lunes, 28 de febrero de 2011

Tetrálogo oído al pasar

Conversación sobre la novela Mazo de cartas (Santiago Arcos, 2010), de Luciano Beccaria y Facundo Ruiz / Irene Sola. Por Marta Sacco.

 
¿Cómo les resultó escribir una novela de a tres?

FR: Por momentos, como un mènage á trois: literalmente, nada de figurados. Pero por otro lado, con Irene ya somos dos mancos que nos habituamos tocar el mismo piano al mismo tiempo, así que la experiencia tuvo su atractivo jazzero: extensa noche de improvisación.

LB: Como un tercero en concordia. Aunque la multiplicidad de voces y personajes que hacen del Mazo de cartas una especie de polílogo exterior intermediado me hace dudar sobre el hecho de que hayamos sido sólo tres.

IS: Como si te levantaras de la silla para ir al baño, y al volver, encontraras la novela avanzada y la silla vacía.

¿Cómo y cuándo comienza a escribirse esta “novela en acción”?

FR: Las fechas de la novela están tal cual: como si allí estuviera el diario o calendario de escritura. En algún momento, recuerdo haber imaginado que eso, esas fechas ahí, daban al formato virtual algo de la textura del papel.

LB: Comenzó como una “real” necesidad de comunicarnos por mail, con un plus de pretenciosa retórica críptica y lúdica, que después derivó casi como por inercia en el resto. Podría pensarse que debido a este origen y sus sedimentos del mundo vivido, sumado a las fechas que ubican a cada mail en el tiempo, se trata de un libro de non-fiction; pero no, ni allí.

¿Cómo empezó a barajarse el mazo: qué estaba aconteciendo aquí?

LB: Cuando pasaron los meses y había un par de textos desordenados pero con una aparente conexión, nos propusimos planificar un archivo de cartas a escribirse en tres tomos, con un tiempo determinado para cada uno. Pero con cada carta escrita el mazo se mezcló todavía más.

FR: El mazo fue posterior a las cartas. Como el pino y el bosque, quizás. Amontonamos cartas en plan de escribir, al principio, muchas de las cosas que se nos ocurrían juntos o por teléfono o viajando. Tendíamos a armar digresiones absurdísimas con cierta seriedad y a suponer cualquier cosa partiendo de cualquier otra hasta la risa.

IS: Pero un día el bosque nos tapó el pino, o lo deshizo entre tantas otras hojas. Aunque, si uno miraba con atención, había senderos, recorridos, claros. Ahí estaba la cosa: ¿cuál exactamente? Ése era el primer punto: elegir un recorrido. Y luego otro y otro y otro. ¡Y pum!: novela.

¿Cuándo se dan cuenta que estaban escribiendo una novela?

LB: En un sueño que tuve. Me lo dijo una gitana.

IS: El cuento de la Buena Pipa o el del huevo y la gallina ilustran la respuesta, si lo ya dicho no alcanzara…

¿Beto y el capitán (de Spinetta) es pura coincidencia?

FR: Creo que sí. Pero hay días de tormenta y rayos donde pienso exactamente lo contrario: no creo que no.

LB: Beto es todo. Y como tal puede referir a todo, a nada o ser pura co-incidencia consigo mismo. Pero, según creo, se relaciona con una leyenda sobre un hombre sin cabeza que se pasea patinando por los alambres de púa de San Antonio de Areco y Capilla del Señor.

¿Hay alguna pregunta que quisieran responder?

IS: Ésta.

LB: La próxima.

¿Cómo recomendarían la lectura de Mazo de cartas?

IS: Prefiero no recomendarme, es de un yoísmo empalagoso, redundante, tautológico, y realmente muy poco recomendable. 

LB: (Tenía muchas ganas de contestar esta pregunta) Mezclar el mazo, sacar una carta e interpretar el futuro; o jugar un solitario. Sí, jugar.

¿Cómo recomendarían la lectura de Mazo de cartas en una faja que sujete el mazo de cartas?

FR: Perdón, pero la idea de las fajas en los libros me da una risa muy sprayette: me imagino una propaganda con demostración y garantía... las fajas también adelgazan los libros.

LB: Un mazo de cartas. Una guerra supuesta. Un país escapista. Dos corresponsales y un mismo objetivo ignoto. Mmmh, no, no vende.

Para una hipotética segunda edición: qué bueno sería una pequeña tirada con el libro dentro de una cajita (¡pacachin!), ¿no? Como las que guardan las cartas de truco...

FR: Sería todo un todo un detalle.

LB: Todo un síntoma de urbanidad.

IS: Sería fantastic.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Movilidad social

De repente, me sentí parte de la clase alta. No me estaba comprando un jet ski ni me codeaba con modelos en un boliche top ataviado con alguna chomba Polo. Mejor todavía: me estaba deteniendo un prefecto. Un uniforme beige planchado y perfumado (brisas ribereñas) de prefecto. Perfecto, pensé sonriente. Sonriente también en la imagen de mis pensamientos.

Un prontuario con estilo y pompa podía ser el pasaje meritocrático más directo a la cúspide de la pirámide social. El ascenso de clase estaba al alcance de la mano de cualquier ladrón de poca monta como yo, tan sólo había que planificarlo. Claro que se lograba a costa de una cierta porción de libertad que, sin saber muy bien cómo cortarla, me había propuesto entregar con precisión tacaña. Pero esa pequeña porción que yo creí haber cedido se iba a transformar pronto en, digamos, la mitad o poco más de una torta de milhojas, así bien secota y plagada de pliegues hojaldrados.

Con esa idea de hojas milenarias supuse que me saboreaba don prefecto con su mirada, mientras me llevaba esposado por ese barrio de yuppies nacido puerto para un transatlántico de escombros macabros. Yo le devolvía el fisgoneo. El flaco era mucho más pendejo que yo: quién se creía que era. A qué dique de carroña humana me llevaría. Cómo trataría al resto de sus presas. Porque cuál es el requisito para resultar sospechoso a los ojos de alguien, de un uniforme con un pobre pibe adentro, de una persona educada para creerse institución, que con el chiste de conseguir trabajo a como dé se calza una gorra, un uniforme que de tan afrancesado es de color beige y un fierro; y que encima tiene la capacidad de señalar a dedo a alguien que no le gusta y joderle la vida. Pero mi caso era distinto. Todo había sucedido gracias a la existencia de límites, fronteras jurisdiccionales que no se ven pero que, aparentemente, esos secuaces de la letra respetan a rajatabla. Trazados que me hacían carnada federal o metropolitana de un lado de la avenida, y cuerpo extraño, sujeto invasor e hiper-vigilado por la prefe del otro. Claro, respetan las fronteras de poder; después, cuando lo tienen a uno fuera de la vista de los culos de botella de la famosa sociedad, pueden hacer lo que se les cante el silbato. De todas formas yo había buscado levantar sospechas.

viernes, 4 de febrero de 2011

Cravan, Bolaño y Villa

1918, año de la peste. El norte mexicano se sacude con un brote de influenza española. En aquellos años de revolución sin final aparente, los planos de la realidad y la ficción se entreveraron fugazmente para perderse enseguida en ese desierto gigantesco, tajeado por un río-frontera. Frontera artificial que atraviesa un submundo tan parecido a la vida y a la muerte. En ese espacio de inmensa soledad, los testigos fueron apenas un puñado de rumores helados de arena y viento que atizaron el fragor de los mitos.

Todo desierto es una usina de historias, leyendas y narrativas; una fuente de imaginarios. En el caso mexicano se constituye como un polo magnético de misterios y espejismos, a veces difíciles de acreditar; una especie de triángulo de las Bermudas que subsume a personalidades de fuste, un terreno mágico que combina con una solución de continuidad trayectos ajenos entre sí, devenires extraños que en un fogonazo adquieren una significación de conjunto.

En ese apestoso '18, Pancho Villa ya había disuelto la División del Norte y se había reorganizado en guerrillas fragmentadas, cuyos fantasmas famélicos cabalgaban el desierto con golpes rápidos y el único objetivo de abastecerse. Como en sus viejas épocas de bandolero, Villa se desvanecía cada vez que una partida del ejército carrancista lo rastreaba, sin perder el don de la ubicuidad que un día lo hacía en una o en varias ciudades, y al siguiente lo localizaba a varios kilómetros de allí. Y cruzaba el Río Bravo según le diera la gana o la necesidad, ante los ojos ciegos de la patrulla punitiva estadounidense. Conocía tanto ese territorio que, para él, a la vez era un mapa en sí mismo. El desierto es el mejor lugar para desaparecer.


Por esos días, ser gringo en México suponía una inversión importante de bravura. Arthur Cravan, el multifacético sobrino de Oscar Wilde, sin haberse preocupado demasiado por los sucesos que tenían en vilo al territorio mexicano y a sus vecinos estadounidenses, desapareció a fines de 1918 en México, justo cuando la guerra de la que era fugitivo llegaba a su fin, y dejó tras de sí una estela interrogante. Sus oficios de poeta y escritor precursor del dadaísmo, boxeador itinerante, crítico sin edulcorante, nómade escapista del reclutamiento de la Gran Guerra y performer nudista y suicida le dieron el tono colorido y de culto, que coronó con la incógnita de sus últimos días. Algunos dijeron que se perdió en el Golfo de México, mientras navegaba en un bote precario con destino a Buenos Aires, donde su esposa lo esperaba. Pero en el reciente libro editado por Caja Negra que recopila los textos de su revista Maintenant la cual, a la manera de La última moda de Mallarmé, escribía íntegramente con distintos heterónimos se sugiere que la policía mexicana reportó el hallazgo de un cadáver que se correspondía con las características de Cravan en cercanías del Río Bravo. La frontera, ficticia como todas, alimenta ficciones y engulle vidas.

Cinco años antes había desaparecido el también escritor estadounidense Ambrose Bierce, quien, a diferencia de Cravan, tuvo un contacto más cercano, aunque efímero, con los hechos de la revolución. Septuagenario, el autor del antológico cuento "Un puente sobre el río del Búho" cruzó voluntariamente a México para tentar a la muerte y, según se sabe, estuvo presente en la batalla de Ojinaga del lado villista. Allí, las versiones más contemporáneas señalan que, posiblemente, haya sido alcanzado por una bala de esas que no llegan a escucharse. Pero las certezas se disipan, los testimonios se contradicen y el borde septentrional latinoamericano, raíz nudosa de luchas inmemoriales, matriz de confusiones y equívocos, se ramifica desde esa primera revolución del siglo XX hacia el sur, a la manera de un árbol dado vuelta, tal como la América invertida de Torres García.


A través de los años y ayudados con una lente arqueológica, aquel 1918 se expresa, en nuestros días, paradigmático en su silencio sepia. Este particular cruce de la literatura con los hechos históricos, sus protagonistas como carnada de los sucesos que sellaron el destino de la América Latina novecentista en el actual territorio dominado por el narcotráfico, de un lado, y por los asesinos de "espaldas mojadas" del otro, no deja de ser significativo. Aún más con el escenario ominoso de la soledad, principal factor para el anonimato, las huidas y las desapariciones. Así, el desierto, como la pampa argentina o los llanos venezolanos, que para muchos iluminados fue residencia natural de la barbarie personificado en el caso mexicano por Pancho Villa, se convierte en el destino deseado de los escritores que buscan hacer camino y borrar sus huellas con un rastrillo atado a la cintura.

Pero si apretamos el punto y tejemos más fino, también hallamos que la producción literaria estableció una serie de nexos tácitos entre los personajes descriptos de aquella época agitada. En algunos casos, hasta podemos pensar que aquellos fugitivos fueron utilizados como actantes para la construcción de nuevos personajes. Así, no sería inmotivado tender un puente entre Cravan con los escritores enigmáticos y huidizos que creó Roberto Bolaño en sus novelas Los detectives salvajes y 2666, Cesárea Tinajero y Benno von Archimboldi. ¿Acaso Cravan y su difuminación no es el antecedente de esos escritores ficticios que son intensamente buscados por sus admiradores como oasis en un desierto hostil? ¿Se puede regresar de un auto-exilio nómade de ese territorio arenoso, salino y cactáceo, al menos, como espejo o ficción?

La búsqueda en el desierto y la complementaria necesidad de perderse se refuerzan con el anonimato que otorga el seudónimo. No por nada Arthur Cravan era Fabian Lloyd; y Pancho Villa, Doroteo Arango; y Benno von Archimboldi, Hans Reiter. En el caso de Tinajero, la escritora ficticia de la revolución mexicana que Arturo Belano y Ulises Lima buscan denodadamente por el desierto de Sonora, su pasado solapado se encuentra en la historia real. La poeta gráfica del real-visceralismo fue inspirada en otra poeta, Concha Urquiza, quien, para continuar cerrando el entramado trágico, murió ahogada en el límite oeste con Estados Unidos.

Hoy, a casi cien años de aquellos desacertados cruces e infortunados destinos que se tendieron a lo largo de las dos márgenes del Río Bravo, el desierto pasó de ser un lugar de fuga voluntaria para perderse de los perseguidores, a un cementerio a cielo abierto cuyos sepultureros ya no son batallas o pestes, sino femicidas, narcos y patrullas fronterizas, que exprimen los cuerpos ya explotados en las maquilas. La frontera ya no es un capricho rumoroso de la naturaleza como un brazo de agua, sino la muda presencia de un muro, frontera por excelencia de la estupidez humana. La terra incognita contamina de interrogantes a todo aquel que se pierde por sus caminos sin trazar, para no ser encontrado, o para encontrar la muerte, que es casi lo mismo. Y allí, la certeza más evidente recae en un sinsentido polvoriento. ¿Qué hay detrás de la ventana?