martes, 28 de abril de 2009

Persecuta de novela

César tocó el timbre de Eduardo un largo rato: se había olvidado las llaves. La lluvia lo empapaba y apenas podía cubrirse debajo de un pequeño balcón del edificio. Tal vez Eduardo no estuviera, y en ese caso lo mejor sería ir a algún bar. Fue inevitable recordar una vez más su mudanza una semana atrás a lo de su amigo del secundario, cuando se le hizo insostenible pagar el alquiler de su departamento.

Se prendió un cigarrillo con el último fósforo de cabeza roja que le quedaba entre tantos ya consumidos, dentro de la cajita de Fragata. Tanteó las monedas que tenía en el bolsillo y cruzó dando largos pasos a la vereda de enfrente, donde pudo resguardarse en el toldo agujereado de una zapatería abarrotada. De los faros de la calle manaba una luz amarillenta y muchas de las lámparas estaban rotas a causa de piedrazos anónimos. La ciudad estaba desierta y oscura pero César, desde su nueva posición, advirtió que el bar de Alfonso, en la esquina, hacia su derecha, estaba abierto.

Se dejó llevar hacia allí entre bostezos y deseó cruzarse con un ser humano en el trayecto, cosa que, como esperaba en el fondo de su esperanza, no ocurrió. El bar de azulejos verde agua y tubos de luz blanca era deprimente a esa hora (y a todas las otras) y la mancha bordó del dueño acurrucado en el mostrador con el caño de la escopeta asomando era el único signo de vida, junto a la televisión que estaba emitiendo un resumen de noticias. "Lo de siempre", dijo el mozo y subió el volumen en puntas de pie, contradictoriamente interesado. César se sentó junto a la ventana y se debatió entre mantenerse despierto y pensativo o dar rienda suelta a lo que a esa altura se manifestaba a través de bostezos y picazón en los ojos.

–Un whisky– dijo corporalmente, sin terminar de decidirlo con la mente.

Lo esperó mirando sin ganas las imágenes de desorden internacional en la pantalla, hasta que percibió algo cercano y molesto, que luego le resultó incómodo y un segundo más tarde, alarmante. El hombre que lo miraba fijamente desde la calle no parecía ser alguien simpático, menos aún con esos anteojos espejados (que lo miraban fijamente) y con su mano derecha guardada en el interior de su piloto, a pesar de la lluvia escasa pero filosa que caía. César lo había advertido, primero de reojo; pero pronto el temor le impidió simular algún que otro vistazo directo con ánimos de ahuyentar. Sin embargo, el hombre, inmutable, a dos metros del vidrio (a dos metros y centímetros de César), no le quitaba los anteojos espejados de encima. El mozo llegó con el whisky para aquietar un poco la tensión de la situación y se dio cuenta de la extraña presencia. Miró a César como intentando decirle algo y se retiró detrás del mostrador sin más. César miró un punto cualquiera del aire, como si hubiera una persona sentada enfrente suyo, y empezó a hablarle de su infancia. Carcajeó con alguna anécdota y movió el vaso escuchando el golpeteo de los hielos contra el vidrio. Se llevó el vaso a la boca y le dio un largo e impresionante sorbo (que seguramente no debería haber inmutado al hombre que lo miraba). De repente, mientras sentía correr la generosa cantidad de bebida en su garganta y cómo comenzaba a mezclarse con su sangre, el alcohol de la noche anterior que aún mantenía en su cuerpo se reactivó. Cerró los párpados con fuerza hasta que brotaron de ellos dos lágrimas sutiles.

Volvió a mirar con la neblina lacrimal por la ventana lluviosa y tardó en darse cuenta de que el hombre ya no estaba. Casi inmediatamente escuchó abrirse la puerta del bar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

y lo mato? lo mato? Muy bueno.

JRB