viernes, 4 de febrero de 2011

Cravan, Bolaño y Villa

1918, año de la peste. El norte mexicano se sacude con un brote de influenza española. En aquellos años de revolución sin final aparente, los planos de la realidad y la ficción se entreveraron fugazmente para perderse enseguida en ese desierto gigantesco, tajeado por un río-frontera. Frontera artificial que atraviesa un submundo tan parecido a la vida y a la muerte. En ese espacio de inmensa soledad, los testigos fueron apenas un puñado de rumores helados de arena y viento que atizaron el fragor de los mitos.

Todo desierto es una usina de historias, leyendas y narrativas; una fuente de imaginarios. En el caso mexicano se constituye como un polo magnético de misterios y espejismos, a veces difíciles de acreditar; una especie de triángulo de las Bermudas que subsume a personalidades de fuste, un terreno mágico que combina con una solución de continuidad trayectos ajenos entre sí, devenires extraños que en un fogonazo adquieren una significación de conjunto.

En ese apestoso '18, Pancho Villa ya había disuelto la División del Norte y se había reorganizado en guerrillas fragmentadas, cuyos fantasmas famélicos cabalgaban el desierto con golpes rápidos y el único objetivo de abastecerse. Como en sus viejas épocas de bandolero, Villa se desvanecía cada vez que una partida del ejército carrancista lo rastreaba, sin perder el don de la ubicuidad que un día lo hacía en una o en varias ciudades, y al siguiente lo localizaba a varios kilómetros de allí. Y cruzaba el Río Bravo según le diera la gana o la necesidad, ante los ojos ciegos de la patrulla punitiva estadounidense. Conocía tanto ese territorio que, para él, a la vez era un mapa en sí mismo. El desierto es el mejor lugar para desaparecer.


Por esos días, ser gringo en México suponía una inversión importante de bravura. Arthur Cravan, el multifacético sobrino de Oscar Wilde, sin haberse preocupado demasiado por los sucesos que tenían en vilo al territorio mexicano y a sus vecinos estadounidenses, desapareció a fines de 1918 en México, justo cuando la guerra de la que era fugitivo llegaba a su fin, y dejó tras de sí una estela interrogante. Sus oficios de poeta y escritor precursor del dadaísmo, boxeador itinerante, crítico sin edulcorante, nómade escapista del reclutamiento de la Gran Guerra y performer nudista y suicida le dieron el tono colorido y de culto, que coronó con la incógnita de sus últimos días. Algunos dijeron que se perdió en el Golfo de México, mientras navegaba en un bote precario con destino a Buenos Aires, donde su esposa lo esperaba. Pero en el reciente libro editado por Caja Negra que recopila los textos de su revista Maintenant la cual, a la manera de La última moda de Mallarmé, escribía íntegramente con distintos heterónimos se sugiere que la policía mexicana reportó el hallazgo de un cadáver que se correspondía con las características de Cravan en cercanías del Río Bravo. La frontera, ficticia como todas, alimenta ficciones y engulle vidas.

Cinco años antes había desaparecido el también escritor estadounidense Ambrose Bierce, quien, a diferencia de Cravan, tuvo un contacto más cercano, aunque efímero, con los hechos de la revolución. Septuagenario, el autor del antológico cuento "Un puente sobre el río del Búho" cruzó voluntariamente a México para tentar a la muerte y, según se sabe, estuvo presente en la batalla de Ojinaga del lado villista. Allí, las versiones más contemporáneas señalan que, posiblemente, haya sido alcanzado por una bala de esas que no llegan a escucharse. Pero las certezas se disipan, los testimonios se contradicen y el borde septentrional latinoamericano, raíz nudosa de luchas inmemoriales, matriz de confusiones y equívocos, se ramifica desde esa primera revolución del siglo XX hacia el sur, a la manera de un árbol dado vuelta, tal como la América invertida de Torres García.


A través de los años y ayudados con una lente arqueológica, aquel 1918 se expresa, en nuestros días, paradigmático en su silencio sepia. Este particular cruce de la literatura con los hechos históricos, sus protagonistas como carnada de los sucesos que sellaron el destino de la América Latina novecentista en el actual territorio dominado por el narcotráfico, de un lado, y por los asesinos de "espaldas mojadas" del otro, no deja de ser significativo. Aún más con el escenario ominoso de la soledad, principal factor para el anonimato, las huidas y las desapariciones. Así, el desierto, como la pampa argentina o los llanos venezolanos, que para muchos iluminados fue residencia natural de la barbarie personificado en el caso mexicano por Pancho Villa, se convierte en el destino deseado de los escritores que buscan hacer camino y borrar sus huellas con un rastrillo atado a la cintura.

Pero si apretamos el punto y tejemos más fino, también hallamos que la producción literaria estableció una serie de nexos tácitos entre los personajes descriptos de aquella época agitada. En algunos casos, hasta podemos pensar que aquellos fugitivos fueron utilizados como actantes para la construcción de nuevos personajes. Así, no sería inmotivado tender un puente entre Cravan con los escritores enigmáticos y huidizos que creó Roberto Bolaño en sus novelas Los detectives salvajes y 2666, Cesárea Tinajero y Benno von Archimboldi. ¿Acaso Cravan y su difuminación no es el antecedente de esos escritores ficticios que son intensamente buscados por sus admiradores como oasis en un desierto hostil? ¿Se puede regresar de un auto-exilio nómade de ese territorio arenoso, salino y cactáceo, al menos, como espejo o ficción?

La búsqueda en el desierto y la complementaria necesidad de perderse se refuerzan con el anonimato que otorga el seudónimo. No por nada Arthur Cravan era Fabian Lloyd; y Pancho Villa, Doroteo Arango; y Benno von Archimboldi, Hans Reiter. En el caso de Tinajero, la escritora ficticia de la revolución mexicana que Arturo Belano y Ulises Lima buscan denodadamente por el desierto de Sonora, su pasado solapado se encuentra en la historia real. La poeta gráfica del real-visceralismo fue inspirada en otra poeta, Concha Urquiza, quien, para continuar cerrando el entramado trágico, murió ahogada en el límite oeste con Estados Unidos.

Hoy, a casi cien años de aquellos desacertados cruces e infortunados destinos que se tendieron a lo largo de las dos márgenes del Río Bravo, el desierto pasó de ser un lugar de fuga voluntaria para perderse de los perseguidores, a un cementerio a cielo abierto cuyos sepultureros ya no son batallas o pestes, sino femicidas, narcos y patrullas fronterizas, que exprimen los cuerpos ya explotados en las maquilas. La frontera ya no es un capricho rumoroso de la naturaleza como un brazo de agua, sino la muda presencia de un muro, frontera por excelencia de la estupidez humana. La terra incognita contamina de interrogantes a todo aquel que se pierde por sus caminos sin trazar, para no ser encontrado, o para encontrar la muerte, que es casi lo mismo. Y allí, la certeza más evidente recae en un sinsentido polvoriento. ¿Qué hay detrás de la ventana?




1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno, me gustó mucho.

JB