De pronto, me sentí parte de la clase alta. No me estaba comprando un jet ski ni me codeaba con modelos en un boliche top. Me estaba deteniendo un prefecto. Perfecto, pensé sonriente. Sonriente también en mis pensamientos.
El ascenso social estaba al alcance del guante de cualquier ladrón de poca monta como yo, aunque se lograra a costa de una porción de libertad. ¿Y eso cómo se corta? No sé, pero la porción que cedí pronto se transformó en, digamos, la mitad o un poco más de una torta de milhojas, así bien secota y plagada de pliegues milenarios.
Luego de un vaso de agua que me aclaró la cabeza y me lavó la sed de la celda, me empezó a rondar una duda: cuál es el requisito para resultar sospechoso a los ojos de alguien, un prefecto si vamos al caso, una persona educada para creerse institución, que con el chiste de conseguir trabajo a como dé se calza una gorra, un uniforme y un fierro y tiene la capacidad de señalar a dedo a alguien que no le gusta y joderle la vida. Todo había sucedido gracias a la existencia de límites, fronteras jurisdiccionales que no se ven pero que, aparentemente, esos secuaces de la letra respetan a rajatabla. Claro, respetan las fronteras de poder; después, cuando lo tienen a uno fuera de la vista de la plebe, de la plebectula, pueden hacer lo que se les cante.
De todas formas yo había buscado levantar sospechas.
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