lunes, 29 de noviembre de 2010

Marcando la Z de la polisemia

En las derivas de sentido que albergan algunos términos, podemos llegar a encontrar naufragios de todo tipo. Pero también precisos anclajes que hacen fondo en el suelo (neo)barroso de los discursos sociales y permanecen en aparente impasibilidad. De todas formas, ninguna fijación de sentido logra ser incólume y a veces un término o un significante, como una goleta abordada por piratas, co-habita distintos sentidos que pueden estar en conflicto o no.

Si el barco en cuestión es una letra, podrá argumentarse que ésta no puede tener significado propio, por sí sola. Pero toda materialidad significa. Y en este globalimundo que pretende tener todo al alcance de la mano, los significados siguen multiplicándose sin ánimos de anquilosarse. Algo por el estilo ocurre con la letra zeta.



Las dos plazas de mayo en octubre (dos veces mayo, dos veces octubre) para protestar contra un asesinato y conmemorar una muerte, encontraron a dos multitudes con muchas diferencias políticas, pero que, como dos conjuntos de un diagrama de venn, compartieron una intersección importante (muchos asistentes estuvieron en ambas plazas). El día después de la última plaza convivían graffitis de esas dos movilizaciones pero no necesariamente eran contrapuestos. Los dos más inscriptos, de hecho, eran aquellos que dan vida a los mentados fallecidos. Mariano Ferreyra vive; Néstor Kirchner vive. Eso que Costa-Gavras en su sublime película Z quería plasmar, precisamente, con esa letra inscripta en las calles, para recordar al diputado comunista griego interpretado por Yves Montand, que fuera asesinado por grupos de choque derechistas. La zeta, última letra del alfabeto latino cuyo origen data de la Grecia antigua, donde atribuida a alguna persona muerta significaba que ésta seguía viva simbólicamente (en griego clásico, ζει o zei quiere decir “vive”). Una especie de correctivo de la omega (Ω), recluida en los panteones y cementerios, que marca el final del alfabeto griego y simboliza un poco más trágicamente el final (definitivo) del camino de la vida.



La zeta también fue utilizada para significar, en la ficción, un acto de justicia en manos de un héroe rico que tenía tristeza, como el Zorro. Ese paladín criollo que en tierras mexicanas marcaba la Z del Zorro con su espada sobre las ropas de aquellos que osaban transgredir la ley o enfrentarse en duelo con él. Lo cierto es que esas mismas tierras mexicanas hoy albergan a otro grupo de muchachotes que dejan una Z como marca corporal, pero con medios y fines completamente distintos. Y esa marca no implica ni justicia, ni mucho menos vida, sino todo lo contrario.

Los Zetas, grupo narco nacido en Tamaulipas, es uno de los tantos monstruos creados por Estados Unidos que, luego de unos años de ser funcionales a sus intereses, cobra autonomía para sembrar el terror (como sucedió también con los paramilitares colombianos, las maras centroamericanas, Al Qaeda, entre otros tantísimos). Esta organización surgió de un desprendimiento del ejército mexicano creado para combatir el levantamiento zapatista de 1994, para lo cual recibió entrenamiento de la CIA. Actualmente, ya emancipada, se pavonea de su poder y exhibicionismo morbo con una especie de necro-performance que consiste en plantar cadáveres (el poema de Perlongher quedaría chico) ejecutados por sus propios sicarios, y con la "firma de autor": una Z pintada sobre las remeras de los desafortunados, que remite directamente a su nombre pero que también rememora a la omega en toda su plenitud tanática. La vida y la muerte de la Z a la Z.

Así, México se vuelve una especie de terreno de disputa de sentido en torno a esta letra. No faltará algún nostálgico que, a 100 años de la revolución, clame un ¡viva Zapata! en clave: ZZ.

martes, 16 de noviembre de 2010

La ficción como inspiración



Pixote hace recordar a Zé Pequeno. Pero al enfrentar sus historias, caemos en la cuenta de que la inversión del espejo es el nexo de ese recuerdo. Zé Pequeno, el niño pistolero que en los setenta marcó su territorio en la favela carioca Cidade de Deus, es narrado como evocación en la película del mismo nombre. Pero Pixote, nacido personaje de ficción y tan parecido en algún aspecto al de Cidade de Deus (en el de la niñez, en el de la pobreza, en el del clima de violencia que los rodea), emergió del celuloide en la forma de su actor para tomar ese relato y hacerlo propio.

El niño que encarna a Pixote en el film homónimo de Héctor Babenco (Pixote. A lei do mais fraco, 1981) parece haber representado involuntariamente en la realidad lo que la película enunciaba sobre el vértigo de la infancia en las favelas brasileñas. Tal como Don Quijote actuó a conciencia (una conciencia fuera de los límites de la cordura, podría argüir un trasnochado positivista), representando en su vida las aventuras con las que se topaban los personajes de los libros de caballería que leía. Pero a diferencia de lo que fue a conciencia en el hidalgo caballero de La Mancha, el desciframiento del mundo que Pixote buscaba sin saberlo o aun sin buscarlo -la vivencia del hecho representado en la película-, la iba a encontrar en su propia muerte.

Fernando da Silva Ramos, el joven que continuó la puesta en escena de su personaje célebre en la realidad, luego de saborear de un día para el otro la fama y la frustración que el star system le tenía preparado, murió baleado por la policía paulista en agosto de 1987, a sus 19 años. La nota que informó sobre el hecho en la sección Policiales fue como tantas otras que, en cualquier país latinoamericano, ayer y hoy, es el fundamento dinosaurio para que los propietarios de la seguridad agiten una baja en la edad de imputabilidad. Y para quienes este film no es más que propaganda garantista que muestra "la humanidad" de niños delincuentes. De hecho, la frase sobre la que se cimienta el film Pixote es "El hombre es bueno por naturaleza... la sociedad lo corrompe".

Da Silva, como el Quijote, es el otro que la sociedad contempla, de refilón, cómo hace equilibrio en la medianera que separa lo tolerable y lo visible de la impuesta marginalidad. Ya sea por su locura o por su inclinación delictiva ante la carencia de otro sustento, según las épocas y sus regímenes de visibilidad y decibilidad particulares. Los molinos de viento giran sobre su eje: pasan a ser la metáfora de la espalda que la sociedad entorna a estos personajes que malabarean en los límites de lo visible; y a veces ellos mismos se manifiestan como alucinación, como una nueva representación alienada y peligrosa que la sociedad fabrica y manipula a su conveniencia. Mientras que estos personajes no fueron más que en busca de sus mundos paralelos con la esperanza de encontrar una iluminación; guiados por esas representaciones que depositaron su ilusión en un resquicio de lo Real.

martes, 9 de noviembre de 2010

Mundo auricular

En el mundo auricular de Maite predomina la pulsión sonora. No hay interferencias con el resto de material sensible no-audible que pugna por ser mínimamente atendido. Un auténtico mundo headphone, en su afán de reducir sílabas y alimentar la jactancia anglófona. Mundo que absorbe y ensoberbece, absorberbece más su mirada perdida, pero altiva, dentro del coche del subte plagado de cuerpos. Su cono visual se despliega al ritmo de ese sonido que nadie percibe, pero cada tanto Maite se descentra y su mundo se proyecta al peligro. Su mirada se pasea por el cuello mal afeitado del hombre que se balancea a su lado: se hunde en el pliegue de la papada, se soba de sudor hasta el ahogo y se pincha con los cardos filosos que amenazan cegarla. Pero es hábil y elude los peligros del desierto poroso. Apenas inclina un poco su cabeza y su caricia visual, imbuida en sinestesia, contaminada de una escucha enigmática, enfoca una pollera primaveral que la invita a apoltronarse y descansar un momento, a falta de otro sostén firme en la marea subterránea. Mientras tanto, el oleaje chirriante y chispeante de metal rielado queda relegado en un segundo plano sonoro, inaudible en el mundo auricular de Maite.

Pasan las estaciones, pasa la vida y Maite impasible contempla, abstraída y absorta en su audiencia, el paisaje de cuerpos concretos que salen y entran del coche como faena enlatada y liberada alternadamente. Cuerpos que se sientan y se levantan sin ruido alguno, embarcados en movimiento alguno; abarcados en mirada una, en oídos ningunos.

Toda ojos ahuecados, el mundo que la rodea se detiene. Pero alguien se pone frente a ella y parece llamarla, preguntarle, mirarla, gritarle, lamerla, insultarla. Maite se mantiene en su lugar y no dice palabra; apenas dice, con pena, silencio.

Y lo que dicen sobre ella, las palabras que la escupen y la vomitan y le cubren el cuerpo mudo de una viscosidad que chorrea su superficie transparente, es absorbido con la soberbia de quien, en su mundo auricular, en su aura ocular, sólo escucha, también, silencio.