jueves, 27 de diciembre de 2012

Tres perros abotonados son multitud

Salto del bondi al pavimento desnivelado con tapitas de gaseosa y pedregullos encastrados. A pesar de una leve torcedura en la caída ciega, zafo del esguince y me estabilizo con las dos piernas, que pesan como yunques. Subo los escalones anti-anegamiento de la vereda boquense con mucha fiaca, procurando llenarme de aire, y enfilo para casa. La nubecita negra del exceso me sigue de cerca, con truenos y refucilos que, incluso con la luz del día, me dejan en la retina un flash que se mueve a cada parpadeo con un efecto de retardo. Pero las alucinaciones dejan paso a la repentina envidia que me provoca un polvito mañanero ahí frente a mis narices, por más canino que sea. Aunque ahora que me acerco veo que la cosa no es tan promisoria. Son dos perros abotonados. Ya terminaron su tarea hace un rato, por lo visto, pero a veces las piezas que encajan no desencajan. El montador se juega el todo por el todo y se da vuelta de una sola vez, aunque no logra desengancharse. Quedan cola con cola, inmóviles y sin poder mirarse de frente, como si estuvieran a punto de iniciar un duelo a punta de pistola sin saber responder al conteo de distancia. Me apoyo sobre un árbol y aprovecho a mirar el cuadro, mientras el macho llora con cada mínimo movimiento. El sexo, como el amor, también puede ser doloroso. Un tercer perro se acerca, solidario, a ver si puede ayudar, pero el macho que está enganchado le muestra los dientes con un gruñido que enseguida se torna quejido. Grrrrrauuuu. Grrrrruñidoauuuullido. No hay pudor, pero sí una clara situación de indefensión. Hay que hacerle frente a un oponente con el pingo retorcido. Además, toda esa moralina de que tres son multitud. A pedir de una fábula de La Fontaine.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Cuando sea grande quiero devenir

Cuando me llaman ya casi ni me doy vuelta. Puede que sea porque me llaman muy pocas veces, porque no tengo muchos amigos. A veces pienso que no me llaman a mí. De hecho, no siento que me estén llamando. Pero si no contesto a mi nombre no es por que lo haga a propósito, es que me dicen ¡Ey Julián!, y yo pienso que le hablan a otra persona. Como todos en mi casa me dicen Juli… Además casi que no me gusta hablar con mis amigos, y siempre que me llaman es para molestarme. Y tampoco me gusta mi nombre entero. Yo por ejemplo a veces me llamo ¡Ey Juli! de espaldas al espejo, pero ahí sí me doy vuelta. Creo que nadie me ve, bah, la chica del espejo sí. Yo la miro un segundo, pero me doy vuelta rápido. Es muy divertido, apenas llego a verla sonreírse.

Papá Noel también me pone Juli en los regalos cuando viene. Aunque nunca me traiga lo que le pido. No sé por qué hace eso. ¿Para qué le escribo cartas entonces? Sólo porque mis papás insisten. Tal vez no quiere ser mi amigo tampoco, o no recibe mis cartas, claro, tiene mucho trabajo.

La última navidad fue igualita a todas, salvo al final. Ya había pasado todo lo importante, comimos, vino Papá Noel y abrimos los regalos (y una vez más no me trajo lo que le pedí). Mil veces le dije que no me gustan los autos y esta vez me trajo un camión más grande que yo, con control remoto y remolque. Toda mi familia me miraba esperando a ver qué decía, prestándome mucha atención. Pero no me sale mentir y no dije nada. Dejé el camión a un costado y me senté de nuevo en la mesa con el resto de la familia. Para mí se había acabado todo esto de la navidad, pero como no quería ir a dormir hasta que mis papás decidieran que nos vayamos a casa me quedé sentado con todos los grandes. Hasta que mi tía me vio aburrido.

-A ver, Juli, ¿qué querés ser cuando seas grande?

-Mujer.

Papá tosió mucho, mucho, y se escuchó un vaso roto. Todos se levantaron a ayudarlo. De repente ya nadie me dirigía la atención, como hasta hacía un ratito. Es más, no tuve tiempo de decir que quería ser la chica del espejo de casa, toda vestida con ropa de mujer y maquillada. Creo que lo que dije fue algo malo o que a papá le hizo mal, porque el resto no dijo nada. En realidad, no me dijeron nada por mucho tiempo. Ni cuando fuimos en taxi al hospital y mamá y mi tía me abrazaron fuerte durante todo el viaje.

En el hospital estuvimos mucho tiempo, yo me desperté y era de día. Entonces vino una enfermera muy blanca con su ropa y sus dientes que sonreían. Dijo que papá estaba bien, qué suerte, yo le dije que le mandara un besote grande de su Juli, porque mamá y mi tía no querían que lo fuera a ver porque decían que estaba delicado.

La enfermera se fue y me la quedé mirando un rato. Después le dije a mi tía:

-En realidad, tía, cuando sea grande quiero ser enfermera.

Se escuchó toser a alguien al fondo del pasillo.

martes, 11 de diciembre de 2012

Puente colgante



Centroamérica se nos muestra en los mapas como la metáfora de un puente, angosto y sinuoso, que une Sudamérica y Norteamérica. Un puente que, en el imaginario, está lejos de ser el levadizo de los castillos medievales y se acerca más bien a uno colgante, con todos los peligros y miedos propios del mismo. Y como en todo puente, hay un movimiento que lo transita constantemente y que, en este caso, es mayormente unidireccional.

Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), los países latinoamericanos con mayor cantidad de población migrante son los de Centroamérica, el Caribe, Colombia y México. Un dato curioso si tenemos en cuenta que Colombia y México son los dos polos del puente de tierra centroamericano. Y más todavía, si tenemos en cuenta que el narcotráfico en Centroamérica está dominado por los carteles de esos dos estados que cumplirían una especie de rol de “aduanas”: los colombianos dominan el margen del Océano Atlántico; y los mexicanos, la orilla del Pacífico. Esos dos océanos que flamean representados en las franjas azules de las banderas de las repúblicas de la región. Asimismo, el 90 por ciento de la droga que llega a Panamá desde Colombia, atraviesa el continente centroamericano hasta los Estados Unidos.

Gran parte de los migrantes centroamericanos busca como destino final los Estados Unidos, ese “sueño americano” en el que intentarán encontrar las mejores condiciones de vida y de trabajo que el desarrollo desigualmente combinado del capitalismo otorga a los países más industrializados. Y desde el cual enviar remesas a sus familias. “Remesas económicas, y también culturales y sociales como las maras”, acota Josefina Ludmer. Pero para llegar a destino por tierra deben sortear innumerables obstáculos, que en el mejor de los casos obliga a los viajeros a permanecer en otro país intermedio en el cual, tal vez, no hay grandes trabas residenciales y pueden encontrar algún empleo temporario. Y en el peor de los casos, son reclutados como sicarios por carteles del narcotráfico, abusados, extorsionados, secuestrados o asesinados.

Ese puente metafórico es un mosaico de Balcanes y volcanes, una plataforma de tierra y accidentes geográficos que supo estar integrada en una República Centroamericana durante el siglo XIX, y cuya unión, a fuerza de luchas y utopías, todavía hoy repercute en las memorias de estos pueblos que construyen transnacionalismo a cada paso.

Como una pasarela que empieza a ensancharse para anunciar la inminente llegada al Río Bravo, México es la última parada para muchos de quienes se aventuran en esta odisea y llegan lejos. Qué mejor imagen que las de Roberto Bolaño en su monumental novela 2666, en la que el paradójico desierto (poblado de asesinos, migrantes que esperan su chance de cruzar y mujeres indefensas) que sirve de frontera con los Estados Unidos está sembrado de muerte y de maquilas. Insignes flores de la aridez.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Reflexiones insomnes



¿Me puedo morir de insomnio? Es una idea que me ronda precisamente cuando estoy dando vueltas en la cama sin conciliar el sueño. El insomnio desdibuja los límites y a la vez te hace pensar en cómo será esa frontera inalcanzable, ese horizonte sin aduana, como el telón negro pintado de estrellas que, cuando era chico, pensaba que había en el confín del espacio. Y ahora también lo pienso, por qué no. El insomnio es eso, el pensamiento triturando toda chance de relajo, una idea que de tan intensa nos retrotrae al desvelo. Tal vez me transforme en zombie, en insomne-vivo o muerto-insomne, y me ponga a buscar cerebros que almorzar, a intentar hincarle el diente a sueños ajenos entreverados en alguna circunvolución del seso de turno. Alimentarme de sueños para dormir podría ser el camino para minar la vigilia. Pero ni idea dónde habita el sueño; ni si el canibalismo me va a devolver la somnolencia. La saliva se agolpa en mi boca, no sé si de tentación o vuelco inminente.

martes, 23 de octubre de 2012

Arrojas poesía al Mercosur

Malú Urriola, Silvia Castro y Juan Fernando García con las luces florecientes de la Isla Maciel de fondo (Foto: Sabrina Díaz Potenza).

Las personas que llegaban al Museo Quinquela Martín luego de transitar los adoquines de la Vuelta de Rocha, enmudecían. El silencio reinante anunciaba la inminente consagración de la primavera. Sobre la explanada de la entrada, el director de orquesta agitaba una vara invisible contra un atril menos aprehensible aún, mientras sonaban en volumen muy bajo unas piezas clásicas de Vivaldi, Tchaikovsky, Beethoven y Delibes alusivas. Pero para dirigir una orquesta o capitanear un barco no es necesario el sonido. Tan sólo basta con el rumor de los elementos. Y el mimo lo sabía. Por eso hablaba su cuerpo. O su saco, en el que varios papeles manuscritos pegados clamaban nombres de poetas y escritores. Guiados por Sergio Cofré, actor y docente del Galpón Catalinas Sur, quienes se aventuraron al barrio de La Boca a recibir la primavera y un nuevo ciclo de Arrojas Poesía al Sur, mimetizados con el silencio, comenzaron el ascenso a la terraza del Museo, como desde la raíz hasta la flor. Porque el Día de la Primavera es también el Día del Estudiante y el del Artista Plástico. Y en el recorrido de esa clase de biología pictórica, de dicotiledóneas enmarcadas al óleo de una espátula, el susurro del público se hizo sav(b)ia como la Naturaleza. Las venas abiertas latían.

En el segundo piso del edificio tomó la posta Marisa Corral, del staff del Museo, que ofreció una visita guiada a la Sala de los Mascarones de Proa, para luego tocar en el violín Verano Porteño y Santa Lucía. La última escala de ese tallo fue en el tercer piso, escenario de la edición del Arrojas en el otro equinoccio de 2012, el de otoño. Allí, Zulma Ducca y Laura Boscariol bienvinieron con temas balcánicos en acordeón y charango. Del silencio apenas sugerido a la música untza untza en sólo tres pisos.

En el bloque de poetas anfitriones, Valeria Gómez y Carolina Díaz, coordinadoras del Taller de Escritura de Cooperanza del Hospital Borda, leyeron textos de los internos del hospital ubicado en Barracas, cuyos trabajadores se encuentran en lucha para evitar su cierre, en defensa de la salud pública y de estos espacios de acción con el arte intra y extramuros. A su turno, Julián González, de la cooperativa editorial Eloísa Cartonera leyó poemas del también cuentista y pedagogo Ernesto Camilli, quien fuera publicado por la propia Eloísa; la cual, además, estuvo presente con su stand de libros atendido por Ricardo Piña, Alejandro Miranda, María Gómez y Washington Cucurto.

Mientras las luces de la Vuelta de Rocha, el Riachuelo y las Isla Maciel florecían a través de los ventanales del Museo Quinquela, la actriz y recitatriz Vanesa Maja acaparó las miradas y el escenario para enunciar un fragmento de la obra "Rosa brillando", inspirada en la poética de la uruguaya Marosa Di Giorgio. Con una presencia cargada de erotismo, la maja vestida de blanco, como un lienzo o tabula rasa que sería cubierta de colores sobre el final del encuentro, dejó latente una estela de frutas, flores y sabores a pulpa rioplatense entre los paladares boquiabiertos que la contemplaron.

Luego fue el momento del bloque central del ciclo, el de otros puntos cardinales: tres poetas invitados que soplaron versos polinizados en otros barrios, ciudades y hasta del lado oeste de Los Andes. El poeta y docente oriundo de Necochea Juan Fernando García destacó entre sus versos a su perro Morón, homenajeado en su libro del mismo nombre, el cual dibuja pictogramas con sus huellas y lee territorios y gestos urbanos como un auténtico hermeneuta de cucha. La rionegrina Silvia Castro, poeta, bibliotecaria y fotógrafa, desafió el límite de las palabras y las hizo fragmentarse, confluir, entremezclarse y copular para obtener nuevos significados con su tempestuoso poema inédito Calibán, poema de libaciones caninas. Por último, la chilena Malú Urriola, poeta y guionista nacida en Santiago, cerró el segmento con poemas de su libro Bracea, como el picaresco y melancólico Tres piernas, y el impactante El perro, que refleja la imposibilidad de recomponer los fragmentos de una antigua unidad perruna (de una vida, más bien), por más nombre que lo haya identificado y caninos que lo hayan defendido. Una vez más, palabras en juego como cuerpos, canes y potencias, polen y latencias, pedazos que se descomponen y se funden dando lugar a nuevas entidades. Como flores fluorescentes. Como la Rosa de Hiroshima.

Siguiendo el cauce internacional, el músico paulista, tropicalista e inmigrante –como le gusta presentarse– Dr Morris, tocó algunos temas de su repertorio inspirado en los cuentos fantásticos del escritor Murilo Rubião, como A rosa de vidrio. Acompañado por su guitarra, uno de los exponentes de la escena brasileña de São Paulo en la actualidad dibujó trazos de sus melodías que fusionan jazz, blues, samba, arabescos y florituras. Latinoamérica floreciente en distintos lenguajes estéticos terminó de cobrar forma, de cobrar continente.

Para dar lugar al último acto, Marta Sacco, organizadora del ciclo junto a Zulma Ducca, invitó al público asistente a salir a la terraza, donde el buffet de la Cooperativa Los Pibes del Playón habilitó empanadas, café y otras bebidas espirituosas. Enseguida, la actriz y performer de Barracas Blanca Rizzo, emulando una deidad floral al estilo Ostara, bailó el Lakmé de Delibes en la voz de Montserrat Caballé, ante la mirada pétrea de las esculturas del Museo, las velas palpitantes ofrendadas a la brisa y el público que se sacudía el silencio intrauterino como pichichos recién nacidos. En el vestido florido de Blanca, que tal vez era el mismo vestido blanco que había usado la Maja, parecieron plasmarse todos los colores recitados en los bloques precedentes.

Y como corolario, corola al aire, todo fue consagración a la música primaveral, a ese susurro que creció para terminar en declamación y baile colectivo. Palito Ortega, Manu Chao y Luis Alberto Spinetta volvieron a ser hojas del viento, flores de la madre selva, amores de primavera. Fugaces, fragmentados, polinizados, circulares e intensos. Viento, agua y abejas que favorecen ese pasaje de los estambres al estigma. Elementos al servicio de la Naturaleza que no repara en utilidades ni discrimina lo que no es necesariamente productivo. Polinización sin estigmatización. En una especie de déjà-vu invertido, el Arrojas celebró un nuevo equinoccio en el Quinquela. El ciclo del ciclo sus vueltas derrocha. Y como toda ofrenda material, todo potlatch, todo gasto improductivo, toda poesía da sus frutos.


Video y edición: Juan Diego Romairone

viernes, 13 de julio de 2012

Voces para un nuevo viaje



Entrevista a Jorge Pistocchi


El fundador de la revista Expreso Imaginario y vecino de La Boca reeditará aquel proyecto de los setenta pero en formato radial. El lanzamiento, a puro arte y cultura, está programado para el 9 de julio.

Un mimo empuñando un micrófono puede parecer un oxímoron. Pero el que está pintado en la puerta de Olavarría 664, el mismo que diseñara Horacio Fontova para la revista Expreso Imaginario, invita a propagar voces en una nueva experiencia radial. Jorge Pistocchi, fundador de la mítica revista de rock y ecología en los setenta, se prepara para reeditar el proyecto, esta vez a través de una radio por Internet (www.radioexpresoimaginario.net). Un expreso que además de ser un tren veloz en los rieles de la imaginación es también expresión urgente. Y en boca de Pistocchi, esa inquieta necesidad de arribar a una nueva estación es patente: “Sé qué quiero decir pero no sé cómo”, cuenta en relación a los soportes que transitó su proyecto y que ahora encuentra un espacio multimedial superador.

Hay una continuidad con el viejo proyecto de Expreso Imaginario (EI), ¿en qué etapa del viaje están?
En una etapa donde encontramos una herramienta en la que confluyen muchas de las cosas que siempre quisimos hacer. EI va a ser un poco la expresión del fin de la radio tal como la conocemos. Y todo lo que estamos pensando hacer se nutre de viejas experiencias. En 2001 y 2004 ya habíamos armado páginas web de EI. Este proyecto se me empezó a ocurrir en 2008, cuando fui invitado a un ciclo de radio que transmitía por Internet. Y la idea es continuar sosteniendo los viejos principios de la revista.

¿Quiénes participan del proyecto?
Están colaborando muchos amigos y vecinos que se acercaron o que llamé especialmente. Yo soy muy desordenado y necesitaba gente que se ocupara de esos baches.

¿Tienen alguna relación con organizaciones del barrio?
No tenemos ningún lazo en especial, la participación es más de abrir puertas. Yo estoy hace diez años en La Boca y veo que hay mucha movida, mucha gente con ganas de hacer cosas. Estamos armando el centro cultural que inauguramos en febrero en esta casa, con el nombre de su viejo dueño que falleció el año pasado, Néstor Morelli.

El estudio armado en el centro cultural ya tiene forma, con la pecera que divide la sala de operaciones. Esta experiencia boquense, que se suma a FM Riachuelo y Radio Gráfica, pretende hacer del discurso ecológico uno de sus ejes pricipales. Pistocchi recuerda que ya nadie habla de la planta nuclear de Fukuyima, Japón. Y al salir al patio de su casa exhibe un mural de la cuenca del Riachuelo pintado por un integrante del Movimiento Orillero. “El slogan del grupo es Naturaleza muerta”, dice entre risas para luego ponerse serio: “Pero en el sentido más literal”.

¿Cómo será la programación de EI?
Estamos produciendo y recibiendo propuestas para la grilla. Tenemos desde un programa que va a hacer el pizzero de “La Gran Pocha” hasta grupos con los que venimos discutiendo sobre ecología y otras temáticas. También tenemos conocidos en España que van a hacer corresponsalías. O sea que no es sólo un proyecto barrial. Es un proyecto mundial. (Risas).

La puesta a punto de la radio tuvo sus vaivenes, pero Pistocchi apuesta fuerte para la inauguración con una movida artística en la calle Olavarría. El 9 de julio, día de la Independencia, propone conmemorar también la República Independiente de La Boca y aspira a generar una alternativa cultural al circuito de Caminito, con participación activa de los vecinos. “Ese día queremos que toquen bandas y haya muestras en la calle, con entrevistas y transmisión en vivo”, agrega. Sólo queda esperar el llamado del mimo y que los vagones del expreso empiecen a llenarse para un nuevo viaje.

*Publicado en Sur Capitalino, Año 21, N° 210, julio de 2012.

viernes, 29 de junio de 2012

Mestizaje de cuerdas, versos y llamas

María Julia Magistratti, Leonardo Martínez y Marta Miranda, bajo la cálida luz invernal instalada por Alejandra Fenochio

Al caminar por el borde de la vía, sobre la calle Garibaldi, los poemas y versos pintados en los muros anticipaban una respiración, una métrica y una musicalidad que vibraban al ritmo de cada paso dirigido a destino. Los mil metros de poesía grafiteados en los muros reverberaban en la noche más larga del año, mientras se escuchaba el contrapunto de un repique. Allá al fondo, en el cruce con la calle Quinquela Martín, sobre la vía, fulgía el fueguito que tensaba las lonjas con su crepitar. Las siluetas alrededor se movían sin brújula, como chispas, mientras los tambores chicos le contestaban a la madera que seguía su llamada. Los cueros del piano, con su grave profundidad de madre tierra, completaban la cuerda de candombe y, ahora sí, África rugía. En un ritual intercultural que se propuso actualizar los mestizajes, en la entrada del Barrio Chino, las llamas también cumplieron un rol purificador. Esas lenguas parlantes de crujidos que se avivaban con una brisa barroca, o neobarrosa en virtud de la cercana presencia del Riachuelo, resumían una fusión de cosmovisiones. Quienes rodeaban a los músicos se asomaron al fueguito, donde descansaba la escultura de hierro de Carlo Pelella que representa a las estaciones, y arrojaron un puñado de hierbas en conmemoración del Inti Raymi, la unión eterna entre el sol y sus hijos. Y ahora, África y el Abya Yala rugían.

El invierno también trajo un nuevo ciclo de Arrojas Poesía al Sur. La cuerda boquense África Ruge, dirigida por el maestro Juan Candamia, desfiló atronando con los tambores los pocos metros que separan la vía de la entrada de El Malevaje Arte Club, el bar que fue sede de esta edición. Una casona construida en 1870 para albergar una escuela fundada por Sarmiento, y que en la década de 1980 fue habitada por el artista plástico Rómulo Macció. El escenario contó con una instalación invernal de la artista plástica del barrio Alejandra Fenochio, un juego de luces y hojas secas espolvoreadas en el piso, sobre la mesa y en la pantalla del velador, que remedaban la movilidad flamígera del inicio en un cálido hogar. Un texto de Fenochio, leído por Marta Sacco -organizadora del ciclo junto a Zulma Ducca- abrió la actividad, junto a la proyección de un conjunto de sus dibujos. El aguafuerte boquense, una acuarela de óxidos y agua riachuela sobre la cotidianeidad barrial, también tocaba el tema de la hibridación constante que nos habita y nos transforma, aunque no siempre de manera positiva: la melancolía del adoquín extraído, no para la barricada, sino para el hormigón de hormiguero turístico.

En el primer bloque, leyó la terna de poetas anfitriones. Noelia Oviedo, de Barracas, que estudia Letras en la UBA y trabaja haciendo los alfajores artesanales Porteñitos en la escuela de reposteros de la Cooperativa Los Pibes del Playón de La Boca, dio a conocer parte de su producción poética. Pablo Eduardo Morales, del Frente de Artistas del Borda, experiencia surgida en 1984 con el objetivo de producir arte como herramienta de denuncia y transformación social desde artistas internados y externados en el Hospital Borda, en Barracas, relató en verso algunas de sus experiencias intra y extramuros. Por último, Teresa Lamborghini  leyó poemas de su padre Leónidas del libro Comedieta, editado por la cooperativa boquense Eloísa Cartonera, el cual incluye una serie de comiqueos, carcajadas sarcásticas sobre los discursos mediáticos de los noventa, que luego fueron ampliados en su otro libro La risa canalla (o la moral del bufón).

En el ínterin, Zulma Ducca describió las milenarias celebraciones que los pueblos quechua, aymara y mapuche realizan durante el solsticio de invierno, enmarcadas por un poema del sioux Tasunka Witko (Caballo Loco) que grafica la temporalidad circular común a muchos pueblos precolombinos. Mientras, las vigas decimonónicas de El Malevaje temblaban, como si acusaran el frío o la fragilidad del discurso añejado de los fundadores de la patria, a cada paso del bondi por Quinquela Martín.

En el bloque siguiente, subieron al escenario los poetas de otros puntos cardinales, que fueron presentados y recibidos por la voz de Zulma Ducca entonando temas referentes a sus lugares de origen. Las lecturas se organizaron como un catálogo de colores locales que desafiaron la pretensión global de borrar las diversidades. La mendocina Marta Miranda ofreció una serie de poemas inéditos donde la soledad del recuerdo y de una ventana en invierno quedaba empequeñecida frente a la soledad, inconmensurable, que advertimos por contraste en el encuentro con alguien que llena un vacío, como el frondoso cauce de un río poderoso. A su turno, la azuleña María Julia Magistratti siguió con poemas de viajes por América Latina, en los que el espectro cromático desplegó un arcoiris frutal de mercados, santos y fiestas propios de nuestro continente, mediados por una sensibilidad viajera subsumida en las expresiones de sus protagonistas, en las que el yo no se asume más que como otra otredad. Por último, el catamarqueño Leonardo Martínez, con una voz que regaló destellos dignos de la oralidad de un Manuel Castilla, seleccionó poemas que fueron de la tierra y los cerros de sus pagos, de hierbas fragantes e idioma corporal de animales, hasta el cosmopolitismo y la invisible comunión con la ubicuidad estacional de un verano neoyorquino.

La última parte de la jornada tuvo a la coplera urbana Paloma del Cerro, acompañada en guitarra por Rafael D'Andrea. Una vez más el detalle lo marcó la empatía etérea y terrena de su corporalidad kabuki (esta vez sin maquillaje) con el pulso de la pacha. Una tobillera con cascabeles de caporal oficiaba de péndulo hipnótico y el amplio registro vocal dibujó un vaivén de quiebres filosos y sinuosas continuidades, en las que resonaron las cuerdas de tambores como un déjà vu.

El micrófono siguió abierto durante un largo rato en el que desfilaron distintos músicos, como las anfitrionas del ciclo Ducca y Laura Boscariol, los platenses Carolina Arauz y Miky del Pozo y Jacqueline Tagger. El Malevaje bullía de repente como un crisol de culturas que, a juzgar por el espacio de herencia sarmientina, surtía la mezcla de mayor contundencia simbólica. La misma que bajo el mote de crisol de razas fuera sostenida con hipocresía por una generación que sentó las bases de una nación excluyente de lo diferente. Pero la fiesta de la fundición fundacional convirtió el lugar en un caldero de calor invernal que se destapó pasada la medianoche, liberando fueguitos de dientes soleados. Las últimas brasas jocosas y chisporroteantes se esparcieron en el silencio oscuro, entretejido de ladridos lejanos, con la certeza de un próximo renacimiento de las cenizas. El reflejo potente y azulado contra la pared de una fábrica abandonada delató el paso de un patrullero con esas nuevas sirenas de leds luminosos y gélidos que se alejaba. Las calles liberadas y las fachadas en verso empezaron a ocuparse de furtivos grupos de otros hilarantes fueguitos locales.

domingo, 17 de junio de 2012

Piaget se hacía una panzada



Cuando era chico, a mi conciencia me la representaba encarnada; y en más de un ser. Mi conciencia era un grupito de puños negros voladores con el dedo índice extendido. La referencia inmediata era un cartel que estaba en la puerta del baño de mi casa que decía My lord ladies and gentlemen, y en un costado tenía dibujada en negro una mano que señalaba la leyenda. Pero seguramente me había quedado grabada la imagen del Guante Volador de Yellow Submarine, el villano azul que odiaba la música. Las manos concienzudas tenían ojos y volaban sueltitas de cuerpo como en la animación beat. La boca con la que me hablaban la formaban con el hueco que dejaban el dedo pulgar y el mayor al cerrarse sobre la palma con sus yemas unidas, con el índice liberado para marcar. Eran aterradoras, la verdad. Y además no me querían mucho. Lo único que hacían era desafiarme. A que no cruzás la Avenida Belgrano cuando el muñequito rojo para el peatón está titilando. Y yo, a pesar de que no podía darme el gusto de aceptar la apuesta y soltarme de la mano mayor de turno, tenía que cerrarles, digamos, la boca de labios dedosos. No eran la clásica conciencia podre que mandaba a quemar todo y matar a todos los seres queridos, como la de Ralph de los Simpsons. El mal me lo querían hacer a mí. Y yo, literalmente, tenía que rebelarme contra mi conciencia. Pero tenía cinco años, o algo así, qué se le puede pedir a un chirimbolo de un lustro.

Un par de años después, a los siete, empezó a despuntar un erotismo encubierto mediante, otra vez, una creación imaginaria. Me ocurría en los bondis y muy cada tanto, porque tenía que darse una situación especial. Esa situación consistía en que cuando una chica, o una mujer –porque siempre eran mucho más grandes que yo– se levantaba de su asiento y yo me sentaba en ese mismo lugar, automáticamente se producía una especie de prueba química, con Dios haciendo de científico cuerdo. La cara de Jesucristo endiosado que tenía mi abuela colgada en una pared, una muy característica por aquella década del ochenta, estaba ahí, en mi cabeza, y con un tubo de ensayo. Si la mujer en cuestión no me había gustado, el tubo estallaba en mil pedazos, y con él la imagen del laboratorio paradisíaco. En el flash que reverberaba del último microsegundo de esa escena, Don Dios cerraba los ojos fuerte, acusando recibo de la explosión vidriosa. Pero si la chica que acababa de dejarme el asiento de cuerina tibio me había gustado, y eso pasaba muy, pero muy poco, la imagen era distinta. El tubo de ensayo empezaba a llenarse desde abajo con un líquido rojo, lentamente pero con resolución. Y se detenía en el tope, antes de volcarse. Dios sonreía: había química. Según las reglas que yo mismo había puesto, o según la interpretación que hacía de esa imagen libidinosa en la que ciencia y religión se unían por el bien de un niño, si el tubo se llenaba de esa tinta roja, con esa chica recién descendida iba a pasar algo en el futuro. Todavía no sabía ni cómo se fabricaba un pibe, pero ese algo instintivo podía estar orbitando alrededor de la incógnita.

Una vez, este juego de imágenes internas rebalsó el fuero interno y me jugó una mala pasada. Tendría los cinco de las manos negras, o tal vez cuatro. En esa época lloraba mucho, muchas veces con alguna justificación, pero otras sin razón aparente. Como todos los chicos de esa edad. Creo, bah. En uno de esos berrinches sin agarradera, mi vieja me invitó a que me encerrara en mi cuarto hasta que dejara de llorar. Obedecí, cerré la puerta blanca y lloré de frente a ella un rato más para cumplir la penitencia. Pero siguiendo un presentimiento repentino me di vuelta. Y detrás de la marinera en la que dormía con mi hermano alcancé a ver, en una fracción de segundo, cómo un vampiro dientudo y palídísimo se escondía debajo de la cama. Empecé a chillar con el alma, a llorar gritos de horror y golpear la puerta con todo el cuerpito; en realidad era cuestión de abrir el picaporte, pero no me atrevía a quebrar el hechizo del reto. Mi vieja vino a las corridas y me liberó de ese encierro compartido. Se había preocupado por el aullido repentino y me preguntó si me había pasado algo. Pero no, la abracé hasta que se me pasó el cagazo y jamás le dije que había un drácula debajo de mi cama con un tubo de ensayo vacío.

jueves, 29 de marzo de 2012

Es preciso navegar con poesía

Mascheroni, Etchecopar y Mileo, entre sombras y reflejos (Foto: Sabrina Díaz)

Un año después, siguiendo los designios inevitables del tiempo circular, las hojas resecas crujen su último suspiro, replicando aquel deseo del vigía –además del de avistar tierra– acerca de que "va a hacer falta un buen otoño / tras un verano tan largo". Y, efectivamente, las aguas de marzo empiezan a cerrar el estío.

En su primer aniversario, el ciclo Arrojas Poesía al Sur celebró el otoño, el Día Internacional de la Poesía y el de San Benito en el tercer piso del Museo de Bellas Artes "Benito Quinquela Martín" de La Boca, espacio que fuera la casa del artista, promotor cultural y filántropo, también en el mes de su 122° aniversario. Con una recepción previa de canzonettas interpretadas por el acordeón de Laura Boscariol en el hall de entrada, la velada arrancó, como en la edición de 2011, signada con el espíritu de la botella que estalla en el casco de un barco (sin ir más lejos, la arquitectura del museo semeja la superestructura de una auténtica barcaza). Antes de zarpar, se realizó una visita guiada por la casa museo del pintor a cargo de Sabrina Díaz, del staff del Museo, donde también se exponen fotos, noticias periodísticas de la época y cartas a Quinquela, muchas de las cuales giraban en torno a la Orden del Tornillo que entregaba a distintas personalidades del arte y la bohemia. Luego del reconocimiento de la nave que atravesaría las aguas de otoño, el público contempló el atardecer en la terraza-cubierta para después acomodarse en la Sala de los Barcos que alberga, entre otros, un impactante crepúsculo quinqueliano. Ese amplio camarote abrigó el quinto encuentro del ciclo, el cual continuó con otra pieza del acordeón de Boscariol.

Rodeada por los ventanales que dan a la Vuelta de Rocha y el Riachuelo, y coronada por el bajorrelieve de San Benito realizado por Juan Grillo y la escultura de lo que, según se escuchó, es la virgen de los navegantes, Marta Sacco, organizadora del ciclo junto a Zulma Ducca, dijo a modo de anticipar el diálogo de lenguajes por venir: "Bienvenidas, bienvenidos. Esta noche está impregnada de las voces de poetas, músicos, pintores, artistas, que por más de treinta años se reunieron en esta Sala". A continuación, Ducca ofició de maestra de ceremonia y dio inicio a la sección de lectura. La actriz Ingrid Pelicori levó anclas y timoneó el buque de poesía en su primer trayecto, para el cual recitó textos de César Vallejo, Raúl González Tuñón, Alfonsina Storni y Baldomero Fernández Moreno.

Las letras se deshojaron cuando el salón ancló en un nuevo bloque musical. El Trío Boero-Gallardo-Gómez, en bandoneón (Ramiro Boero), piano (Juan Pablo Gallardo) y contrabajo (Manuel "Popo" Gómez), ejecutó la suite Impulso, que consta de tres movimientos inspirados en tres de los más grandes pintores de La Boca: Quinquela, Fortunato Lacámera y José Desiderio Rosso. La joven y experimentada orquesta del buque aportó la brisa necesaria para un nuevo impulso de la nave y ahuyentó, con su estilo combinado de tradición y modernismo, cualquier posibilidad de hundimiento.

El barco-museo, en su viaje imaginario, enfiló luego hacia la sección de los hacedores de poesía de los barrios del sur. Julián González, de la cooperativa editorial Eloísa Cartonera –que estuvo a cargo de la encuadernación de una serie de reproducciones de poemas dedicados al dueño de casa–, leyó el poema "Quinquela" de Celedonio Flores y un soneto de Julia Prilutsky Farny, ambos incluidos en la antología. A su turno, el poeta, músico y pintor misionero Ramón Ayala, invitado como ex alumno de una de las escuelas fundadas por Quinquela que funciona en el mismo edificio del Museo, leyó un texto escrito especialmente para esa noche, en el que recordó sus extensos viajes desde su casa en el Dock Sud, atravesando el Riachuelo desde la Isla Maciel para llegar cada día a la escuela boquense, teñido del hollín del Doque.

Y nuevamente la brisa musical, como canto de sirenas, embargó a los argonautas. Zulma Ducca y Laura Boscariol hicieron una versión de Nieblas del Riachuelo, con guitarra y thunder, envueltas en las luces y opacidades que reflejaban los mascarones de proa quinquelianos en los ventanales que, a su vez, exhibían la rambla del riacho. Fantasmas pictóricos que se sugerían como parte de una vidriera extemporánea a través de la cual el interior y el exterior se fundían: óleo quebradizo proyectándose en la oleaginosa superficie del agua; velas que se encendían y se izaban. Las nieblas invadían la sala, mientras afuera, como en un juego mágico y sinestésico, se escuchaban golpes de martillos y cadenas que ritmaban el balanceo de los grandes barcos coloridos sobre el leve oleaje industrial. De esa forma, la silenciosa música del trajín portuario acompañó como un latido luminoso el tango de Cobián y Cadícamo.

Más tarde, en otro capítulo de la Odisea, fue presentado el bloque de poesía de otros barrios. En ese nuevo puerto se subieron tres poetas de extensa trayectoria, poenautas que ratificaron lo preciso de navegar. María Mascheroni, que además es psicoanalista y orfebre, leyó textos de su libro El cansancio de los hijos, donde las aves, la descendencia y la muerte trazaron una suerte de tiempo circular, la genealogía humana emulando las estaciones, mientras fuera de borda se oían graznidos de gaviotas: "a pesar de todos los esfuerzos esto se termina por sequía y decisión / los cascos avanzan sin descanso en dirección contraria a los acontecimientos / al compás del río que pasa llevando lo matado". A su turno, Dolores Etchecopar, poeta, pintora e integrante, como Mascheroni, del Consejo Editorial de Hilos Editora, eligió poemas de su libro El comienzo más otros inéditos, donde sus dos oficios artísticos por momentos se combinaron en sintonía con el ambiente de la Sala, con un "atardecer laqueado" por aquí y un momento inminente "para que de un golpe la tierra cierre / su abanico de flores". Por último, el poeta y editor Eduardo Mileo, cobijó en su voz profunda y cavernosa una serie de poemas-homenaje a pintores como Hyeronimus Bosch, Vincent Van Gogh, Edvar Munch y Frida Kahlo, orientando nuevamente la brújula hacia el encuentro de poesía y pintura; y otra vez las aves se hicieron presentes, "sombras de pájaros" a bordo de la "madera navegante podrida por la sal".

Como corolario de una noche que promete retoños, Ramón Ayala regaló una serie de temas legendarios de su autoría, como El Mensú, que entonó a capella, y Mi pequeño amor, acompañado por su tremolante y bien litoraleña guitarra de diez cuerdas que punteó, a veces, con reminiscencias de la ciudad delta de Nueva Orléans. Para cerrar a tono con la estación otoñal, el poeta resaltó el valor del instante único con un tema que sentencia: "soy una hoja caída del árbol de la eternidad". El tiempo es circular pero irrepetible.

El salón-barco, ahora disfrazado de litoraleña jangada, llegó a buen puerto. El ancla fondeó el lecho neobarroso del Riachuelo con aplausos cerrados al timonel que bogó aquel tramo final. Por último, Marta Sacco y Zulma Ducca, capitanas del viaje, ofrecieron palabras de agradecimiento e invitaron a los pasajeros a continuar sosteniendo los hilos de la noche, también itinerante. La caravana nómade salió del Museo y atravesó el Caminito desierto hacia la sede del ciclo de primavera de 2011, el espacio de arte Al Escenario, donde Ayala siguió tocando su ritmo de autor, el Gualambao, hasta un improbable momento de retirada en el cual las velas dejarían de arder para no quemar las naves.

 

sábado, 21 de enero de 2012

Son los tirapiedras filosofales

Foto: Nicolás Pousthomis

Se trata de una transubstanciación. Me transformo; o mejor dicho, toda mi existencia se va con la piedra que arrojo. Un gesto agresivo que, en ese refucilo zen, troca en autodestructivo. Y heterodestructivo, por supuesto. El destino de la piedra, mi destino, era una paloma a la que, de todas maneras, no le iba a acertar. Pero en la traslación pétrea que agita los aires, me veo transitando una parábola que domina una avenida ancha, de varios carriles, sin autos que la recorran porque su trazado de asfalto está interrumpido por barricadas y columnas de fuego que coronan el cielo gris de espesas humaredas. La única certeza es que antes, cuando solté la piedra, cuando me arrojé a mí mismo por el éter para chocar contra una paloma o un policía, emergí del limbo onírico que comenzaba a ahogar la única burbuja de vigilia que parecía que me podría mantener vivo. El instante de arrojo, el desgarramiento del objeto que paso a habitar petrifica, en una tensión de cuerda destemplada, todos mis nervios. Y me despierto estatua.