jueves, 19 de febrero de 2009

Nuestra novela

Ellos se movían en bloque y el parecido que tenían entre sí me había causado una molesta impresión. Cuando los vi por primera vez, todos me miraron a la vez (y creo que ellos también me vieron por primera vez, la misma vez que yo los vi por primera vez, a menos que ya me hubieran visto sin haberlos visto yo... ¿Si p entonces q y q entonces r...? Bueno, no viene al caso, debo cerrar el paréntesis). Según me había comentado Genaro, no hablaban y se comunicaban a través de boletines diarios que sólo algunos de PUEBLO podían entender. Estos papeles daban mucha tela para cortar y, al principio, cuando un representante de ellos, o sea, de Nosotros, entregaba el papel diario al encargado semanal de la Célula, éste les preguntaba desesperado qué era lo que querían decir, pero ellos, Nosotros, no hablaban. Miraban, así, con cursiva. Y todos miraban igual. Esto provocó que los primeros días en los que este grupo se acercó a la Célula del barrio de Almagro, se dedicaran horas enteras a trabados debates que intentaban llegar a una Interpretación Única de los escritos. Pero cuando se dieron cuenta de que esto iba en contra de los principios fundacionales de PUEBLO, dejaron de esforzarse por buscar explicaciones y los dejaron hacer a placer. Placer autista que a nadie, salvo a ellos, placía. Y nada había que criticarles, porque a pesar de las sospechas que podían levantar entre los Agentes Serviles por estar siempre juntos, ser tan ¿iguales?, y no hablar más de lo que miraban, habían demostrado una ferocidad incontenible y bien dosificada durante algunas batallas callejeras contra los A. S.

Pero nadie sabía mucho más de ellos que lo que habían mostrado en la práctica, ni de dónde venían, ni quiénes eran, ni cuántos eran (su número variaba en sus distintas apariciones), ni dónde ni cómo ubicarlos. Y ellos parecían saberlo todo.

La vez (esa de la que hablaba, la primera) que los vi en la casa operativa de Pringles, eran diez, me miraron y yo ya no quise saber más nada. Le entregaron su declaración diaria a Picaflor, que era el que estaba a cargo esa semana del área. La leyó sin mucho interés, sorbiendo su gaseosa con la misma pajita de plástico berreta de siempre, y me la pasó indiferente. En ese momento supe quiénes eran: una vez leído el Parte Nuestro, no pude volver a mirarlos a los ojos (más allá de lo dificultoso que me podría haber resultado mirar a los ojos de los diez a la vez).

Esquirla de novela (Parte nuestro)

lunes, 9 de febrero de 2009

Postal del poder



Las callecitas de Ayacucho tienen ese qué sé yo. Un saber en realidad ajeno, que organiza el espacio, pero del cual podemos reapropiarnos. Ese saber que, como dijo Michel "Torino" Foucault, y simplificando, es poder. En nuestro divagar por la urbe rural del sur de la provincia de Buenos Aires, intentamos atender a los detalles benjaminianos, a los fragmentos que delatan grandes constelaciones, esos relámpagos de indeterminación (o sobredeterminación, según cómo se lo vea) que iluminan verdades fugaces y escurridizas.
Era de prever que caminando por una calle que se llama Poderoso nos íbamos a topar con algo. Antes de pensar si el nombre de la calle era un homenaje a un buque, al koinor, o a aquella persona que se ufana de su investura de poder, Ayacucho, tierra de muertos en quechua, nos regaló una señal de que la tumba de los poderosos está en constante proceso de excavación. El poder, o Poder, aunque no lo veamos, siempre está. Pero cuando lo vemos, cuando lo sorprendemos en un flash inasible, puede mostrar y expresarnos sin quererlo sus debilidades. La microfísica a flor de piel nos hace preguntarnos, ¿quién tiene el poder: he-man(/she-ra) o it-town? Personal o impersonal, impartido por los que lo ejercen o subvertido por quienes se lo apropian y lo desvían de su cauce controlador y pretendidamente ubicuo, esa red de poderes en tensión se manifiesta en números que nombran propiedades, nombres que numeran calles y espacios planificados para ser transitados de una manera ordenada por cuerpos no dóciles, pero sí perdidos en una ficción impuesta. Sin embargo, esa trama también se expresa en todos los usos y abusos que podemos efectuar sobre un espacio dado y cuyas directrices podemos hacer estallar en su continente como una botella devenida molotov.
Los números que pretenden ordenar un oasis de cemento en un desierto de pasturas y los nombres que se extienden sobre las calles de un pequeño felpudo asfáltico que bienviene a la pampa, se diluyen en la resistencia corporal, en la crítica que ejerce el libre albedrío. Así nos debatimos entre la literalidad y lo metafórico que exuda la composición de una placa numérica que se cae y un nombre apuntalado precariamente. El significado es equívoco como todos, pero la ciudad letrada, como la llama Ángel Rama, en su afán de ordenamiento, deja entrever sus falencias a la hora de aspirar al control absoluto. Estos tropiezos del poder se traducen en resquicios de poesía que, a veces, pueden liberarnos brevemente de las cadenas de la brújula. Y esas experiencias reales pueden permitirnos crear nuestras propias ficciones para ponerlas en común, en una especie de mito destructor refundante.