Foto: Nicolás Pousthomis
Se trata de una transubstanciación. Me transformo; o mejor dicho, toda mi existencia se va con la piedra que arrojo. Un gesto agresivo que, en ese refucilo zen, troca en autodestructivo. Y heterodestructivo, por supuesto. El destino de la piedra, mi destino, era una paloma a la que, de todas maneras, no le iba a acertar. Pero en la traslación pétrea que agita los aires, me veo transitando una parábola que domina una avenida ancha, de varios carriles, sin autos que la recorran porque su trazado de asfalto está interrumpido por barricadas y columnas de fuego que coronan el cielo gris de espesas humaredas. La única certeza es que antes, cuando solté la piedra, cuando me arrojé a mí mismo por el éter para chocar contra una paloma o un policía, emergí del limbo onírico que comenzaba a ahogar la única burbuja de vigilia que parecía que me podría mantener vivo. El instante de arrojo, el desgarramiento del objeto que paso a habitar petrifica, en una tensión de cuerda destemplada, todos mis nervios. Y me despierto estatua.
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