viernes, 27 de agosto de 2010

Tiempo de gitanos



Las nomenclaturas del escalafón estatal siempre transparentan, además de los tipos de políticas sobre determinada materia que enarbolan los gobiernos, simples y crudas ideologías. No sólo desde la ficción, como el Ministerio de la Verdad de 1984, de Orwell; o el policial Ministerio de la Sustancia del Mazo de Cartas que se avecina. Sino también acá a pasitos: lo que en la Ciudad de Buenos Aires fue el Ministerio de Derechos Humanos y Sociales fue reducido por el macrismo a Subsecretaría; y al Ministerio de Justicia se le agregó el tranquilizante Seguridad.

El caso del Ministerio francés de Inmigración e Identidad Nacional es mucho más elocuente. A falta de un Le Pen, ya no hay guardapolvo blanco para ficcionar un aparejamiento, sino exigencia de eliminar el chador; ya no hay trenes a Auschwitz, sino aviones de alquiler a Bucarest y Sofía. Los afortunados viajeros no son ni Cioran ni Ionesco ni Eliade, que al menos podían presentar cartas de origen amoroso común en una lengua romance como el rumano. El pueblo gitano trasciende la balcanización de las naciones. Ni rumanos ni búlgaros, como los denominan las autoridades francesas para evitar ser tildados de xenófobos; ni mucho menos pasibles de ser afrancesables. Porque la identidad nacional se autoexcluye de la inmigración (un programa Patria Grande, a pesar de sus falencias, aunque sea demuestra una voluntad más integradora, o bien integrable en lo diverso). Del otro lado de las negociaciones del TEG humano, como en un juego alicio de espejos deformantes, dos secretarios de Estado rumanos: uno de Integración de los gitanos y otro de Orden y Seguridad Pública. Son llamativos los cargos y las combinaciones conceptuales que proponen. Pero las pretensiones de homogeneidad se complican con los beduinos del siglo XXI. Por algo existe la solución final de la deportación por deporte. De esa manera, el continente senil prohíbe el nomadismo entre tanta civilización eurolatina asentada sobre chapas y galones de oro bruñido de óxido.

miércoles, 18 de agosto de 2010

¿Justicia hay una sola?

Un ensayito sobre la justicia comunitaria de 2006.
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El poder indígena en Latinoamérica parece renacer en los albores del siglo XXI, gracias a la organización de las comunidades y a los actos reivindicativos que le dan una mayor visibilización dentro de los Estados-Nación. Pero este resurgimiento provoca conflictos con la cultura oficial que no son fáciles de resolver.

El caso de Bolivia es ejemplar. Este año, Evo Morales se convirtió en el primer presidente de origen indígena de ese país. En el marco de una crisis económica, política y social, junto a un agravamiento del conflicto cultural entre la población indígena y la minoría occidental, Morales instauró hace tres meses una Asamblea Constituyente para la redacción de una nueva Carta Magna en 2007.

En dicha Asamblea, además de la discusión de una nueva Ley de Hidrocarburos, y entre otros debates, por primera vez se planteó la posibilidad de introducir una institución indígena, como la justicia comunitaria, dentro de la Constitución. La idea sería lograr un equilibrio con la justicia republicana, que rige desde la fundación del Estado boliviano en 1825. ¿Será posible una integración cultural de este tipo sin que se radicalicen las contradicciones?

Este choque de culturas, que en quinientos años no logró armonizarse, llegó a un nuevo punto de inflexión. Cada vez se torna más necesaria una solución para la convivencia de las comunidades originarias dentro del ámbito del Estado-Nación. Aunque también se podría pensar a la inversa, más aún si se considera la crisis global de los Estados-Nación como organización político-territorial en los últimos años, y que el 80 por ciento de la población boliviana es de origen indígena.

Las naciones aymaras, que gozan de cierta autonomía, pugnan por su independencia de los Estados boliviano y peruano, ya que el territorio que ocupan desde antes de la conquista trasciende las fronteras administrativas de ambos países. Y así como poseen su propia organización política, social y económica, también tienen una institución judicial propia, que debido a la resistencia de las comunidades andinas y a la falta de respuesta de la justicia ordinaria frente a sus reclamos específicos, se mantiene firme.

El debate sobre la justicia comunitaria volvió a ponerse sobre el tapete luego del linchamiento de los alcaldes de Ilave, Perú, y Ayo Ayo, Bolivia, por parte de pobladores aymaras, entre marzo y abril de 2004.

La violencia y el ensañamiento de los hechos generó la polémica sobre si realmente esas ejecuciones se enmarcaban dentro de la categoría de “justicia comunitaria”, o bien, si se trataban de asesinatos que debían ser juzgados por la institución judicial del sistema democrático y republicano.

El problema reside en qué sistema jurídico debe tomarse como marco, porque uno u otro arrojarían procesos y sentencias muy disímiles. Se trata de dos balanzas con distintos criterios de medida.

Desde el punto de vista occidental, esta “justicia” es vista como un desvío, como un atraso de la humanidad. Ya el hecho de que se la reconozca como un determinado tipo de justicia, esto es, con el calificativo de “comunitaria”, le da a la práctica una jerarquía secundaria frente a “la Justicia” a secas. Lo occidental siempre aparece como lo racional y lo neutral, como el grado cero. De esta manera, la justicia comunitaria se muestra como una aberración, una irracionalidad primitiva.

Pero es necesario comprender que el sistema jurídico comunitario se rige por normas consuetudinarias desde hace cientos de años. Como tal, no existe una letra que haya que respetar, sino más bien una costumbre que está grabada a hierro caliente en la vida cotidiana de las comunidades o ayllus. La comisión de delitos como el adulterio (que sólo rige para las mujeres), la sodomía o el robo merecen la pena de azotes, latigazos o el corte de cabellos, según lo determine un consejo de hombres designado para tal fin. Los casos graves pueden llegar a la pena capital, cuya ejecución a los ojos occidentales es compulsiva y extremadamente violenta (un ejemplo ficcionado puede encontrarse en la novela Raza de bronce, de Alcides Arguedas).

Los alcaldes linchados en 2004 volvieron a poner en debate los métodos de sanción y castigo utilizados por los aymaras. Además, surgió el debate sobre qué jurisdicción tiene un caso de corrupción por parte de un funcionario del Estado que administra localidades con mayoría de habitantes indígenas. Los argumentos de los comunarios justificaron la ejecución de los alcaldes en la plaza pública del pueblo, como la única salida a la parsimonia de la justicia estatal, frente a los atropellos de la autoridad.

Para lograr un principio de equilibrio, es preciso tratar este conflicto entre dos cosmovisiones que habitan el mismo territorio, no en términos maniqueístas, sino más bien dialécticos. La justicia comunitaria llegó a una instancia en la que ya no se aplica sólo al interior de la comunidad. Ahora se arroga el derecho de juzgar los atropellos de la administración estatal sobre las poblaciones originarias. Del otro lado, la justicia estatal siempre intervino en los ilícitos cometidos por comunarios, aunque a lo largo de la historia demostró incapacidad de someter a su ley a los pueblos nativos.

Ahora, con Evo Morales en la presidencia de Bolivia, el debate vuelve al primer plano. Su propuesta de institucionalizar la justicia comunitaria provocó la indignación de los medios y la opinión pública “occidental”. Pero este reconocimiento hacia los pueblos originarios tal vez le quite la esencia a la práctica milenaria misma: incluida en la Carta Magna pasa a subordinarse, en última instancia, al Estado.

miércoles, 4 de agosto de 2010

La insoportable gravedad del ser



En el poema Transmigración, Oliverio Girondo manifiesta su masmédulo deseo de ser en otras entidades exteriores al cuerpo propio. Un exceso existencial que, en lugar de ser desechado a través de una perla sudorosa o seminal, migra como un nómade okupa con toda su carga de ser hacia otro cuerpo del cual se apropia y con el cual con-vive. Un entrevero parangonable al de las palabras que, en jerga libidinal, copularon para dar a luz su libro En la Masmédula. Allí indujo transmigraciones de sentidos que se encarnaban en otros envases palabreros extraños y parían, en una especie de big bang léxico, una nueva constelación de significaciones.

Es de creer que Girondo había leído hacia oriente. Como hicieron tantos otros escritores en este enclave americano de entrecharcos. La principal vía de conocimiento del ser propuesta por la filosofía del budismo Zen es la exteriorización del interior. Según Toshihiko Isutzu, en esta experiencia el yo pierde su identidad existencial y se funde con el objeto exterior, con el cual se identifica. El mundo objetivo deja de ser tal, y la subjetividad se extiende en el universo. Algo a lo cual la filosofía existencialista occidental se aproximaría en el siglo XX, sobre todo bajo el influjo de Maurice Merleau-Ponty.

Girondo llama a su experiencia transmigración. A través de ese proceso puede existir en los objetos del exterior y comprenderlos mejor, ya siendo tierra para sentirse “penetrado de tubérculos”, ya siendo chancho “para apreciar el jamón”. Pero también habla de la existencia en el otro, más particularmente en la otra. Todo hombre no sabe qué es ser mujer por la sencilla razón de que nunca lo ha sido. Es preciso conocer transmigrando la existencia a la entidad que se quiere conocer, una especie del devenir mujer tribuneado por Deleuze y Guattari en sus Mil Mesetas. Y toda una manifestación política para estos tiempos en los que el otro o la otra dejan de ser objetos de estudio para constituirse en subjetividades autónomas y activas.

Por otro lado, al igual que lo plantea la filosofía Zen, por medio de este camino es posible conocerse a sí mismo, conocerse en tanto sujeto en armonía con los otros sujetos y las cosas que lo rodean. Según el pensamiento oriental, esto es posible una vez que se borran las fronteras entre el interior y el exterior. De esta manera, uno puede fundirse en el exterior, lo cual es el primer paso para lograr la iluminación o experiencia del satori. Esto se logra en un momento determinado pero involuntario, en el cual el espíritu es perforado por un destello de luz que lo hace consciente de su existencia y de la del resto de las cosas en una comunión inseparable. El sujeto es él mismo y a la vez es el chancho y la tierra, el caballo y las cucarachas, el abejorro y las madreselvas.


Esta inquietud abrigada por la filosofía oriental también fue descripta por otras letras plumíferas. Así, por ejemplo, el azulgrana escritor del Boedo contemporáneo y cultor del Zen Fabián Casas, en su compendio de cuentos barriales Los Lemmings, relata la experiencia de su amigo japonés Uzu, propalador del Boedismo-Zen con frases del estilo: “Antes de encontrar mi camino, yo era el camino”. O como narra el protagonista del cuento “Asterix, el encargado”, que experimenta una iluminación de papel de arroz: “No me dolían los golpes, no sentía el cuerpo. Yo era Asterix, era yo, era nadie. Y comprendí que en esa noche extraña bajo las estrellas de una barriada remota se me había otorgado el don de la invisibilidad. Y tuve satori”.

Otro exponente transmigrante de las letras fue el escritor cubano Severo Sarduy que, a propósito, se consideraba exiliado por la migración azarosa de una beca en Francia y un irse-quedando. Fuertemente influenciado por Octavio Paz, Sarduy aseveró su orientalismo con un viaje por la India y China. En sus ensayos, el satori aparece recurrentemente. Según el cubano, durante esa experiencia que puede darse en el sueño, el amor y la escritura, el yo es como una “alucinación persistente”. El satori se produce dentro de una circunscripción de lo indecible, “brusca agrimensura de lo no verbal".

Estas experiencias se vinculan a la del texto de Girondo. El autor allí accede una iluminación, a su manera, claro, cuando intenta evadirse del mecanismo de pensar, que tanto aburrimiento le produce. Busca trasladarse o transmigrarse a los objetos, animales, plantas y sujetos donde él no está. Y a partir de esa traslación puede existir en el lugar de los otros objetos, existir como un todo interior-exterior, como un ser-con heideggeriano que conlleva al éxtasis. Y lo que resalta el poeta es que lo más importante de esta experiencia es poder “encontrarme conmigo mismo en el momento en que me había olvidado, casi completamente, de mi propia existencia”. La iluminación ocurre cuando menos se la espera y justamente es ese no esperarla, esa imprevisión, lo que aumenta la sorpresa al experimentarla y lo que permite conocer el mundo con un margen más amplio.

El poema de Girondo, por otro lado, habla de la imposibilidad de “dejar de ser”, del peso de la existencia que no se puede abandonar del que habla Jean-Paul Sartre. Esta insoportable gravedad de la existencia está inscripta en Oblómov, un célebre personaje de la literatura rusa creado por Iván Goncharov, en pleno siglo XIX, de noblezas y burguesías europeas hastiadas. Oblómov rechaza toda forma de acontecimiento y busca escapar de todo movimiento, refugiándose en la soledad y en la apatía de su casa de campo. Pero ni así puede desasirse de su existencia, porque alejado de todo es cuando más siente el kilaje (o bien el tonelaje, o el gramaje) de su ser. El narrador del poema de Girondo, por su parte, escapa a la forma de pensar humana pero no para evitar la existencia como tal. Por el contrario, quiere existir en las formas de otras cosas; no rechaza el peso de la existencia, sino la existencia puramente humana. Y es posible que en estos literatos que buscaban algún tipo de iluminación, la experiencia de la escritura haya sido el cauce por el cual derramar en ósmosis su ser en la tinta o extender en transmigración su cuerpo cyborg en el teclado.