viernes, 23 de octubre de 2009

Sueño tontolón de una noche de primavera

–Lo nuestro es imposible.

La afirmación de Rocío pareció concluyente e implacable. Enrique estaba desesperado y, ahora que lo necesitaba, no podía agregar nada que le permitiera aliviar la situación. Sintió que lo único que los unía era el banco de madera en el que estaban sentados, frente a la bifurcación de uno de los senderos de piedras naranjas que atravesaban el parque.

–Pero si ni siquiera nos conocemos– replicó Enrique luego de un gran espacio de silencio, decorado con un coro de gorriones primaverales dignos de una mercería.
–Lo nuestro es imposible– repitió Rocío, y en ese momento Enrique creyó que ella se levantaría: su mirada ensombrecida y sus brazos cruzados le dieron la certeza de que ella no aguantaba más ese denso ir y venir de súplicas y accesos denegados.
–Entonces– dijo Enrique como rasqueteando sus últimos restos de esperanza con una espátula–, tratemos de hacerlo posible.

Rocío lo miró por primera vez con una sonrisa burlona y Enrique creyó haber dado un paso gigante en la búsqueda de su amor, pero una voz destruyó ese instante como la realidad con un sueño.

–Queda usted detenido.

El policía estaba detrás de él y parecía haber escuchado el diálogo atentamente.

–P... Pero, ¿qué pasa oficial? ¿Por qué?– inquirió desencajado Enrique, mientras Rocío tomaba la cartera que tenía a un costado y se la colgaba del hombro.
–Si la señorita dijo que era imposible– informó el agente–, es imposible, ¿entendió? Es realmente sospechoso que quiera intentar hacer posible algo que no lo es.

El policía lo tomó de las muñecas y le puso las esposas violentamente. Enrique no comprendía aún cuál era la causa de su detención, pero ése era un tema secundario frente a lo que podría suceder con Rocío. Mientras era empujado por el oficial a través del sendero alcanzó a ver por sobre su hombro a la mujer que lo miraba con lástima sobradora.

–¡Vamos, suba!– gritó el policía que, una vez que Enrique pudo observarlo con mayor atención, tenía una apariencia de muchacho recién salido de la secundaria. Junto al cordón de la vereda había un camión celular al servicio de la comunidad estacionado. Un segundo agente abrió la puerta trasera y Enrique, resignado y sin ganas de encontrar explicaciones, se introdujo en la oscuridad del calabozo móvil. Sentía una profunda angustia que se le mezclaba con la tierra que había tragado a causa de los tropezones a lo largo del penoso arreo hacia el camión policial. Pero sumergido en la negrura, no era el abrupto cambio de un día soleado a una noche artificial lo que lo entristecía, ni mucho menos el arresto sin motivo alguno. Es más, ni siquiera registraba estos hechos como parte de su vida inmediata (una gota de rocío brilló en su mejilla).

–¡Chist! ¡El nuevo! ¿Quién sos?

Enrique todavía no había acostumbrado la vista a la penumbra aunque ya podía distinguir un pequeño cuadrado abarrotado que escurría la luz exterior.

–¿No oís? ¡¿Quién sos?!

Giró su cabeza hacia un punto en el cual supuso que se encontraba el origen de esa voz y preguntó:

–¿Quién, yo?

Y como si su pregunta hubiera sido una tijera que corta una cuerda, se soltó una andanada de risas. Enrique se estremeció: ese lugar que en un principio creyó vacío estaba repleto de voces desconocidas. La que había hablado antes volvió a la carga:

–No, yo– y de nuevo las carcajadas–. Sí, gilastrún. Vos.

Se hizo un breve silencio luego del cual Enrique se animó a contestar.

–No lo sé– dijo y respiró profundamente, mientras se asomaba a la ventanita tomando los barrotes y oía el motor arrancar.

***

En la celda de la comisaría los barrotes eran aún más y las primeras horas que Enrique pasó allí las consumió quitándoles el óxido descascarado con las uñas hasta sangrar. Las voces, al igual que en el camión celular, se refugiaron en lo más negro del húmedo calabozo, pero con un ánimo completamente diferente al que habían demostrado la primera vez.

–Es medio raro, ¿viste?
–Sí, y encima esa miradita me asusta un poco.

La voz que desde el principio había tomado las riendas volvió a dirigirse a Enrique, esta vez más suavemente.

–¿Por qué estás acá adentro?

Enrique, que estaba sentado en el rincón más cercano a la luminosidad, giró y fulminó con sus ojos a la voz en la oscuridad como un flash fotográfico.

–¿Hay alguna manera de escapar?– preguntó haciendo caso omiso al requerimiento de la voz. Una que todavía no se había animado a intervenir, quebró tímidamente el silencio que se había generado.
–Señor... Eso es imposible.

Enrique se levantó furioso y buscó el cuello de alguna de las estúpidas voces con sus feroces garras, en medio de gritos enloquecidos que contrastaron con la supuesta tranquilidad de la comisaría. Pero antes de que pudiera presionar algún pescuezo carnoso lo sorprendieron varios brazos que le envolvieron el cuerpo como si fueran serpientes, colándose por debajo de su camisa y tensando sus extremidades, lo que lo hizo caer inmovilizado al suelo de cemento.

El tiempo de inconsciencia se esfumó como agua por una rejilla y Enrique, de repente, se encontró en una habitación muy fría y con un velador apuntando directamente a sus ojos. Las voces que escuchaba ahora no podían ser sino de policías interrogando.

–¿Sabía que contradecir a alguien que informa sobre la imposibilidad de algo puede condenarlo a que la cárcel sea su tumba?
–Imposible...– dijo Enrique con voz ronca y una sonrisa resignada, e inmediatamente comenzó a sentir varios golpes en su cuerpo.

Durante la golpiza, esta vez estuvo conciente, aunque los palazos y las patadas que recibió no le dolieron sino hasta que lo arrojaron nuevamente en su celda.

En la oscuridad no distinguió ni los ecos de las voces que lo habían acompañado en su primera estadía. Toda luz que pudiera colarse en la penumbra no podía llegar a sus ojos, totalmente cubiertos por la hinchazón de sus párpados. Hablaba, o bien, quería hablar; se sentía tremendamente solo sin voces a su alrededor. Entonces, reptó conteniendo quejidos de dolor y buscó alguna señal de aquella compañía invisible. Se detuvo en un húmedo montículo de tierra que le dio a entender la cercanía de un túnel, y una vez que lo localizó, se sumergió en él.

***

Cuando despertó quiso continuar durmiendo. Pero su dolor y cansancio podían esperar a saber primero la situación geográfica del cuerpo en el que se alojaban. Enrique estaba boca abajo y tuvo que hacer un gran esfuerzo para voltearse y quedar frente al cielo, que presentaba un grisáceo atardecer.

Intentó abrir más sus ojos pero fue una tarea vana y dolorosa. A pesar de esto, percibía una particular brisa de libertad sobre su cara y sonrió complacido, olvidando su materia por un instante.

–Oiga, ¿le pasa algo?– escuchó de repente a su lado, a la vez que distinguía la silueta de un hombre recortando el cielo entristecido.

Enrique se alarmó pero enseguida pensó que esa persona quizás lo ayudaría.

–Quisiera saber si estoy en libertad.
–Pues claro, hombre– contestó efusivo el desconocido–. Acá nos rodea el Parque Central.

Enrique se incorporó de un salto torpe y buscó con sus ojos, entre la pequeña abertura que dejaban sus párpados amoratados, un objetivo al que pareció dedicarse por completo. Allí estaba sentada Rocío, en el mismo banco de madera, extraviada en pensamientos. Enrique se dirigió hacia allí y se sentó a su lado, sin dejar de mirarla entre sangre seca y lagañas. Rocío lo miró impresionada y antes de que pudiera decir algo, él se adelantó.

–No importa que lo nuestro sea imposible, eso lo discutimos otro día. Rocío cambió su expresión compasiva por una más acostumbrada al disgusto.
–¿Y hay algo que importe, entonces?– preguntó.
–Que lo imposible siga siendo nuestro– dijo Enrique, mientras veía cómo se alejaba maldiciendo entre los arbustos el mismo policía que lo había detenido y escuchaba un coro de voces aplaudiendo.


LMB Noviembre de 2001.–

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