martes, 14 de octubre de 2008

Crisis de novela

El vagón del subte A amenazaba con desarmarse a cada balanceo que daba sobre los rieles. Parecía una caja de cartón cuyos lados se doblaban transversalmente con respecto al techo y el piso. Y dentro de ella, sólo César y una mujer. Pero no era Emilia.

César había tenido que tomar el subterráneo para poder recordar la situación del mundo y la particular en su país. Ya le había resultado extraña la escasez de personas en la calle, más allá de que fuera domingo. Pero la estación Sáenz Peña, desierta de abandono y completamente descuidada, y la larga espera de veinte minutos por un subte de dos vagones despejó la aún nubosa (y con probabilidades de lluvia) razón de César. Muy pocos eran los dueños de las tiendas y almacenes que se animaban a abrir sus puertas al peligro de robos y saqueos. El bar de la esquina de su casa, por ejemplo, abría al azar, y siempre podía verse al dueño apostado detrás del mostrador, apuntando con una escopeta hacia la puerta de entrada. "Va a espantar a los pocos clientes", le decía Eduardo luego de su cortado matinal previo al acotado y cotidiano futuro del día que lo esperaba. "Tómatelas, o te cago a tiros", le contestaba Alfonso, fiel a su mal humor.

"La caída del capitalismo es cosa de horas", "Cuenta regresiva" y "El último que apague la luz" eran algunos de los inverosímiles titulares de los diarios que no se consideraban sensacionalistas y que César había leído en la espera del subte frente a un kiosco de la estación, el único negocio abierto del túnel. Le había parecido gracioso que la caída del sistema económico, social y político pudiera suceder a una hora determinada. Inmediatamente observó su reloj y constató que habían pasado diez minutos del mediodía, diez metros debajo de la tierra en un destartalado vagón.

La situación de quiebre histórico tenía diferentes causas, según quién las defendiera. Pero para los medios de comunicación del mundo, manejados por empresarios ligados a los gobiernos conservadores o liberales de sus respectivos países, era atribuible a la guerrilla neomarxista, al terrorismo y "a todo tipo de manifestación en su contra". Así cualquiera, pensaba César, sin dedicar más tiempo para elaborar una idea al respecto. La versión oficial de la crisis sonaba poco creíble, pero estaba en boca de todos. Supuestamente, todo había comenzado en Estados Unidos dos meses antes, cuando un empleado de la Casa de la Moneda había logrado su ansiado cometido que le había consumido los últimos cinco años de su vida. La agrupación "Eureka", que más tarde se autodenominaría como una "banda dedicada al terrorismo financiero" y "un poco comunista", había desechado casi todas las teorías científicas que mostraban un supuesto camino de liberación y habían puesto sus esfuerzos en el pragmatismo sobre la ficción de los números. El empleado del Tesoro estadounidense Gene Hawthorne, líder del movimiento, había infiltrado una red de sus un poco camaradas (también empleados) en dicha institución, de manera tal que estuvieran una franja de dos horas del día ocupando todos los puestos estratégicos del edificio. Así, estudiando las máquinas impresoras de dólares y todos sus mecanismos de seguridad, lograron montar un taller destinado a reproducir los billetes con los mismos números de identificación que ya habían sido emitidos legalmente, y sin diferencias detectables. Finalmente, luego de años de trabajo, cuando tuvieron la cantidad que consideraron suficiente, dispusieron los fajos en grandes valijas y a cada integrante de Eureka se le asignó una zona del país donde debería hacer la repartija. La modalidad consistió en dejar un fajo en el buzón de cada casa o edificio y luego... esperar. Esperar a que esa masa entrara en circulación y que, de repente, las arcas del Estado vieran reducida su proporción con respecto a ese dinero que ahora pasaba de mano en mano, y con el cual muchas personas se habían "beneficiado" sin nada a cambio.

Pero fuera de las voces y rumores cantantes y populares, la mira apuntaba a los grupos económicos que sostenían como marionetas a la mayoría de los gobiernos, sobre todo de los países históricamente dominados, hasta llevarlos a la bancarrota. Los países más poderosos tenían un declive económico en proporción mucho más grande, debido a conflictos estratégicos entre sí, que implicaban intereses corporativos, y que los llevaba a una nueva etapa proteccionista que hacía decrecer los números en las estadísticas. Las empresas eran el gobierno desenmascarado en todo el mundo. Pero su acción a través de los medios de dominación, como los de comunicación y los de los fusiles, seguía hipnotizando y atemorizando a buena parte de una sociedad de consumo cada vez más consumida.


octubre 2001

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