martes, 30 de diciembre de 2008

próspero molina dosmilnuevo

El determinismo histórico parece azotar el uso del lenguaje y, sobre todo, de ciertas palabras. Pero en algunos casos, más que histórico, se trata de un determinismo de calendario. El almanaque modela nuestro lenguaje técnico, ese que se restringe a sólo cincuenta palabras o frases hechas para decir básicamente todo lo decible, sin un mínimo vuelo imaginativo, sin explotar el potencial de creatividad de ese código con el que nos comunicamos, sin que la expresión le dé una chance al oleaje poético.

Esas frases y palabras que sobre todo difunden los medios masivos son modismos pasajeros a veces (hot jeans); otras, neologismos pedorros horneados en la matriz, por ejemplo, de la inseguridad (motochorros (y hasta motochorros acuáticos)); y otras, las peores, palabras que figuran en el diccionario pero que sólo se utilizan para una ocasión especial... ¡¡Próspero!! **Sí, esto no es más que un textito para hacer catarsis** La verdad que escuchar esa palabra únicamente para adjetivar al año nuevo que se le desea a ajenos, da ganas de renunciar a felicitar a terceros y esforzarse de una buena vez para hacer carne el deseo de felicidad propio. Me permito exclamarlo nuevamente, ¡¡próspero!! Cada vez que llega fin de año (como todos los inviernos volvemos a leer que 80 camiones están varados en el paso del Cristo Redentor) es inevitable escuchar o leer esa palabra acartonada, que suena tan exótica y forzada en algunas bocas o páginas. Porque felicidad se desea en distintas fechas, pero ¡¡prosperidad!!

¿Alguien sabe qué se desea cuando balbucea ese adjetivo esdrújulo? ¿Esa prosperidad, ese progreso, tiene un criterio económico, ilustrado, acumulativo o qué? Quienes profieren esa palabra no se hacen cargo de ella, y legitiman su uso instrumental, lineal y rígido; se repite como algo dado y hueco sin considerar las posibilidades de transformación que puede tener el lenguaje. Y aunque parezca una cuestión militante y obsesiva sobre un supuesto buen uso del lenguaje, este vómito verbal no está más lejos de eso, por favor, es tan sólo una entreverada explicación sobre el odio que se le tiene a una palabra.

Pero, claudicando y para no quedar al margen del rebaño, espero que prosperen y progresen en este 2009 nuevísimo (o dosmilnuevísimo), digamos, una o dos fases: de la oral a la anal, tal vez; o del primitivismo al ciber-humanismo; o de la clase media al jet set. Y que vayan a Cosquín para seguir el ejemplo de Molina, que se tomó en serio lo de próspero y terminó siendo plaza.

sábado, 20 de diciembre de 2008

El mito de la media naranja

Por - Partido Obrero Revolucionario

La boca me ardía, llagada de ácido, en plena edad en que la oralidad pulsionaba. Era el noveno gajo que probaba en busca de vaya a saber qué, el ex-centro, alguna pepita de oro, saciar la sed, sufrir el exceso de fósforo del jugo, vivenciar mediante el gusto un pH bajo. Pero la foto sepia no me deja apreciar cuál era la causa de ese fervor con que le daba de a chupones, de a dentelladas, de a sobadas a la naranja, mirando a cámara y llorándole al fotógrafo. Tal vez las ansias de amor depositadas en esas tajadas, o la necesidad de apagar un deseo calenturiento con el jugo cítrico. De todas formas, nada de eso importa, lo que viene al caso es mi pasión temprana por el fruto con nombre de color holandés.

Fue un día de mi adolescencia cuando tía Raquel me contó acerca de la media naranja. Dijo que me veía solo, encerrado, literal, onanista, chupeteando naranjú a troche y moche, y que necesitaba salir de la ermita de mi cuarto para conocer alguna purretita que me moviera el piso, según sus palabras textuales. Yo pasaba el día leyendo diccionarios y escribiendo odas al fruto del naranjo en hojas canson del mismo color. Tía debe haber pensado que contándome lo de la media naranja iba a picar como trucha con mosca. Y la verdad es que era un buen cebo. De hecho años más tarde la felicité por su astucia, aunque ella ni se mosqueó ni abrió la trucha.

–Tulito [así era el diminutivo de mi nombre], tenés que hacerte señor, dieciocho años y el pescado sin vender. Te voy a contar algo, necesitás encontrar a tu media naranja. Tu media naranja es como esa personita en la que vos pensás, y ella al mismo tiempo piensa en vos, o sea, en su media naranja, que serías vos, Tulito. O sea, es el amor de tu vida en reciprocidad. Pero para lograr eso hay que trabajar –dijo, y me entregó una mitad de naranja, la que tomé como amuleto, como mito fundante de mi nueva cosmovisión. Estaba decidido a escribir una nueva página del evangelio.

Y los rituales comenzaron. Al otro día salí a buscar la otra mitad, obnubilado, sin darme cuenta del sentido metafórico de la frase hecha. ¡Y qué hechura! Toda mi vida había sido extremadamente literal y el amor (masc., porque soy bien macho) para mí era el sentimiento de inclinación hacia lo que agrada y se desea gozar. Como una media naranja. Como una purretita.

Mi primer acercamiento con el sexo opuesto con alguna intención que trascendiera el besito en la mejilla fue una chica que se llamaba Sandra. Pero me dejó escandalizada en la primera cita, cuando le mostré mi media naranja y clamé lacrimógeno de emoción por la suya, para ver si se ensamblaban en coito frutal y posterior casamiento, semillitas, hijos, nietos y panteón compartido. Después de ese fracaso rotundo, tía me dijo refunfuñante que no era cosa de encontrar la otra media naranja de un día para el otro. Con ganas de evitar otra frustración, me puse a buscar soluciones.

Así, y por indicaciones de mi diosa-tía, aprendí un poquito más sobre la lengua, la ideología y el mito en autores como Jung y Althüsser. Tenía que encarar los próximos encuentros con un poco más de vuelo en el diálogo, exceder el significado que creía incólume y fijo para siempre, pero siempre intentando encajar en el puzzle; y con garrote, para llevarme la hembra a la cueva y que no saliera más nunca. Pero lejos estaba de ser un iconoclasta con respecto a la redondez naranjal. La segunda muchacha, Valeria, resultó ser un fiasco. Tenía labios como gajos de mandarina y no estaba a la altura prevista de mi arquetipo jungiano. Y la dejé yo, aprovechando para tomarme revancha con el género femenino por el plantón de naranja lima de Sandra.

La tercera purretita, Eva, pintaba para casorio por iglesia maradoniana: sexo salvaje, seso primitivo y civilizada fanática de La naranja mecánica. Pero tenía a sus tocayas en el altar de otro templo. A Evita como líder y a las manzaneras como ejército frente al que se cuadraba. Su tip era la deliciosa de 8,50 el kilo, mucho glamour la chonga. Tanta Eva y tanta manzana que quedé como un Adán Perón cualquiera, secundado como costillita de cerdo a la riojana, y de postre manzanas del árbol prohibido hasta el vómito de compota, con la hoja de parra para taparme el miembro en clara disposición censora del demiurgo, que todo lo dicta y todo le dura. Cuestión que seguí un poco haciendo fachada, bancando la situación hasta que me hartara, hecho que sucedió el día que Eva me fajó con el dorso endosado de su mano. Me puso la firma y me mandó cobrar. Qué humillación… En ese punto yo ya era como la manzana del Guillote Tell. Y la apertura de mundos significantes paralelos me permitió empezar a hacer comparaciones a diestra y siniestra. Pero sobre todo, me permitió entender que el amor no podía encadenarse y eternizarse entre dos cachos de fruta así como así. Y más todavía cuando leí a Roland Barthes. Un auténtico mito muriente.

Yo sabía que este hijo de puta de Barthes la tenía. Imagináte que a una de las mejores marcas de teclados le pusieron su nombre de pila. ¡Qué metonímico! O pensá que se murió atropellado por un camión de una lavandería parisina (lo limpiaron). ¡Qué metafórico! En fin, un día leo Página/12 y veo que hay una nueva sección que se llama Mitologías, muy pro, muy gre, muy a la avant, muy sicobolch, y casi en simultáneo veo en la vidriera de una librería un librito de Barthes que se llama como la sección. ¡Qué analogía! Me lo devoré, imposible resistirse a esa tapa de color naranja; pero antes lo leí, claro. Y valía la pena tragarlo y embriagarse de tanta celulosa y tanta sapiencia. Ahí entendí que Raquel no era más que una tía; y la media naranja, un bolazo. Entendí lo del mito (la mitad de naranja), me percaté del sistema segundo que el mito constituía (Eva mitificada tapaba mi literalidad), supe de los vericuetos de la lengua, de la arbitrariedad palabrera (no pasaba naranja) y del mito como pura forma, y con contenido cristalizado en frases hechas. Es decir, mucho ruido y pocas nueces. Es decir, una maraca muda. ¡Qué oximorónico!

Uno de mis últimos pasos para la desmitificación del par naranjal como amor ideal e inalienable, fue formar una multitud compañera y trotskista, cambiar mi nombre y mi condición de individuo y conformar un sujeto colectivo-partido (a la mitad, per codere). La moraleja a la que llegamos es que la media naranja es artificial y el mito es una forma (semiesférica). Por ende, la media naranja es un mito. Después de tamaña inferencia tiré mi mitad de naranja, ya blancamente enmohecida por los años de desamor, y me fui a escabiar con los pibe.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Pleonasmo



Como un émulo de la epidemia de olvido que asoló McOndo, en Cien años de soledad, y su consiguiente panacea escritural y cartelística para estimular el recuerdo de las palabras que nombraban las cosas, un palafito (esas casas con pilotes sobre el agua) de Castro (Cascho), en la isla de Chiloé, Chile, bienvenía e invitaba de esta manera a inmiscuirse en sus entrañas. La tiranía de la palabra a veces amordaza a las cosas. Pero aun cuando no dice nada, o bien, aun cuando no agrega conocimiento a lo que resulta evidente a los ojos (por qué no un "Pasen y vean"), hay sentencias que nos interpelan. Y nos hacen sacar fotos (-Como te contaba, Trudi, ayer le saqué una foto a una sentencia). La obsesión por la clasificación positivista renace al calor del olvido que impone la realidad virtual sobre las cosas de carne y hueso, y sobre las casas de chapa y pintura, como si fueran carpetas del escritorio de Windows con su debido nombre debajo. Pero igual, qué regio que queda ese cartelito, ¿no? Tal vez un "Esto no es un palafito" al lado y chiche bombón.

martes, 9 de diciembre de 2008

Pirilo


Fugazzeta rellena y moscato.

¿De la casa o Crotta?

Eso no se pregunta.

Uh, perdón, ¡de la casa o Crotta!

Crotta, slurp, crottita.

¡Marche una rellena y un Crotta para el Baba!

Ñam ñam.