martes, 13 de julio de 2010

Nomadismos internos

¿A dónde va un indio que no ensille, que no salte en pelos?
¿Al toldo vecino que dista cuadras? Irá a caballo.
¿Al arroyo, a la laguna, al jagüel, que están cerca
de su misma morada? Irá a caballo.
Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles

¿Dónde van los ayacuchenses cuando salen de sus casas? ¿A la farmacia, a la panadería, a la San Miguel, a dar la vuelta del perro? No importa dónde, pero sí importa cómo. Porque donde se vaya, sea a una punta del pueblo o sea al kiosco de la esquina, se saca el auto en la mayoría de las ocasiones. Claro, siempre y cuando se cuente con coche o con chata. Porque si no, existe la bici. La movilidad motora sirve para pispear quién anda por los barcitos y saludar a algún transeúnte aventurado o hasta a quien no se conoce más que de vista, tal vez sólo de cruzarse una y otra vez en la calle. Además, no vaya a ser cosa de hacer de las anchas veredas una peatonal Florida cualquiera. ¡Nooo, zi…!

Cuando cae el sol, entre la merienda y la cena, los autos salen en manada; un rebaño que repite el ritual sin sacrificio del éxtasis móvil y motor. Y quizás ésta sea la característica más propiamente urbana del pueblo. Las horas pico de la vuelta del perro, en las que los habitantes pueblan las calles en busca de sociales casuales y efímeras, tornan al tráfico de las cuadras céntricas, donde se encuentran la mayoría de los bares, en un pulular de lento rodar de coches y embotellamientos de miradas y chismes.

Ese puñado de confiterías que hacen la escenografía de fondo del paseo tienen larga historia y sirven de posta transitoria para los pobladores, según las generaciones y los horarios. La Buen Gusto es la más antigua, en la esquina de Irigoyen y Sáenz Peña. En épocas de aguantar el mostrador marmolado con una buena caña, bajo los tubos de luz blanca y la atención de mozos de fábula, supo cobijar un entrepiso con billares para enpolvar tacos. Pero luego de permanecer cerrada durante la década menemista reabrió con una lavada de cara posmoderna. Su renovado espacio de luces amarillas y cálidas sirven para las previas bolicheras de la juventud, o para el copetín pre o post cena de quienes prefieren el sedentarismo.

Gulliver es la otra confitería clásica, generalmente para un público más maduro, aunque variable, en la esquina de Irigoyen y 25 de Mayo. Permanece abierto durante la casi totalidad del día, aunque sólo haya un parroquiano acodado y encara(ma)do sobre la barra, tejiendo un garabato de baba turbia sobre la madera, al lado de su quinto scotch vacío. Es también el bar del copetín mañanero de los muchachos, antes del almuerzo, momento de jolgorio machote en el cual muy difícilmente pueda verse una mujer atravesando la puerta vaivén.

Las mesas que están en la vereda de La Buen Gusto y de Gulliver sirven de tribuna y vidriera hacia la calle (el famoso voyeurismo exhibicionista). La vuelta del perro, como decíamos, actualmente se hace sobre cuatro o dos ruedas. Y es necesario mantener el perfil hacia los paseantes para no perder ningún detalle ni la posibilidad de regalarle un adiós al muchacho o la muchacha prefijada. La automovilización del levante permite ese acercamiento fugaz que, en el caso de que no sea recíproco, se convertirá en indigna retirada con un leve apoyo del pie en el acelerador. Pero si hay un mínimo gesto complaciente de respuesta del otro lado de la ventanilla (para el cual habrá que contar con una importante capacidad de atención), no queda otra que volver a dar otra vuelta. Y así.

Pero más allá del tanteo persona a persona desde los coches hacia el exterior, también existe un momento para estacionar y entremezclarse en un espacio que sea más o menos del palo y donde haya más o menos gente acompañando el momento. Para lo cual, los autos realizan un estudiado y minucioso peritaje bartolo para estacionar en el lugar más propicio. De esta manera, se puede arribar hasta la esquina reservada para los teen, los veinteañeros y los treintañeros que se le animan a la caravana (y hasta cuarentones [a propósito, ¿no es despectivo que a partir de los cuarenta el sufijo sea tones y no añeros?]). Históricamente conocido como La Vieja Esquina, en 25 de Mayo y San Martín, después llevó los nombres de La Jirafa, Huija y, actualmente, el más atemperado El Pueblito. Ya no es el barcito-boliche que supo ser, donde tocaban bandas y se armaba el cachengue rumbero hasta eso de las cinco o seis de la matina, hora en que era necesario aprontarse para el dancing propiamente dicho. Porque la noche queda más corta que patada de chancho, y muchas veces termina a la hora de poner el lechón en el asador.

El autobar-tour ayacuchense concluye en un boliche reservado para el pueblito cumbiero, sobre la calle Irigoyen, a mitad de cuadra entre 25 de Mayo y Sáenz Peña: es el ex Las Tinajas y actual restó Tiro Loco, que, según el mito, cada tanto regala sucesos de -precisamente- tiros, líos y cosa golda. Y, sobre todo, de autóctonos facones. La estética mexicana termina de darle un aire sonorense o chihuahueño al lugar. Las supuestas trifulcas a veces generan cierto recelo entre algún que otro vecino del bar, como pudo escucharse recientemente en la fila de un kiosco. Y las clausuras no se limitan al pub mexicano-ayacuchense, sino que las sufren todos los boliches por igual, sobre todo por hechos menores. Tal vez imaginando una improbable y prejuiciosa alegoría con un bar de Ciudad Juárez donde suenan narcocorridos, acusen a Tiro Loco de albergar a los transas del pueblo y aledaños; aunque en ese hipotético caso también terminarían haciendo la vista golda. Si total nos conocemos todos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno! Pero nos olvidamos de los que siempre aguantaron sentados en el cordon de la vereda, ahi, sobre la Irigoyen, compartiendo una fresca adquirida en lo "Dastin", viendo como pasa el pueblo.
Abrazo

Luc Pierrot dijo...

Claro! Qué cuatro esquinas. Después del fulbito en Independiente, ir a desparramarse con unas birrucas en el umbral de la farmacia Iriarte, frente al kiosco de Dastin, a Gulliver y a la quiniela El Coloso. Eso de que Gulliver y El Coloso estén en frente debe hablar de un complejo de pequeñez, o algo así, ¿no?

Anónimo dijo...

Es cierto! No me habia percatado: Guliver-El Coloso.