajada chilena en reclamo de una salida al mar, ya sea frente al Congreso de la Nación en apoyo al presidente de Bolivia Evo Morales. Una reterritorialización de contingentes humanos desterritorializados a la que el Estado tuvo que ceder en virtud de la presión de tantos años sobre su dique rajado; una búsqueda de visibilización luego de años de ocultamiento ante el peligro de la deportación, de la discriminación, en fin, de todos los aspectos de la exclusión social.

Pero si comparamos este estado de cosas con la idea de “poscultura” que tan eurocéntricamente maneja George Steiner nos topamos con una válvula de escape a la utopía añorada por la cultura occidental del siglo XX, al hastío, al ennui que genera esa “edad de oro” del siglo XIX iluminado que ya no volverá. Cierto es que las imágenes del pasado se imprimen en nuestra sensibilidad y rigen nuestras vidas, pero antes deben pasar por el filtro del presente, que a su vez le agrega sus propios ingredientes para reformular dialécticamente esas imágenes. Ese pasado ya no se ve como la oportunidad histórica perdida que tuvo la humanidad de liberarse, sino como una ruina que permite otra perspectiva, otro conocimiento a la hora de construir o, mejor dicho, sembrar nuevos rumbos históricos. Las energías del siglo XIX que aparecen deterioradas y oxidadas en el Viejo Continente, en estas latitudes parecen tener mayor vitalidad, aun siendo más antiguas. E incluso siendo civilizadamente calificadas por Steiner como corrientes de un “neoprimitivismo”, proveniente de “inviables promesas tercermundistas”.

Al fin de cuentas, todo prefijo que deja sufijada a la historia, todo “post”, “re” y “neo” son evidencia de la apatía mental que agobia a los pensadores que, curiosamente como los Incas en otros tiempos, se creen el qosqo del mundo. A propósito, es notable cómo algunas palabras nunca caerán en desuso, mientras que cabe pensar que en algunos años–por poner un ejemplo postrero– la mencionada poscultura pueda quedar como un desesperado intento del presente de anclarse, en simultáneo, como referencia en la historia (salvo que su evolución nominal lógica y progresiva nos lleve irremediablemente a una post-poscultura [y en ese hipotétrico caso, ¿post x post = pre? {la posibilidad de que la magia del lenguaje nos permitiera viajar en el tiempo merecía esta triplemente encorsetada digresión}]). Esa postura céntrica, centralista, lejos está de alcanzar la reclamada inmediatez perdida a causa del crecimiento astronómico del archivo, de la que precisamente Steiner se queja porque su pseudovitalidad nos aleja cada vez más de la experiencia en toda su plenitud.

Y retomando un concepto de Theodor W. Adorno, fonéticamente similar al de poscultura, pero con diferentes connotaciones –el de pseudocultura, que no se limita únicamente al carácter pedagógico, sino que refiere a la transmisión cultural en una sociedad–, podemos reafirmar que la cultura andina se presenta como una alternativa no necesariamente universalizable, pero que por lo pronto puede cimentar las bases de una reconstrucción política y social de un país que ve geográficamente al mundo desde arriba, pero se halla, desde la construcción del Estado, buscando adaptarse a los dictados homogeneizantes del exterior. A pesar de la masificación de la educación como “pseudocultura socializada”, en tanto “espíritu manipulado de los excluidos”, una gran cantidad de población, sobre todo indígena, quedó fuera de su alcance. Al costado del camino donde circulan los bienes culturales. Es decir, que queda en pie una gran cuota originaria de “espíritu”. No únicamente en el sentido idealista del concepto adorniano, sino más bien en lo que hace a la posibilidad inconformista, autónoma y libre de crecer “en la relación con la cosa, como ocurría en su tiempo con la idea misma de cultura”. En este carácter doble de la cultura, entonces, nos encontramos con que frente a la adaptación recíproca de los hombres y mujeres que puede darse dentro de una lógica de la dominación, se percibe una resistencia natural, una autolimitación a lo existente que por su modestia y respeto con la naturaleza permite construir una cultura autónoma –y no por eso poshumana. Una cosmovisión que se hace carne porque ya fue carne y lo siguió siendo. Porque se materializa en una cultura y no es una mera sucesión temporal de un período caduco, sino una batería de prácticas, representaciones, desvíos, resistencias que existen paralelamente, y desde épocas inmemoriales, a los períodos establecidos por el poder centralizado de la academia.

El interminable y apático domingo psiquiatrizado que parece sufrir la cultura occidental toma nuevos matices en los movimientos indigenistas, que recuperan el aura temporal con elementos cultuales de sus ancestros. No por nada surge en sociedades apenas industrializadas, o directamente campesinas, donde la explotación casi esclava llevó a entablar luchas no tanto contra la alienación y la deshumanización, sino más bien por preservar la propia vida.

Más allá de la alegre recepción de los símbolos culturales andinos que, sobre todo en la juventud, son visibles ya como moda mercantilizada, ya como reconocimiento de una lucha que tiene una fuerte carga en esos signos (desde la wiphala, bandera multicolor de las comunidades del Tawantinsuyo, hasta los gorros de camélidos altiplánicos), éstos parecen ocupar un lugar vacante en la historia de la representación de los conflictos populares. Así, en las distintas manifestaciones de la comunidad boliviana, la mencionada wiphala igualó en número a la bandera tricolor de la nación boliviana. Sin ir más lejos, muchos migrantes bolivianos en Argentina se consideran tan bolivianos como indígenas. Y esos símbolos se levantan como refuerzos de una identidad política que está en permanente desarrollo y transformación, en un constante devenir minoritario e –insistimos– histórico. Es decir, que no se trata de una categoría estancada en un estado definitivo, ni tampoco por eso una acuosidad caótica sin rumbo.

En cuanto a la política misma de los movimientos indígenas, ésta también es cultural; o bien, es parte de una cultura que es a su vez política. El resurgimiento de las culturas precolombinas, obviamente aggionardas en su inserción en un sistema político occidental –podríamos decir que a la manera de los elementos residuales de Williams–, le dan un nuevo giro (y no nos referimos al jamesoniano) a la situación nihilista que muchos teóricos sostienen sobre el mundo occidental y su fracaso después de Auschwitz. No quiere decir que vaya a ser el sustituto universal de la pretensión ilustrada, totalitaria y extinguida, pero se erige como una alternativa más en el marasmo fragmentario y líquido que algunos globalizantes y posmodernos se emperran en navegar sin brújula.


Luciano Beccaría (2008)
Originalmente publicado en Noticias del Sur y Blog Arteuna

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