miércoles, 18 de agosto de 2010

¿Justicia hay una sola?

Un ensayito sobre la justicia comunitaria de 2006.
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El poder indígena en Latinoamérica parece renacer en los albores del siglo XXI, gracias a la organización de las comunidades y a los actos reivindicativos que le dan una mayor visibilización dentro de los Estados-Nación. Pero este resurgimiento provoca conflictos con la cultura oficial que no son fáciles de resolver.

El caso de Bolivia es ejemplar. Este año, Evo Morales se convirtió en el primer presidente de origen indígena de ese país. En el marco de una crisis económica, política y social, junto a un agravamiento del conflicto cultural entre la población indígena y la minoría occidental, Morales instauró hace tres meses una Asamblea Constituyente para la redacción de una nueva Carta Magna en 2007.

En dicha Asamblea, además de la discusión de una nueva Ley de Hidrocarburos, y entre otros debates, por primera vez se planteó la posibilidad de introducir una institución indígena, como la justicia comunitaria, dentro de la Constitución. La idea sería lograr un equilibrio con la justicia republicana, que rige desde la fundación del Estado boliviano en 1825. ¿Será posible una integración cultural de este tipo sin que se radicalicen las contradicciones?

Este choque de culturas, que en quinientos años no logró armonizarse, llegó a un nuevo punto de inflexión. Cada vez se torna más necesaria una solución para la convivencia de las comunidades originarias dentro del ámbito del Estado-Nación. Aunque también se podría pensar a la inversa, más aún si se considera la crisis global de los Estados-Nación como organización político-territorial en los últimos años, y que el 80 por ciento de la población boliviana es de origen indígena.

Las naciones aymaras, que gozan de cierta autonomía, pugnan por su independencia de los Estados boliviano y peruano, ya que el territorio que ocupan desde antes de la conquista trasciende las fronteras administrativas de ambos países. Y así como poseen su propia organización política, social y económica, también tienen una institución judicial propia, que debido a la resistencia de las comunidades andinas y a la falta de respuesta de la justicia ordinaria frente a sus reclamos específicos, se mantiene firme.

El debate sobre la justicia comunitaria volvió a ponerse sobre el tapete luego del linchamiento de los alcaldes de Ilave, Perú, y Ayo Ayo, Bolivia, por parte de pobladores aymaras, entre marzo y abril de 2004.

La violencia y el ensañamiento de los hechos generó la polémica sobre si realmente esas ejecuciones se enmarcaban dentro de la categoría de “justicia comunitaria”, o bien, si se trataban de asesinatos que debían ser juzgados por la institución judicial del sistema democrático y republicano.

El problema reside en qué sistema jurídico debe tomarse como marco, porque uno u otro arrojarían procesos y sentencias muy disímiles. Se trata de dos balanzas con distintos criterios de medida.

Desde el punto de vista occidental, esta “justicia” es vista como un desvío, como un atraso de la humanidad. Ya el hecho de que se la reconozca como un determinado tipo de justicia, esto es, con el calificativo de “comunitaria”, le da a la práctica una jerarquía secundaria frente a “la Justicia” a secas. Lo occidental siempre aparece como lo racional y lo neutral, como el grado cero. De esta manera, la justicia comunitaria se muestra como una aberración, una irracionalidad primitiva.

Pero es necesario comprender que el sistema jurídico comunitario se rige por normas consuetudinarias desde hace cientos de años. Como tal, no existe una letra que haya que respetar, sino más bien una costumbre que está grabada a hierro caliente en la vida cotidiana de las comunidades o ayllus. La comisión de delitos como el adulterio (que sólo rige para las mujeres), la sodomía o el robo merecen la pena de azotes, latigazos o el corte de cabellos, según lo determine un consejo de hombres designado para tal fin. Los casos graves pueden llegar a la pena capital, cuya ejecución a los ojos occidentales es compulsiva y extremadamente violenta (un ejemplo ficcionado puede encontrarse en la novela Raza de bronce, de Alcides Arguedas).

Los alcaldes linchados en 2004 volvieron a poner en debate los métodos de sanción y castigo utilizados por los aymaras. Además, surgió el debate sobre qué jurisdicción tiene un caso de corrupción por parte de un funcionario del Estado que administra localidades con mayoría de habitantes indígenas. Los argumentos de los comunarios justificaron la ejecución de los alcaldes en la plaza pública del pueblo, como la única salida a la parsimonia de la justicia estatal, frente a los atropellos de la autoridad.

Para lograr un principio de equilibrio, es preciso tratar este conflicto entre dos cosmovisiones que habitan el mismo territorio, no en términos maniqueístas, sino más bien dialécticos. La justicia comunitaria llegó a una instancia en la que ya no se aplica sólo al interior de la comunidad. Ahora se arroga el derecho de juzgar los atropellos de la administración estatal sobre las poblaciones originarias. Del otro lado, la justicia estatal siempre intervino en los ilícitos cometidos por comunarios, aunque a lo largo de la historia demostró incapacidad de someter a su ley a los pueblos nativos.

Ahora, con Evo Morales en la presidencia de Bolivia, el debate vuelve al primer plano. Su propuesta de institucionalizar la justicia comunitaria provocó la indignación de los medios y la opinión pública “occidental”. Pero este reconocimiento hacia los pueblos originarios tal vez le quite la esencia a la práctica milenaria misma: incluida en la Carta Magna pasa a subordinarse, en última instancia, al Estado.

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