jueves, 29 de octubre de 2009

Ese hombre

Las báquicas de la Fiesta del Ternero en Ayacucho no se limitan únicamente al vino. Desde cerveza hasta caña, las bebidas alcohólicas se consumen tal vez más que la carne, sin límite de edad ni de horario. Es que la carne te deja más atorado que chimango en la pella, explican algunos entendidos en frases hechas.

A primera hora del día pueden verse los restos de la noche anterior: mugre, botellas vacías y rotas, personas durmiendo tendidas sobre las mesas de los puestos de la Solanet, al aire libre. A esa hora sembrada de cadáveres por el éxtasis nocturno, las familias comienzan a pasear por los fogones, en busca del almuerzo carnívoro, sea para llevar o para comer en la misma peña, escuchando algún payador, algún émulo de Horacio Guarany, o bien la música símil karaoke de Lucho y su Teclado.

Pero por la noche, la nafta alcohólica levanta los cuerpos de las mesas y la avenida principal vuelve a ser un desfile de hormigas sedientas, un carnaval de insectos sin reglas ni comparsas. El ciclo se repite y los jóvenes vuelven a marcar el territorio.

Tal vez fue por eso que una de esas noches madrugadas, en 2007, mientras bailaba al ritmo de alguna cumbia bajo el efecto de los efluvios etílicos, me llamó la atención un viejito que se balanceaba alegre entre la multitud adolescente. Casi a las cinco de la mañana, el contraste era evidentemente llamativo. Pero fue otra cosa lo que me dejó absorto y sin poder quitarle la mirada de encima. Su cara me sonaba, pelo blanco en los costados de la cabeza calva, ojos claros, de contextura gruesa y cerca de los ochenta años. Era Jorge Julio López. Aunque, en realidad, no podía ser él, claro. Intenté convencerme de que yo no estaba en mis cabales. Lo miré fijo durante un minuto más, hasta que la adrenalina me dejó completamente sobrio. Mis ojos no me engañaban. Era la imagen que había empezado a circular del testigo de la causa contra el represor Miguel Etchecolatz, que había vuelto a desaparecer hacía siete meses. Esta vez, parecía que definitivamente.

Como no confiaba de mi sola impresión, tomé del brazo a un amigo, el que estaba más cerca, y le compartí mi alarma. Lamenté que lo mirara y se quedara congelado como yo. Poco a poco, hicimos correr el rumor entre los conocidos que estaban por ahí. Había que ir a preguntarle algo. ¿Y si estaba perdido? ¿Y si le había agarrado algún tipo de amnesia y se había marchado a vagabundear por ahí?

Decidí hablarle. Me acerqué tan lenta y alevosamente, en el medio del baile humano, que antes de llegar a donde estaba, el viejo detuvo su danza entre las chicas, me miró de reojo y se le borró la sonrisa. Me sentía flotando como una cámara haciendo zoom hacia el misterio de un rostro. Intenté captar su último esbozo de alegría e imprimírselo a mi cara para caerle simpático. No sabía qué decirle.

-¿Todo bien?
-Sí.
-¿De dónde es?
-De acá, de Lobería.

También pudo haber sido Madariaga, Las Flores o Rauch, ya ni importa. El fervor nocturno me ayudó a contrarrestar la tensión. Pero no sabía cómo sacarle sus datos para saber quién era de la manera menos inquisidora. Algunos amigos me miraban de cerca expectantes. Yo seguía sonriente, alternando la mirada entre ellos y el viejo. Un gusto, me presenté, y le dije mi nombre. Igualmente, contestó sin más. No podía sacarle nada si no era explícitamente. Tuve que sostener mi cara de empleado de Mc Donalds para la pregunta de rigor, cómo era su nombre, que brotó arrebatado como el gorjeo de una canilla:

-Asdrúbal.

Respiré aliviado y hasta dejé de verlo parecido al identikit, aunque más por querer convencerme de que el tipo no era quien yo pensaba. Por último le pregunté si andaba solo y me dijo que sí, que venía siempre a la fiesta. El diálogo ya había quedado trunco. El viejo estaría pensando que me lo quería levantar. Antes de poder despedirlo y volver a mi estado anterior, me tironearon del brazo.

-Che, lo acaban de atropellar al Cuchu. Se le partió la dentadura.

En el revuelo de los amigos que fueron a ver qué había pasado y cómo estaba el Cuchu, me quedé mirando a ese hombre. Ya no sonreía ni bailaba. Estaba parado solo, recibiendo las primeras luces del día con sus ojos húmedos y atardecidos.

viernes, 23 de octubre de 2009

Sueño tontolón de una noche de primavera

–Lo nuestro es imposible.

La afirmación de Rocío pareció concluyente e implacable. Enrique estaba desesperado y, ahora que lo necesitaba, no podía agregar nada que le permitiera aliviar la situación. Sintió que lo único que los unía era el banco de madera en el que estaban sentados, frente a la bifurcación de uno de los senderos de piedras naranjas que atravesaban el parque.

–Pero si ni siquiera nos conocemos– replicó Enrique luego de un gran espacio de silencio, decorado con un coro de gorriones primaverales dignos de una mercería.
–Lo nuestro es imposible– repitió Rocío, y en ese momento Enrique creyó que ella se levantaría: su mirada ensombrecida y sus brazos cruzados le dieron la certeza de que ella no aguantaba más ese denso ir y venir de súplicas y accesos denegados.
–Entonces– dijo Enrique como rasqueteando sus últimos restos de esperanza con una espátula–, tratemos de hacerlo posible.

Rocío lo miró por primera vez con una sonrisa burlona y Enrique creyó haber dado un paso gigante en la búsqueda de su amor, pero una voz destruyó ese instante como la realidad con un sueño.

–Queda usted detenido.

El policía estaba detrás de él y parecía haber escuchado el diálogo atentamente.

–P... Pero, ¿qué pasa oficial? ¿Por qué?– inquirió desencajado Enrique, mientras Rocío tomaba la cartera que tenía a un costado y se la colgaba del hombro.
–Si la señorita dijo que era imposible– informó el agente–, es imposible, ¿entendió? Es realmente sospechoso que quiera intentar hacer posible algo que no lo es.

El policía lo tomó de las muñecas y le puso las esposas violentamente. Enrique no comprendía aún cuál era la causa de su detención, pero ése era un tema secundario frente a lo que podría suceder con Rocío. Mientras era empujado por el oficial a través del sendero alcanzó a ver por sobre su hombro a la mujer que lo miraba con lástima sobradora.

–¡Vamos, suba!– gritó el policía que, una vez que Enrique pudo observarlo con mayor atención, tenía una apariencia de muchacho recién salido de la secundaria. Junto al cordón de la vereda había un camión celular al servicio de la comunidad estacionado. Un segundo agente abrió la puerta trasera y Enrique, resignado y sin ganas de encontrar explicaciones, se introdujo en la oscuridad del calabozo móvil. Sentía una profunda angustia que se le mezclaba con la tierra que había tragado a causa de los tropezones a lo largo del penoso arreo hacia el camión policial. Pero sumergido en la negrura, no era el abrupto cambio de un día soleado a una noche artificial lo que lo entristecía, ni mucho menos el arresto sin motivo alguno. Es más, ni siquiera registraba estos hechos como parte de su vida inmediata (una gota de rocío brilló en su mejilla).

–¡Chist! ¡El nuevo! ¿Quién sos?

Enrique todavía no había acostumbrado la vista a la penumbra aunque ya podía distinguir un pequeño cuadrado abarrotado que escurría la luz exterior.

–¿No oís? ¡¿Quién sos?!

Giró su cabeza hacia un punto en el cual supuso que se encontraba el origen de esa voz y preguntó:

–¿Quién, yo?

Y como si su pregunta hubiera sido una tijera que corta una cuerda, se soltó una andanada de risas. Enrique se estremeció: ese lugar que en un principio creyó vacío estaba repleto de voces desconocidas. La que había hablado antes volvió a la carga:

–No, yo– y de nuevo las carcajadas–. Sí, gilastrún. Vos.

Se hizo un breve silencio luego del cual Enrique se animó a contestar.

–No lo sé– dijo y respiró profundamente, mientras se asomaba a la ventanita tomando los barrotes y oía el motor arrancar.

***

En la celda de la comisaría los barrotes eran aún más y las primeras horas que Enrique pasó allí las consumió quitándoles el óxido descascarado con las uñas hasta sangrar. Las voces, al igual que en el camión celular, se refugiaron en lo más negro del húmedo calabozo, pero con un ánimo completamente diferente al que habían demostrado la primera vez.

–Es medio raro, ¿viste?
–Sí, y encima esa miradita me asusta un poco.

La voz que desde el principio había tomado las riendas volvió a dirigirse a Enrique, esta vez más suavemente.

–¿Por qué estás acá adentro?

Enrique, que estaba sentado en el rincón más cercano a la luminosidad, giró y fulminó con sus ojos a la voz en la oscuridad como un flash fotográfico.

–¿Hay alguna manera de escapar?– preguntó haciendo caso omiso al requerimiento de la voz. Una que todavía no se había animado a intervenir, quebró tímidamente el silencio que se había generado.
–Señor... Eso es imposible.

Enrique se levantó furioso y buscó el cuello de alguna de las estúpidas voces con sus feroces garras, en medio de gritos enloquecidos que contrastaron con la supuesta tranquilidad de la comisaría. Pero antes de que pudiera presionar algún pescuezo carnoso lo sorprendieron varios brazos que le envolvieron el cuerpo como si fueran serpientes, colándose por debajo de su camisa y tensando sus extremidades, lo que lo hizo caer inmovilizado al suelo de cemento.

El tiempo de inconsciencia se esfumó como agua por una rejilla y Enrique, de repente, se encontró en una habitación muy fría y con un velador apuntando directamente a sus ojos. Las voces que escuchaba ahora no podían ser sino de policías interrogando.

–¿Sabía que contradecir a alguien que informa sobre la imposibilidad de algo puede condenarlo a que la cárcel sea su tumba?
–Imposible...– dijo Enrique con voz ronca y una sonrisa resignada, e inmediatamente comenzó a sentir varios golpes en su cuerpo.

Durante la golpiza, esta vez estuvo conciente, aunque los palazos y las patadas que recibió no le dolieron sino hasta que lo arrojaron nuevamente en su celda.

En la oscuridad no distinguió ni los ecos de las voces que lo habían acompañado en su primera estadía. Toda luz que pudiera colarse en la penumbra no podía llegar a sus ojos, totalmente cubiertos por la hinchazón de sus párpados. Hablaba, o bien, quería hablar; se sentía tremendamente solo sin voces a su alrededor. Entonces, reptó conteniendo quejidos de dolor y buscó alguna señal de aquella compañía invisible. Se detuvo en un húmedo montículo de tierra que le dio a entender la cercanía de un túnel, y una vez que lo localizó, se sumergió en él.

***

Cuando despertó quiso continuar durmiendo. Pero su dolor y cansancio podían esperar a saber primero la situación geográfica del cuerpo en el que se alojaban. Enrique estaba boca abajo y tuvo que hacer un gran esfuerzo para voltearse y quedar frente al cielo, que presentaba un grisáceo atardecer.

Intentó abrir más sus ojos pero fue una tarea vana y dolorosa. A pesar de esto, percibía una particular brisa de libertad sobre su cara y sonrió complacido, olvidando su materia por un instante.

–Oiga, ¿le pasa algo?– escuchó de repente a su lado, a la vez que distinguía la silueta de un hombre recortando el cielo entristecido.

Enrique se alarmó pero enseguida pensó que esa persona quizás lo ayudaría.

–Quisiera saber si estoy en libertad.
–Pues claro, hombre– contestó efusivo el desconocido–. Acá nos rodea el Parque Central.

Enrique se incorporó de un salto torpe y buscó con sus ojos, entre la pequeña abertura que dejaban sus párpados amoratados, un objetivo al que pareció dedicarse por completo. Allí estaba sentada Rocío, en el mismo banco de madera, extraviada en pensamientos. Enrique se dirigió hacia allí y se sentó a su lado, sin dejar de mirarla entre sangre seca y lagañas. Rocío lo miró impresionada y antes de que pudiera decir algo, él se adelantó.

–No importa que lo nuestro sea imposible, eso lo discutimos otro día. Rocío cambió su expresión compasiva por una más acostumbrada al disgusto.
–¿Y hay algo que importe, entonces?– preguntó.
–Que lo imposible siga siendo nuestro– dijo Enrique, mientras veía cómo se alejaba maldiciendo entre los arbustos el mismo policía que lo había detenido y escuchaba un coro de voces aplaudiendo.


LMB Noviembre de 2001.–

martes, 13 de octubre de 2009

Las palabras y las cosas

Corría el año 1990 y junto a mis compañeros/as de cuarto grado del primario se nos planteó una duda existencial. Qué quería decir eso que sonaba en todos lados y nosotros cantábamos en el arenero y en el aula sin distinguir diferencias de ámbito: Entregá el marrón. Junto con Vení, Raquel, era uno de los temas del primer disco de Los Auténticos Decadentes que más repercutían los oídos de los habitantes de las tierras menemistas. Como suele ocurrir en esas situaciones, uno se pone a tararear y a cantar puras palabras, sin saber con certeza su significado. Hasta que hay un clic de lucidez que nos hace preguntarnos el sentido de lo que estamos repitiendo como autómatas.

En ese contexto escolar, no tuvimos mejor idea que preguntarle a nuestra maestra Claudia qué significaba entregar el marrón. Con la mejor cara de póker de sietes, con una cintura para eludir el adoquinazo que no pudimos advertir en ese momento, la seño nos dijo que -creía- el marrón se refería al billete de cien australes. Recuerdo que se me vino la imagen de la figura rojo comunista (o mejor, rojo punzó) del Sarmiento alfonsinista, y me costó asociar el color del billete con el color al que aludía la canción. Hubo un ruido general en nuestras mentes, algo que no nos dejó conformes con la explicación, pero le creímos a la autoridad institucional que todo lo sabe.

Años después, el destape cultural de la chabacanería se hizo moneda corriente: hoy un niño de nueve le pasa el trapo a cualquier veinteañero. Y por esas cuestiones que el Michel Torino Foucault nos fue enseñando en la vida alcohadémica, mixturadas con los recuerdos sedimentados de la infancia, no puedo dejar de asociar al Dominguín Sarmiento con su tremenda cara de ojete.

lunes, 5 de octubre de 2009

Matar a una calandria

Entre sueños, una arpía -cabeza de mujer con cuerpo de ave- canta a los gritos despellejados hasta que despierto. Una vez más. Para no volver a dormir. Por un momento, temo al recuerdo escurrido del personaje monstruoso protagonista del semi-sueño. Hasta me tomo el trabajo de abrir la ventana para cerciorarme de que la pajarraca mítica no esté ahí, colgando de una rama con sus dientes feroces y sus ojos sanguinolientos. Pero sólo veo un simple pájaro. Este es un caso para Freud, pienso sumido en las sombras más densas de la madrugada. Después decido tomar las armas.

El insomnio primaveral me dicta una consigna: matar a una calandria. O a varias. Igual, siempre se trata de una. Dicen por ahí que es un ave que se destaca por imitar el canto de cualquier otro pájaro, e incluso el silbido del hombre; y que tiene un prestigio legendario por tratarse de un familiar directo del cenzontle o sinsonte, ave sagrada de los mayas que tantos reconocidos poemas puebla. Y también cuenta con una defensa políticamente correcta desde la literatura, en la novela Matar a un risueñor, de Harper Lee. Allí, el título funciona como metáfora de lo que sería un acto cobarde por la supuesta inocencia del ruiseñor, ave muy similar en cuanto a las características cantarinas de la calandria.

El tema es que cuando este bicho arranca con su parloteo ininterrumpido a las 2 de la mañana, cuando no cantan ni las lechuzas que no habitan Buenos Aires, y los grillos susurran su anonimato, el insomne comienza su día. Primero hay una brevísima esperanza de que el monólogo silbado se apague. Luego, uno puede contarle rosarios al agnostiscismo para que la madre natura haga de las suyas, y se presente en la escena nocturna algún animalejo de la cadena alimenticia que pueda engullírsela de sopetón. Sea murciélago, elefante o dragón. Más tarde, mientras la mentada continúa cantándole a nadie y despertando hasta los gallos, se activa el instinto asesino. Ya no hay Greenpeace ni Vida Silvestre que pueda interponerse.