jueves, 27 de diciembre de 2012

Tres perros abotonados son multitud

Salto del bondi al pavimento desnivelado con tapitas de gaseosa y pedregullos encastrados. A pesar de una leve torcedura en la caída ciega, zafo del esguince y me estabilizo con las dos piernas, que pesan como yunques. Subo los escalones anti-anegamiento de la vereda boquense con mucha fiaca, procurando llenarme de aire, y enfilo para casa. La nubecita negra del exceso me sigue de cerca, con truenos y refucilos que, incluso con la luz del día, me dejan en la retina un flash que se mueve a cada parpadeo con un efecto de retardo. Pero las alucinaciones dejan paso a la repentina envidia que me provoca un polvito mañanero ahí frente a mis narices, por más canino que sea. Aunque ahora que me acerco veo que la cosa no es tan promisoria. Son dos perros abotonados. Ya terminaron su tarea hace un rato, por lo visto, pero a veces las piezas que encajan no desencajan. El montador se juega el todo por el todo y se da vuelta de una sola vez, aunque no logra desengancharse. Quedan cola con cola, inmóviles y sin poder mirarse de frente, como si estuvieran a punto de iniciar un duelo a punta de pistola sin saber responder al conteo de distancia. Me apoyo sobre un árbol y aprovecho a mirar el cuadro, mientras el macho llora con cada mínimo movimiento. El sexo, como el amor, también puede ser doloroso. Un tercer perro se acerca, solidario, a ver si puede ayudar, pero el macho que está enganchado le muestra los dientes con un gruñido que enseguida se torna quejido. Grrrrrauuuu. Grrrrruñidoauuuullido. No hay pudor, pero sí una clara situación de indefensión. Hay que hacerle frente a un oponente con el pingo retorcido. Además, toda esa moralina de que tres son multitud. A pedir de una fábula de La Fontaine.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Cuando sea grande quiero devenir

Cuando me llaman ya casi ni me doy vuelta. Puede que sea porque me llaman muy pocas veces, porque no tengo muchos amigos. A veces pienso que no me llaman a mí. De hecho, no siento que me estén llamando. Pero si no contesto a mi nombre no es por que lo haga a propósito, es que me dicen ¡Ey Julián!, y yo pienso que le hablan a otra persona. Como todos en mi casa me dicen Juli… Además casi que no me gusta hablar con mis amigos, y siempre que me llaman es para molestarme. Y tampoco me gusta mi nombre entero. Yo por ejemplo a veces me llamo ¡Ey Juli! de espaldas al espejo, pero ahí sí me doy vuelta. Creo que nadie me ve, bah, la chica del espejo sí. Yo la miro un segundo, pero me doy vuelta rápido. Es muy divertido, apenas llego a verla sonreírse.

Papá Noel también me pone Juli en los regalos cuando viene. Aunque nunca me traiga lo que le pido. No sé por qué hace eso. ¿Para qué le escribo cartas entonces? Sólo porque mis papás insisten. Tal vez no quiere ser mi amigo tampoco, o no recibe mis cartas, claro, tiene mucho trabajo.

La última navidad fue igualita a todas, salvo al final. Ya había pasado todo lo importante, comimos, vino Papá Noel y abrimos los regalos (y una vez más no me trajo lo que le pedí). Mil veces le dije que no me gustan los autos y esta vez me trajo un camión más grande que yo, con control remoto y remolque. Toda mi familia me miraba esperando a ver qué decía, prestándome mucha atención. Pero no me sale mentir y no dije nada. Dejé el camión a un costado y me senté de nuevo en la mesa con el resto de la familia. Para mí se había acabado todo esto de la navidad, pero como no quería ir a dormir hasta que mis papás decidieran que nos vayamos a casa me quedé sentado con todos los grandes. Hasta que mi tía me vio aburrido.

-A ver, Juli, ¿qué querés ser cuando seas grande?

-Mujer.

Papá tosió mucho, mucho, y se escuchó un vaso roto. Todos se levantaron a ayudarlo. De repente ya nadie me dirigía la atención, como hasta hacía un ratito. Es más, no tuve tiempo de decir que quería ser la chica del espejo de casa, toda vestida con ropa de mujer y maquillada. Creo que lo que dije fue algo malo o que a papá le hizo mal, porque el resto no dijo nada. En realidad, no me dijeron nada por mucho tiempo. Ni cuando fuimos en taxi al hospital y mamá y mi tía me abrazaron fuerte durante todo el viaje.

En el hospital estuvimos mucho tiempo, yo me desperté y era de día. Entonces vino una enfermera muy blanca con su ropa y sus dientes que sonreían. Dijo que papá estaba bien, qué suerte, yo le dije que le mandara un besote grande de su Juli, porque mamá y mi tía no querían que lo fuera a ver porque decían que estaba delicado.

La enfermera se fue y me la quedé mirando un rato. Después le dije a mi tía:

-En realidad, tía, cuando sea grande quiero ser enfermera.

Se escuchó toser a alguien al fondo del pasillo.

martes, 11 de diciembre de 2012

Puente colgante



Centroamérica se nos muestra en los mapas como la metáfora de un puente, angosto y sinuoso, que une Sudamérica y Norteamérica. Un puente que, en el imaginario, está lejos de ser el levadizo de los castillos medievales y se acerca más bien a uno colgante, con todos los peligros y miedos propios del mismo. Y como en todo puente, hay un movimiento que lo transita constantemente y que, en este caso, es mayormente unidireccional.

Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), los países latinoamericanos con mayor cantidad de población migrante son los de Centroamérica, el Caribe, Colombia y México. Un dato curioso si tenemos en cuenta que Colombia y México son los dos polos del puente de tierra centroamericano. Y más todavía, si tenemos en cuenta que el narcotráfico en Centroamérica está dominado por los carteles de esos dos estados que cumplirían una especie de rol de “aduanas”: los colombianos dominan el margen del Océano Atlántico; y los mexicanos, la orilla del Pacífico. Esos dos océanos que flamean representados en las franjas azules de las banderas de las repúblicas de la región. Asimismo, el 90 por ciento de la droga que llega a Panamá desde Colombia, atraviesa el continente centroamericano hasta los Estados Unidos.

Gran parte de los migrantes centroamericanos busca como destino final los Estados Unidos, ese “sueño americano” en el que intentarán encontrar las mejores condiciones de vida y de trabajo que el desarrollo desigualmente combinado del capitalismo otorga a los países más industrializados. Y desde el cual enviar remesas a sus familias. “Remesas económicas, y también culturales y sociales como las maras”, acota Josefina Ludmer. Pero para llegar a destino por tierra deben sortear innumerables obstáculos, que en el mejor de los casos obliga a los viajeros a permanecer en otro país intermedio en el cual, tal vez, no hay grandes trabas residenciales y pueden encontrar algún empleo temporario. Y en el peor de los casos, son reclutados como sicarios por carteles del narcotráfico, abusados, extorsionados, secuestrados o asesinados.

Ese puente metafórico es un mosaico de Balcanes y volcanes, una plataforma de tierra y accidentes geográficos que supo estar integrada en una República Centroamericana durante el siglo XIX, y cuya unión, a fuerza de luchas y utopías, todavía hoy repercute en las memorias de estos pueblos que construyen transnacionalismo a cada paso.

Como una pasarela que empieza a ensancharse para anunciar la inminente llegada al Río Bravo, México es la última parada para muchos de quienes se aventuran en esta odisea y llegan lejos. Qué mejor imagen que las de Roberto Bolaño en su monumental novela 2666, en la que el paradójico desierto (poblado de asesinos, migrantes que esperan su chance de cruzar y mujeres indefensas) que sirve de frontera con los Estados Unidos está sembrado de muerte y de maquilas. Insignes flores de la aridez.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Reflexiones insomnes



¿Me puedo morir de insomnio? Es una idea que me ronda precisamente cuando estoy dando vueltas en la cama sin conciliar el sueño. El insomnio desdibuja los límites y a la vez te hace pensar en cómo será esa frontera inalcanzable, ese horizonte sin aduana, como el telón negro pintado de estrellas que, cuando era chico, pensaba que había en el confín del espacio. Y ahora también lo pienso, por qué no. El insomnio es eso, el pensamiento triturando toda chance de relajo, una idea que de tan intensa nos retrotrae al desvelo. Tal vez me transforme en zombie, en insomne-vivo o muerto-insomne, y me ponga a buscar cerebros que almorzar, a intentar hincarle el diente a sueños ajenos entreverados en alguna circunvolución del seso de turno. Alimentarme de sueños para dormir podría ser el camino para minar la vigilia. Pero ni idea dónde habita el sueño; ni si el canibalismo me va a devolver la somnolencia. La saliva se agolpa en mi boca, no sé si de tentación o vuelco inminente.