Cuando llegó a donde estábamos, por fin, el sol le daba de lleno y pude verlo mejor: pantalón del color del suelo terroso, alpargatas fosilizadas, camisa blanca arremangada y un cigarrillo apagado y alicaído descansando en su boca. En su mano derecha, su dedo índice agarrotaba el asa de un jarro de loza abollada. En la izquierda, apoltronada contra su cadera, sostenía una botellita de alcohol de farmacia, la panacea que muchas veces envuelve la rutina de carencias y atribulaciones. La chicha se me difuminó entre otras imágenes idealizadas y estereotipos culturales que suelen vender las guías turísticas. Siempre la realidad es más cruda. En el norte están las bodegas cafayateñas para el turismo clasemediero, pero también están las farmacias para remediar las penas que ese mismo turismo no sutura.
El ekeko deshojado permaneció impávido, pero acusando el esfuerzo de esas tres cuadras transitadas en diez largos minutos, como un camello que hubiera atravesado un desierto y ahora estuviera espejándose en nosotros, su oasis de turno. Nos interrogaba con una nube personal destilada en los ojos hinchados, cabizbajo y en completa quietud. Los cuatro nos quedamos expectantes. El don, machado hasta la joroba, alcanzó a farfullar algo sin liberar el cigarro de sus labios. G. distinguió el gesto y sacó el encendedor de su bolsillo. Se acercó al hombre con poca convicción y, con la duda entreverándole los dedos, le prendió el cigarrillo. El tipo, sin decir nada ni hacer gesto alguno, siguió camino tal como llegó, con su jarro, su botella y el pucho sin salir de su boca. G. se volvió hacia nosotros, que estábamos todavía palpitando la escena y rompió el hielo aveloriado con una sonrisa.
‒Tenía miedo de que se prendiera fuego.
***
El famoso binomio antes y después, como marcador de un mismo objeto, sujeto, lugar o situación en dos instancias temporales distintas, se utiliza para dar cuenta de cambios, mutaciones, desplazamientos que no podrían ser advertidos, evidentemente, en la contemplación diacrónica, en el devenir inagotable; y, seguramente, tampoco de un día para el otro.
Diez años después, declaración de patrimonio de la humanidad por parte de la Unesco mediante, la Quebrada de Humahuaca cambió como muchacha que pasó por Slim. Purmamarca, el pequeño pueblo jujeño que alberga al famoso Cerro de los Siete Colores y es cuna del músico Tomás Lipán, por ejemplo, ya no es lo que era. No sólo por las diferencias que pueden exponer dos fotos de la misma calle, tomadas desde el algarrobo milenario que vigila a la pequeña iglesia del lugar. Los hoteles de cuatro o cinco estrellas que se construyen en la entrada del pueblo le dieron una nueva fisonomía. Los injertos de concreto preanuncian una nueva era que entierra a la del adobe. Mientras tanto, el suburbio crece, no sólo por los alojamientos deluxe, sino porque los mismos pobladores se ven muchas veces obligados a vender sus propiedades para retirarse a las márgenes del pueblo (tal como puede suceder en nuestra megalópolis, pero a menor escala).
Turismo es poblar. Habitantes fugaces que se renuevan una y otra vez para que el hormigueo no pierda su caudal. Turismo es cotizar. Negocios inmobiliarios expulsivos que institucionalizan una temporalidad ajena y homogeneizante sobre el territorio que hasta entonces había permanecido solapado, invisible, mudo, pero con una potencia propia: el comercio permanente y el ulular visitante sobre espacios vírgenes de modernidad también son recursos que un estado-nación marchito utiliza para insuflarse un poco de aire culturalista nuevo.
Purmamarca, enero de 1999
Purmamarca, julio de 2008
1 comentario:
yo me quise ir de ahí
pero bueno, no sé qué se hace con esto
Publicar un comentario