viernes, 26 de febrero de 2010
@narcosis náutica
un barco de anarkonautas
como turcos anargonautas
o griegos huelguistas
que se lanzan a la mar
y huelgan el tiempo con sus dédalos
buscan y evitan que se escurran
los carneros de oro
para darles μυρρα
precisan vivir
por sobre navegar
leñadores del olivo genealógico
(pompeyo, pessoa, revista marcha, caetano)
arriban con un barquinazo
y en una tajante oleada
deslizan la quilla en la arena desclasada
donde la señalética
prohíbe encallar
-porque ellos encallan a gritos donde se les canta-,
y embolados de Atalanta
se enmascaran, reiterativos, de farsantes
para hacer face(book) con una playera pléyade de top models
pre-infartantes
un puerto no-nada-silencio para abordar la tierra firme
y anarkotizarse
con narguile
jet-set
y fumata rojinegra
viernes, 19 de febrero de 2010
∞ infinito ∞
Representar el infinito puede ser una tarea un tanto... ardua. Porque no se trata únicamente de agarrar un ocho (8) y empujarlo para que quede tirado en posición horizontal (∞), imposibilitado de levantarse por sus sinuosas redondeces. Además, fuera de la semejanza formal con el número, el símbolo infinito parece remitir más a la cinta de moebius que al número de Riverito, aunque, según se comenta, ya se utilizaba antes de que don Moebius fuera alemán.
La cuestión es que antes de que la era digital extrapolara los límites de lo finito hacia dimensiones inciertas (por ejemplo, hoy podemos decir que -relativamente; elemental, mi querido Albert- la Internet es infinita; o bien, gruesita), hubo creaciones analógicas que desafiaron las fronteras de lo perceptible. Porque, ¿cuándo terminamos de subsumir un objeto dado?, ¿cuándo terminamos de comprender los múltiples escorzos de un dato exterior que se empecina en su continuidad sin fin aparente?
Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, además de ser considerado el mejor elepé de la historia del rock por muchos músicos, innovó en varios aspectos del objeto disco. Por ejemplo, es uno de los primeros que incluye un tema fantasma. Fantasma porque no sólo está perdido precedido de un silencio al final del último tema como parte del mismo track, sino que además da miedo realmente. Luego de la orgásmica tensión que generan las cuerdas de A day in the life, hay un silencio y más tarde un tono de alta frecuencia (esos que sirven para ahuyentar perros), al que le siguen ruidos de ambiente, grabaciones al vesre del diablo tipo Xuxa y una frase ininteligible (algo así como never could see any other way) dicha por un niño (recurso que utilizaría en los noventa Pearl Jam en el sublime testamento del grunge: Vitalogy). Esa frase infante y truculenta se repite hasta que el CD termina en fade out. Pero en 1967, cuando ni siquiera había tocadiscos automáticos, el vinilo rebotaba y seguía reproduciendo ad infinitum ese fragmento. La estética se asomaba al infinito aprovechándose de la técnica.
En el ámbito de la literatura, la novela Rayuela, de Julio Cortázar, otra obra archiconocida, también se le animó a la inconmesurabilidad. Toda persona que la haya leído sabe que hay dos formas de acceder al texto, una leyendo los capítulos en continuado del 1 al 56, y otra alternando esos capítulos pincipales con otros complementarios que ramifican aún más la historia. Pero esa forma de leerla, sugerida por el autor, termina con la secuencia de los capítulos 131-58-131, que se inter-remiten. Es decir, que habría que volver indefectiblemente sobre uno (58) y otro (131) sucesivamente para alcanzar la lectura total de la novela. Cortázar, que escribió Rayuela para que se lea de una sola manera, y no de las dos como solemos hacer todos los snobs que caemos en sus garras, tal vez se hubiera regodeado con el siguiente diálogo: ¿Leíste Rayuela? Sí, de las tres maneras. Cómo de las tres maneras, hay dos formas de leerla nomás. No, yo ya la había leído de las dos formas y todavía sigo con la tercera, estoy hace tres años empantanado entre los capítulos 58 y 131, un diálogo medio limado y como monotemático, así, de manicomio, pero bué, regio.
Para concluir este desvarío, que no es infinito, debemos mencionar una herramienta que colabora en el proceso de producción de la bebida que nos convoca, el vino. Se trata del tornillo sinfín, que conduce las uvas a las moledoras, pero no tiene más que una semejanza léxica con el infinito. En fin(ito), hay variadas formas de acercarse o representar el infinito, la eternidad, el punto rojo, los boleros (que se quede el infinito sin estrellas). De hecho, para cerrar una vida lúdica al mango se podría probar con un escalectric. Además de tener la forma ∞, ya debe existir alguno con el trayecto de un solo plano a lo moebius. Habrá que ver quién tiene ganas de jugar a las carreras for ever. Porque experimentar el infinito, al fin y al cabo, también puede resultar muy tedioso.
La cuestión es que antes de que la era digital extrapolara los límites de lo finito hacia dimensiones inciertas (por ejemplo, hoy podemos decir que -relativamente; elemental, mi querido Albert- la Internet es infinita; o bien, gruesita), hubo creaciones analógicas que desafiaron las fronteras de lo perceptible. Porque, ¿cuándo terminamos de subsumir un objeto dado?, ¿cuándo terminamos de comprender los múltiples escorzos de un dato exterior que se empecina en su continuidad sin fin aparente?
Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, además de ser considerado el mejor elepé de la historia del rock por muchos músicos, innovó en varios aspectos del objeto disco. Por ejemplo, es uno de los primeros que incluye un tema fantasma. Fantasma porque no sólo está perdido precedido de un silencio al final del último tema como parte del mismo track, sino que además da miedo realmente. Luego de la orgásmica tensión que generan las cuerdas de A day in the life, hay un silencio y más tarde un tono de alta frecuencia (esos que sirven para ahuyentar perros), al que le siguen ruidos de ambiente, grabaciones al vesre del diablo tipo Xuxa y una frase ininteligible (algo así como never could see any other way) dicha por un niño (recurso que utilizaría en los noventa Pearl Jam en el sublime testamento del grunge: Vitalogy). Esa frase infante y truculenta se repite hasta que el CD termina en fade out. Pero en 1967, cuando ni siquiera había tocadiscos automáticos, el vinilo rebotaba y seguía reproduciendo ad infinitum ese fragmento. La estética se asomaba al infinito aprovechándose de la técnica.
En el ámbito de la literatura, la novela Rayuela, de Julio Cortázar, otra obra archiconocida, también se le animó a la inconmesurabilidad. Toda persona que la haya leído sabe que hay dos formas de acceder al texto, una leyendo los capítulos en continuado del 1 al 56, y otra alternando esos capítulos pincipales con otros complementarios que ramifican aún más la historia. Pero esa forma de leerla, sugerida por el autor, termina con la secuencia de los capítulos 131-58-131, que se inter-remiten. Es decir, que habría que volver indefectiblemente sobre uno (58) y otro (131) sucesivamente para alcanzar la lectura total de la novela. Cortázar, que escribió Rayuela para que se lea de una sola manera, y no de las dos como solemos hacer todos los snobs que caemos en sus garras, tal vez se hubiera regodeado con el siguiente diálogo: ¿Leíste Rayuela? Sí, de las tres maneras. Cómo de las tres maneras, hay dos formas de leerla nomás. No, yo ya la había leído de las dos formas y todavía sigo con la tercera, estoy hace tres años empantanado entre los capítulos 58 y 131, un diálogo medio limado y como monotemático, así, de manicomio, pero bué, regio.
Para concluir este desvarío, que no es infinito, debemos mencionar una herramienta que colabora en el proceso de producción de la bebida que nos convoca, el vino. Se trata del tornillo sinfín, que conduce las uvas a las moledoras, pero no tiene más que una semejanza léxica con el infinito. En fin(ito), hay variadas formas de acercarse o representar el infinito, la eternidad, el punto rojo, los boleros (que se quede el infinito sin estrellas). De hecho, para cerrar una vida lúdica al mango se podría probar con un escalectric. Además de tener la forma ∞, ya debe existir alguno con el trayecto de un solo plano a lo moebius. Habrá que ver quién tiene ganas de jugar a las carreras for ever. Porque experimentar el infinito, al fin y al cabo, también puede resultar muy tedioso.
lunes, 15 de febrero de 2010
Juan Pluma y los Cinema
Se acaba de presentar el primer disco de la banda Juan Pluma y los Cinema, Caravana, Paseo ma non tropo. Con cinco años de trayectoria en la que desfilaron distintos caravaneutas de la música, la extensa producción decantó en este disco que transita ritmos folclóricos e intimistas como fondo, con un primer plano en el que esos aires autóctonos se rockean, se sincopan y se hipertextualizan hacia una variedad de notas al pie de Beatles y Charly, pero también de minimalismo (Suerte y verdad) y de Eric Satie (Caravana trolebús).
El disco tiene algo de manifiesto, agitado desde las letras de la pluma bicéfala de Facundo Ruiz e Irene Sola (un Juan Pluma más o dos). Letras plagadas de sombras que se hacen carne en la interpretación de Agustín Valero (voz, guitarra y composición), Damián Lois (voz, bajo, flauta traversa y composición), Laura Cutufia (coros), Santiago Leibson (teclados) y Santiago Lemos (batería y percusión). Letras mutantes que encuentran canal sonoro; poesía y música que se conjugan en una vocecita en plural. Una voz que es multitud coral, desgranada en melodías que pegan armónicos volantazos frente a la senda de la previsibilidad o, mejor, de la preescuchabilidad.
Temas como Voz acoplada, Ventrílocuo tango (Yo hablo porque tengo sed / Soy un viejo ventrílocuo del tango / una linyera caricia en el asfalto), Mediodía de cemento (Las solapas anochecen rostros / y a pleno sol rastros lunáticos / van babeando las películas / que mastican cuadro a cuadro), Retrato en blanco y negro de mi sismo (Fumo tabaco bien negro / y negra tengo la voz / y cuando muera mi lengua / en el humo estaré yo (...) Y lo demás navega alcohol...) y Un primo bonus (con voces de Federico Grüner y atisbos rockers de la banda Interzona, que integra junto a Agustín Valero, y que acaba de grabar su primer disco en los estudios platenses de Shaman Herrera) son flanqueados en el disco por los recitados de Facundo Ruiz y coronados con un poema-enigma incluido como tema fantasma: Es el insomnio / un lugar nocturno / donde no se puede entrar / de noche.
Acá pueden acceder al MySpace de Juan Pluma y los Cinema, apoltronarse en una butaca y deleitarse con una caravana cuadro-por-cuadro de partituras en celuloide.
jueves, 11 de febrero de 2010
Addenda digresiva: el otro monte, el otro video
Una de las disputas más fervorosas que dividen al Río de la Plata es el origen del zorzal Carlitos Gardel. Aunque también dicen por ahí que nació en Francia. Tá, bó, pero hay una persona que necesita de la reivindicación yorugua por haber tenido cuna charrúa deandeveras, a pesar de su nombre y sus vivencias claramente francesas. El conde de Lautremont, el del otro monte. Ése otro monte alusivo desde el cual tal vez Lautremont veía, o más bien imaginaba a Maldoror revolcarse con los cazones rioplatenses. Ese monte que en Montevideo todos llaman Cerro. Entonces.
En Montevideo hay poetas. Y además tienen la posibilidad de ponerle nombres a sus botijas a piacere y sin restricciones. Si no ver los casos de, por ejemplo, Peñarol Uno Nacional Cero González; o el de Anauhiram Quintana. En fin, cuestión que tal vez podrían actualizarse algunos nombres de lugares también. Más precisamente el de la capital cisplatina. Si todo el mundo le dice cerro al monte y Uruguay tiene un balneario que se llama Solymar, la ciudad tranquilamente podría abandonar las referencias del latín y uruguayizarse: Cerrovista, ¿no? Cuestiones de la toponimia o de la nimiedad del topo. Y bué, al conde maldito y surrealista lo rebautizaríamos de Lautrecolline. Y si no le gusta que vuelva del averno y nos lance contra la cúpula del Palacio Salvo y todos contentos y estrellados.
En Montevideo hay poetas. Y además tienen la posibilidad de ponerle nombres a sus botijas a piacere y sin restricciones. Si no ver los casos de, por ejemplo, Peñarol Uno Nacional Cero González; o el de Anauhiram Quintana. En fin, cuestión que tal vez podrían actualizarse algunos nombres de lugares también. Más precisamente el de la capital cisplatina. Si todo el mundo le dice cerro al monte y Uruguay tiene un balneario que se llama Solymar, la ciudad tranquilamente podría abandonar las referencias del latín y uruguayizarse: Cerrovista, ¿no? Cuestiones de la toponimia o de la nimiedad del topo. Y bué, al conde maldito y surrealista lo rebautizaríamos de Lautrecolline. Y si no le gusta que vuelva del averno y nos lance contra la cúpula del Palacio Salvo y todos contentos y estrellados.
martes, 9 de febrero de 2010
Las llamas que llaman
Llama un resplandor
ya están en la esquina
templando el tambor
y corre la lija
y crece el barullo
y arranca la clave
parece que largó.
Jaime Roos, "El tambor"
Las Llamadas de Montevideo veintediez fueron otra vez la apoteosis del extenso carnaval uruguayo, el momento del año en que se suspende la rutina; el espacio donde, según Bajtin, los roles de la sociedad se subvierten, o mejor aún, deberían subvertirse. Porque lamentablemente el carnaval ya no es lo que era. Cuando la fiesta se mercantiliza, se masifica selectivamente (confrontar si no con el carnaval de Río de Janeiro). Es decir, sólo pueden entrar y ver el desfile algunas masas. La calle Isla de Flores, por donde desfilan las comparsas, cumple con el requisito de ser angosta y encajonada para que el repiquetear de los tambores no pierda sonoridad. Pero entre las gradas y los asientos numerados no hay mucho más espacio para acomodarse en las veredas de las casi diez cuadras por las que se desarrolla el desfile. Entre las personas que quedaron agolpadas en las bocacalles transversales a Isla de Flores intentando ver al menos el flamear de las banderas en puntitas de pie, impedidas por la policía, las vallas y la cantidad de gente congregada, se llegó a escuchar una frase contundente: Después dicen que esto es popular.
Como consuelo nada pequeño todavía pueden verse los preparativos de este lado de las vallas. Ese momento auténtico que relata el cronista Jaime Roos, donde las lonjas se templan al calor de un fueguito, las caras se pintan frente a las ventanillas de los autos estacionados y las mama viejas empinan alguna botella de coca y se mezclan con el resto de las personas que pululan impregnándose de la carne carnavalera. Allí pudo verse a Páez Vilaró y a Cachila aprontando la salida de Cuareim 1080, una comparsa que homenajea al conventillo Medio Mundo, ubicado en dicha dirección y demolido por la dictadura el 3 de diciembre 1978 (día en que actualmente se celebra el Día del Candombe). Un conventillo donde se templaron los ritmos afroamericanos a fuego lento y que fue espacio exponencial de la cultura negra y cuna de la comparsa Morenada. Y hasta fue escenario de la obra Cachafaz, de Copi, esa oveja negra de una familia noble, oriental y mediática como los Botana.
En fin, una vez más se volvieron a escuchar los cueros en los barrios Sur y Palermo de la otra orilla, la del otro monte, además de las voces murgueras desde los tablados de la ciudad montevideana. Y de este lado del río no estaría mal seguir el ejemplo charrúa y volver a caer en las garras del hedonismo popular. Habría que interpelar a las masas juerguistas a comprometerse, ser parte de la fiesta, y que ésta no sea un mero espectáculo, un carnaval simbolizado como mercancía y autorrepresentado, donde lo único que faltara fuera ponerse los anteojos 3D. Lo popular de la cuestión sería que ese pueblo que asiste como espectador e interviene sólo con la mirada deje de postergar la puesta en juego de su cuerpo y el éxtasis que ésta genera. El carnaval es el tiempo en el que el arlequín Hop-Frog quema reyes a lo bonzo y todos ríen; es el tiempo en el que el melancohólico Pierrot y la sombra de Colombina se multiplican en cada esquina buscando algún rincón desfarolado para chapar a la antigua.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)