jueves, 27 de diciembre de 2012

Tres perros abotonados son multitud

Salto del bondi al pavimento desnivelado con tapitas de gaseosa y pedregullos encastrados. A pesar de una leve torcedura en la caída ciega, zafo del esguince y me estabilizo con las dos piernas, que pesan como yunques. Subo los escalones anti-anegamiento de la vereda boquense con mucha fiaca, procurando llenarme de aire, y enfilo para casa. La nubecita negra del exceso me sigue de cerca, con truenos y refucilos que, incluso con la luz del día, me dejan en la retina un flash que se mueve a cada parpadeo con un efecto de retardo. Pero las alucinaciones dejan paso a la repentina envidia que me provoca un polvito mañanero ahí frente a mis narices, por más canino que sea. Aunque ahora que me acerco veo que la cosa no es tan promisoria. Son dos perros abotonados. Ya terminaron su tarea hace un rato, por lo visto, pero a veces las piezas que encajan no desencajan. El montador se juega el todo por el todo y se da vuelta de una sola vez, aunque no logra desengancharse. Quedan cola con cola, inmóviles y sin poder mirarse de frente, como si estuvieran a punto de iniciar un duelo a punta de pistola sin saber responder al conteo de distancia. Me apoyo sobre un árbol y aprovecho a mirar el cuadro, mientras el macho llora con cada mínimo movimiento. El sexo, como el amor, también puede ser doloroso. Un tercer perro se acerca, solidario, a ver si puede ayudar, pero el macho que está enganchado le muestra los dientes con un gruñido que enseguida se torna quejido. Grrrrrauuuu. Grrrrruñidoauuuullido. No hay pudor, pero sí una clara situación de indefensión. Hay que hacerle frente a un oponente con el pingo retorcido. Además, toda esa moralina de que tres son multitud. A pedir de una fábula de La Fontaine.