Los arrullos me despertaron. Luego de varios días sin gorjeos de palomas en mi ventana, ahora los volvía a sentir con energías renovadas, con una sonoridad más potente que la de un reloj despertador. Nada de poéticas alondras; sólo la triste y sucia realidad de las ratas con alas.
Me levanté tambaleando sobre la resaca que me llevaba en corriente hacia el mar abierto. Con brazadas llegué a la puerta de la habitación y el susurro palomar me guió como una boya imaginaria y rítmica a lo largo del pasillo. Cuando giré y contemplé el living, la vi. La paloma estaba sobre la mesa, pataleando entre los papeles y el caos de objetos. Había entrado por el hueco de la persiana, que había dejado semiabierta para que circulara el aire. Reprimí el vómito. La noche anterior había comido unas empanadas de pollo de origen incierto. En realidad eran de la rotisería china que quedaba a mitad de cuadra de la casa del Chori. Lo que era incierto era el contenido. Ya me había llegado el mito urbano del desafortunado que, comiendo una empanada de pollo, se clavó un huesito exótico en el paladar, lo que derivó en la posterior inspección al local que arrojó el resultado de veintitrés ratitas colgando dentro de la heladera. Pero más que pollo o rata, tal vez lo que había comido era paloma. Lo cual me explicaba causalmente dos cosas. Una, que la ignorancia es el mejor antídoto contra las fobias. Y otra, que este bicho que ahora me miraba en tensión alerta, parado sobre una patita de tres dedos de vieja rugosa, venía a vengarse. Decidí ir a volcar todo al baño, dedos mediante; limpiar el estómago y luego resolver el tema alado.
Volví al living, a mi puesto de vigilancia para actualizar coordenadas del ave roedora. Seguía impávida, nuevamente atenta a mi posición con su patita remedando el estilo flamenco, con ese aspecto de carne picada moldeada. Me cagué en Sarmiento en voz alta. El bicho pareció reaccionar y, repentinamente, agitó las alas con un ruido espantoso que me hizo retroceder, mientras me cubría la cara con los brazos en alto. Pero la colombina fue en dirección contraria, hacia la cocina. No le daba para intentar volver a salir por el hueco de la persiana; no, si el dicho que las menta no nació porque sí. Respiré profundo y me acerqué cautelosamente, para intentar abrir la puerta del balcón de la cocina e invitar a la palomita azulgris con tonos verdes a que se retirara.
Fue cuando vi, luego de restregarme unas últimas lagañas, que en una de las patas infames había atado un rollito de papel. Lo que me faltaba, una paloma mensajera. ¿Pero quién me la mandaba? El asco me desbordaba, no iba a ser fácil agarrar al pajarraco para desatarle el rollo. Con el sigilo necesario para que no remontara vuelo de nuevo, abrí la alacena debajo de la pileta y saqué los guantes de látex naranjas. Me los puse a los tumbos y, blanqueando la mente, cacé al bicho del lomo y le arranqué el papel con violencia. Evité mirarla de lleno, pero sentía la fuerza del aleteo germinal que nacía del interior de ese cuerpito frágil, recluido en la palma agarrotada de mi mano. Le di dos vueltas a la llave de la puerta del balcón, la abrí y solté como pedo con regalo a doña palometa hacia los aires. Antes hizo una escala en la baranda del balcón, y rengueando un poco de la pata mensajera, se picoteó un piojo, se sacudió las plumas y despegó sin despedirse.
Corrí de nuevo al inodoro, y esta vez lancé sin la ayuda de mis dedos. La taza blanca patagónica fue la tela porcelanosa perfecta para una serie de trazos abstractos de bilis. Nada de restos de pollo, rata o paloma, que le hubieran dado un acabado más figurativo. Sin recomponerme del todo, mareado como hámster en calesita, regresé a la cocina y con el guante que no me había sacado tomé el rollito que se había caído a la bacha. El nudo ya estaba deshecho, tiré el hilo sobre el mármol de la mesada y desplegué ansioso el papel húmedo. La tinta removida por las gotas de agua decían: llamame urgente 4002-3621.