viernes, 29 de junio de 2012

Mestizaje de cuerdas, versos y llamas

María Julia Magistratti, Leonardo Martínez y Marta Miranda, bajo la cálida luz invernal instalada por Alejandra Fenochio

Al caminar por el borde de la vía, sobre la calle Garibaldi, los poemas y versos pintados en los muros anticipaban una respiración, una métrica y una musicalidad que vibraban al ritmo de cada paso dirigido a destino. Los mil metros de poesía grafiteados en los muros reverberaban en la noche más larga del año, mientras se escuchaba el contrapunto de un repique. Allá al fondo, en el cruce con la calle Quinquela Martín, sobre la vía, fulgía el fueguito que tensaba las lonjas con su crepitar. Las siluetas alrededor se movían sin brújula, como chispas, mientras los tambores chicos le contestaban a la madera que seguía su llamada. Los cueros del piano, con su grave profundidad de madre tierra, completaban la cuerda de candombe y, ahora sí, África rugía. En un ritual intercultural que se propuso actualizar los mestizajes, en la entrada del Barrio Chino, las llamas también cumplieron un rol purificador. Esas lenguas parlantes de crujidos que se avivaban con una brisa barroca, o neobarrosa en virtud de la cercana presencia del Riachuelo, resumían una fusión de cosmovisiones. Quienes rodeaban a los músicos se asomaron al fueguito, donde descansaba la escultura de hierro de Carlo Pelella que representa a las estaciones, y arrojaron un puñado de hierbas en conmemoración del Inti Raymi, la unión eterna entre el sol y sus hijos. Y ahora, África y el Abya Yala rugían.

El invierno también trajo un nuevo ciclo de Arrojas Poesía al Sur. La cuerda boquense África Ruge, dirigida por el maestro Juan Candamia, desfiló atronando con los tambores los pocos metros que separan la vía de la entrada de El Malevaje Arte Club, el bar que fue sede de esta edición. Una casona construida en 1870 para albergar una escuela fundada por Sarmiento, y que en la década de 1980 fue habitada por el artista plástico Rómulo Macció. El escenario contó con una instalación invernal de la artista plástica del barrio Alejandra Fenochio, un juego de luces y hojas secas espolvoreadas en el piso, sobre la mesa y en la pantalla del velador, que remedaban la movilidad flamígera del inicio en un cálido hogar. Un texto de Fenochio, leído por Marta Sacco -organizadora del ciclo junto a Zulma Ducca- abrió la actividad, junto a la proyección de un conjunto de sus dibujos. El aguafuerte boquense, una acuarela de óxidos y agua riachuela sobre la cotidianeidad barrial, también tocaba el tema de la hibridación constante que nos habita y nos transforma, aunque no siempre de manera positiva: la melancolía del adoquín extraído, no para la barricada, sino para el hormigón de hormiguero turístico.

En el primer bloque, leyó la terna de poetas anfitriones. Noelia Oviedo, de Barracas, que estudia Letras en la UBA y trabaja haciendo los alfajores artesanales Porteñitos en la escuela de reposteros de la Cooperativa Los Pibes del Playón de La Boca, dio a conocer parte de su producción poética. Pablo Eduardo Morales, del Frente de Artistas del Borda, experiencia surgida en 1984 con el objetivo de producir arte como herramienta de denuncia y transformación social desde artistas internados y externados en el Hospital Borda, en Barracas, relató en verso algunas de sus experiencias intra y extramuros. Por último, Teresa Lamborghini  leyó poemas de su padre Leónidas del libro Comedieta, editado por la cooperativa boquense Eloísa Cartonera, el cual incluye una serie de comiqueos, carcajadas sarcásticas sobre los discursos mediáticos de los noventa, que luego fueron ampliados en su otro libro La risa canalla (o la moral del bufón).

En el ínterin, Zulma Ducca describió las milenarias celebraciones que los pueblos quechua, aymara y mapuche realizan durante el solsticio de invierno, enmarcadas por un poema del sioux Tasunka Witko (Caballo Loco) que grafica la temporalidad circular común a muchos pueblos precolombinos. Mientras, las vigas decimonónicas de El Malevaje temblaban, como si acusaran el frío o la fragilidad del discurso añejado de los fundadores de la patria, a cada paso del bondi por Quinquela Martín.

En el bloque siguiente, subieron al escenario los poetas de otros puntos cardinales, que fueron presentados y recibidos por la voz de Zulma Ducca entonando temas referentes a sus lugares de origen. Las lecturas se organizaron como un catálogo de colores locales que desafiaron la pretensión global de borrar las diversidades. La mendocina Marta Miranda ofreció una serie de poemas inéditos donde la soledad del recuerdo y de una ventana en invierno quedaba empequeñecida frente a la soledad, inconmensurable, que advertimos por contraste en el encuentro con alguien que llena un vacío, como el frondoso cauce de un río poderoso. A su turno, la azuleña María Julia Magistratti siguió con poemas de viajes por América Latina, en los que el espectro cromático desplegó un arcoiris frutal de mercados, santos y fiestas propios de nuestro continente, mediados por una sensibilidad viajera subsumida en las expresiones de sus protagonistas, en las que el yo no se asume más que como otra otredad. Por último, el catamarqueño Leonardo Martínez, con una voz que regaló destellos dignos de la oralidad de un Manuel Castilla, seleccionó poemas que fueron de la tierra y los cerros de sus pagos, de hierbas fragantes e idioma corporal de animales, hasta el cosmopolitismo y la invisible comunión con la ubicuidad estacional de un verano neoyorquino.

La última parte de la jornada tuvo a la coplera urbana Paloma del Cerro, acompañada en guitarra por Rafael D'Andrea. Una vez más el detalle lo marcó la empatía etérea y terrena de su corporalidad kabuki (esta vez sin maquillaje) con el pulso de la pacha. Una tobillera con cascabeles de caporal oficiaba de péndulo hipnótico y el amplio registro vocal dibujó un vaivén de quiebres filosos y sinuosas continuidades, en las que resonaron las cuerdas de tambores como un déjà vu.

El micrófono siguió abierto durante un largo rato en el que desfilaron distintos músicos, como las anfitrionas del ciclo Ducca y Laura Boscariol, los platenses Carolina Arauz y Miky del Pozo y Jacqueline Tagger. El Malevaje bullía de repente como un crisol de culturas que, a juzgar por el espacio de herencia sarmientina, surtía la mezcla de mayor contundencia simbólica. La misma que bajo el mote de crisol de razas fuera sostenida con hipocresía por una generación que sentó las bases de una nación excluyente de lo diferente. Pero la fiesta de la fundición fundacional convirtió el lugar en un caldero de calor invernal que se destapó pasada la medianoche, liberando fueguitos de dientes soleados. Las últimas brasas jocosas y chisporroteantes se esparcieron en el silencio oscuro, entretejido de ladridos lejanos, con la certeza de un próximo renacimiento de las cenizas. El reflejo potente y azulado contra la pared de una fábrica abandonada delató el paso de un patrullero con esas nuevas sirenas de leds luminosos y gélidos que se alejaba. Las calles liberadas y las fachadas en verso empezaron a ocuparse de furtivos grupos de otros hilarantes fueguitos locales.

domingo, 17 de junio de 2012

Piaget se hacía una panzada



Cuando era chico, a mi conciencia me la representaba encarnada; y en más de un ser. Mi conciencia era un grupito de puños negros voladores con el dedo índice extendido. La referencia inmediata era un cartel que estaba en la puerta del baño de mi casa que decía My lord ladies and gentlemen, y en un costado tenía dibujada en negro una mano que señalaba la leyenda. Pero seguramente me había quedado grabada la imagen del Guante Volador de Yellow Submarine, el villano azul que odiaba la música. Las manos concienzudas tenían ojos y volaban sueltitas de cuerpo como en la animación beat. La boca con la que me hablaban la formaban con el hueco que dejaban el dedo pulgar y el mayor al cerrarse sobre la palma con sus yemas unidas, con el índice liberado para marcar. Eran aterradoras, la verdad. Y además no me querían mucho. Lo único que hacían era desafiarme. A que no cruzás la Avenida Belgrano cuando el muñequito rojo para el peatón está titilando. Y yo, a pesar de que no podía darme el gusto de aceptar la apuesta y soltarme de la mano mayor de turno, tenía que cerrarles, digamos, la boca de labios dedosos. No eran la clásica conciencia podre que mandaba a quemar todo y matar a todos los seres queridos, como la de Ralph de los Simpsons. El mal me lo querían hacer a mí. Y yo, literalmente, tenía que rebelarme contra mi conciencia. Pero tenía cinco años, o algo así, qué se le puede pedir a un chirimbolo de un lustro.

Un par de años después, a los siete, empezó a despuntar un erotismo encubierto mediante, otra vez, una creación imaginaria. Me ocurría en los bondis y muy cada tanto, porque tenía que darse una situación especial. Esa situación consistía en que cuando una chica, o una mujer –porque siempre eran mucho más grandes que yo– se levantaba de su asiento y yo me sentaba en ese mismo lugar, automáticamente se producía una especie de prueba química, con Dios haciendo de científico cuerdo. La cara de Jesucristo endiosado que tenía mi abuela colgada en una pared, una muy característica por aquella década del ochenta, estaba ahí, en mi cabeza, y con un tubo de ensayo. Si la mujer en cuestión no me había gustado, el tubo estallaba en mil pedazos, y con él la imagen del laboratorio paradisíaco. En el flash que reverberaba del último microsegundo de esa escena, Don Dios cerraba los ojos fuerte, acusando recibo de la explosión vidriosa. Pero si la chica que acababa de dejarme el asiento de cuerina tibio me había gustado, y eso pasaba muy, pero muy poco, la imagen era distinta. El tubo de ensayo empezaba a llenarse desde abajo con un líquido rojo, lentamente pero con resolución. Y se detenía en el tope, antes de volcarse. Dios sonreía: había química. Según las reglas que yo mismo había puesto, o según la interpretación que hacía de esa imagen libidinosa en la que ciencia y religión se unían por el bien de un niño, si el tubo se llenaba de esa tinta roja, con esa chica recién descendida iba a pasar algo en el futuro. Todavía no sabía ni cómo se fabricaba un pibe, pero ese algo instintivo podía estar orbitando alrededor de la incógnita.

Una vez, este juego de imágenes internas rebalsó el fuero interno y me jugó una mala pasada. Tendría los cinco de las manos negras, o tal vez cuatro. En esa época lloraba mucho, muchas veces con alguna justificación, pero otras sin razón aparente. Como todos los chicos de esa edad. Creo, bah. En uno de esos berrinches sin agarradera, mi vieja me invitó a que me encerrara en mi cuarto hasta que dejara de llorar. Obedecí, cerré la puerta blanca y lloré de frente a ella un rato más para cumplir la penitencia. Pero siguiendo un presentimiento repentino me di vuelta. Y detrás de la marinera en la que dormía con mi hermano alcancé a ver, en una fracción de segundo, cómo un vampiro dientudo y palídísimo se escondía debajo de la cama. Empecé a chillar con el alma, a llorar gritos de horror y golpear la puerta con todo el cuerpito; en realidad era cuestión de abrir el picaporte, pero no me atrevía a quebrar el hechizo del reto. Mi vieja vino a las corridas y me liberó de ese encierro compartido. Se había preocupado por el aullido repentino y me preguntó si me había pasado algo. Pero no, la abracé hasta que se me pasó el cagazo y jamás le dije que había un drácula debajo de mi cama con un tubo de ensayo vacío.